Showroom

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

Aspiraciones de un buscavidas

La primera ficción del documentalista Molnar es una comedia tan breve como oscura y cargada de veneno, en la que un ganapán se aliena con su trabajo al punto de llegar a creerse su propio eslogan: “La vida que soñaste ya no es un sueño”.
Una nota publicada el último domingo en el suplemento económico del diario La Nación le puso números a una de las características principales de los argentinos como es el sentimiento de pertenencia a ese magma ideológicamente volátil, intempestivo y flemático que es la clase media, señalando que ocho de cada diez se sienten parte, aun cuando los ingresos de varios de ellos estén por arriba o por abajo del promedio. Uno de los que creen que está pero en realidad no llega podría ser el protagonista central de la brevísima (apenas una hora y cuarto de metraje) Showroom. Debut en la ficción del hasta ahora documentalista Fernando Molnar (codirector de Mundo Alas y Rerum Novarum) y con un primer tratamiento de guión coescrito por él junto a Sergio Bizzio y Lucía Puenzo, el film comienza mostrando a Diego en plena acción laboral; esto es, controlando, resolviendo, ejecutando. Y también perdiéndolo todo cuando su jefe lo expulse de la empresa de organización de eventos argumentando la necesidad de un hombre con más fuerza y dinámica. “La noche te está consumiendo”, explica ante la mirada atónita de un Diego Peretti perfecto en las arenas de la comicidad deadpan.Puertas afuera, el panorama tampoco es del todo alentador, con deudas de varios ceros asfixiando su economía y un grupo de amigos más dispuestos a vanagloriarse en sus éxitos que en atender a las necesidades de los suyos. La familia tampoco ayuda demasiado: su mujer está muy cómoda en los avatares domésticos y siempre lista para reprocharle la pérdida de los bienes adquiridos. Individualismo, exhibicionismo, enrostre como síntoma de status y la satisfacción personal en tanto exista otro que pueda verla: cuatro ejes cargados de veneno que Molnar delinea en apenas quince, veinte minutos mediante un ojo atento al detalle y al gesto mínimo propio de quien se fogueó en el terreno del documental. Quizás en ese origen también se entienda la elección de una cámara pegada a su protagonista, acentuando la opresión ejercida por el contexto.Sin red ante el vacío, la salida llega con una oferta de un tío sobrador, manipulador y con un caudal de billetes lo suficientemente grande como para forrar a todos, incluso a su propio sobrino. La propuesta es laboral y locataria, ya que al trabajo en un showroom de una torre en construcción en Palermo le suma el préstamo de una casa en el Delta, con las largas horas diarias en lancha que esa ubicación conlleva. Mujer e hija, claro, prodigan berrinches y puteadas, colocando a Diego en un punto de no retorno en el que los ámbitos sociales, familiares y laborales no ofrecen contención. Esto obliga a dejar de lado la presentación de un universo cuya pregnancia invita a quedarse a vivir como elogio. El de Showroom, por el contrario, repele al espectador a fuerza de desencanto y crueldad, volcándose definitivamente a la oscuridad cuando su protagonista convierta ese trabajo meramente ganapan en una obsesión, alienándose con el concepto de venta del complejo (“La vida que soñaste ya no es un sueño”) y, claro, con la idea de conseguir comisiones para invertirlas en una casa propia.Película de oposiciones y contrastes entre realidad y aspiración (ver la plasticidad manifiesta del showroom), sus apuntes sobre el mundillo laboral y la competencia con otro vendedor remiten a un absurdo digno de un Mike Judge menos explosivo, más sereno. La oscuridad, a su vez, a una comedia negra de Danny DeVito. Lástima que sobre el final Molnar acentúe la parábola de la historia planteando un juego de espejos evidente y predecible, dando la sensación de que Diego era menos un personaje que un vehículo para mostrar las penurias autoimpuestas de aquellos quieren ser y no son.