Showroom

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

Alienación por partida triple

El relato de Showroom puede resumirse sin demasiada dificultad, aunque ya insinúa algunas complejidades: Diego (Peretti) está atravesando numerosos problemas económicos, que se agravan aún más cuando lo despiden de su trabajo como organizador de fiestas. Esto lo obliga a mudarse junto a su esposa e hija a una aislada casa en el Delta del Tigre. Es entonces que su tío le consigue un nuevo empleo como vendedor en el showroom de un edificio en construcción en el medio de Palermo. A partir de ahí, lo que comienza a darse es un proceso de obsesión por parte de Diego con el progreso laboral y social que cree que le dan las sucesivas ventas de departamentos, que lo terminará conduciendo a una instancia de gran aislamiento e incluso alienación.

No es la primera vez que la obsesión transformada en alienación son el foco de una película: pensemos por ejemplo en The pledge (que en la Argentina tuvo el pésimo título de Código de honor), aquel film de Sean Penn donde Jack Nicholson interpretaba a un policía al borde del retiro que le juraba a una madre encontrar al asesino de su hija y cuyo juramento derivaba en obsesión y finalmente en un total aislamiento de la realidad. Allí el gran mérito estaba en que la narración tomaba la distancia justa para que el espectador percibiera lo que le pasaba al protagonista, el recorte que hacía de un mundo que iba mucho más allá pero que él no podía intuir por todo el dolor y la furia que llevaba acumulados en su interior. Sin embargo, en Showroom esa operación narrativa no termina de concretarse y el film da un giro excesivamente introspectivo y focalizado en el personaje de Diego, sin desarrollar un universo potente alrededor de él, con lo que se distancia de manera casi absoluta del espectador. La película de Fernando Molnar, así, a pesar de la ajustada actuación de Peretti, también cae en una especie de alienación.

La tercera instancia de alienación se da en el mismo espectador, al que el distanciamiento de la puesta en escena termina aislándolo totalmente de la experiencia propuesta por el film, que no consigue hallar un puente genérico. No hay contagio ni inmersión dentro de un relato frío y hasta estirado a pesar de sus escasos 75 minutos. De esta manera, Showroom no consigue su objetivo, queda como un objeto inerte y hasta su obvia lectura social respecto a cómo lo laboral ocasiona quiebres en lo personal y familiar queda sin ningún efecto.