Shame: sin reservas

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

DRAMA LUSTROSO Y CONTRADICTORIO

Mucha agua ha pasado bajo el puente desde que, cuarenta años atrás, algunas películas de Ken Russell, Pier Paolo Pasolini o Bernardo Bertolucci escandalizaban abordando la sexualidad con franqueza. Sin embargo, todavía hoy una película como Shame despierta rumores y expectativas por contener escenas eróticas y desnudos. Mientras puede discutirse si el cine (o el público) no ha madurado lo suficiente, o si ciertos temas atraen más allá del paso del tiempo, vale la pena señalar una diferencia: si en la trilogía de la vida de Pasolini o en Último tango en París, por ejemplo, era posible encontrar una visión personal, una claridad conceptual y una coherencia estética con el asunto abordado, en Shame las cosas no están tan claras.
El film de Steve McQueen (1969, Londres, Inglaterra) –cuyo incomprensible subtítulo Sin reservas parece un guiño sobre su calificación– es un saludable intento de reflexión sobre la soledad en las grandes ciudades, los problemas que anidan tras una fachada de éxito y seguridad, el contraste posible entre una activa vida sexual y una placentera vida afectiva, en definitiva el individualismo en una sociedad que prepara para el placer rápido y no para la comunicación sincera con el otro.
Pero por ser (o pretender ser) un drama sobre un tema complejo, su planteo argumental es demasiado simple: un joven que vive con culpa su tendencia a satisfacer sus deseos sexuales compulsivamente recibe imprevistamente de visita a su hermana (Michael Fassbender y Carey Mulligan, ambos notables), que lo lleva a enfrentarse con su egoísmo, lo que deriva en una hostilidad con consecuencias trágicas. No hay mucho más que eso, y si asoman otras cuestiones, como ligeras insinuaciones de incesto, éstas parecen provocaciones estériles (algo similar, aunque con protagonista femenina, ocurría en la holandesa Hemel, vista en el último BAFICI).
Por otra parte, McQueen registra esta suerte de círculo vicioso con glamorosa frialdad, por lo que cuesta involucrarse en los sufrimientos de los personajes. Apunta a la frivolidad en las relaciones y conversaciones pero, al mismo tiempo, se deja deslumbrar por los ambientes refinadamente iluminados y amoblados en los que éstos se mueven. Todo luce demasiado lustroso y calculado: desde una curiosa interpretación de New York, New York a cargo de Mulligan (que suena a aditamento cool) hasta las escenas de desnudos frente a enormes ventanales hacia la calle.
En un momento el joven inicia una relación con una compañera de trabajo que no prospera, pero si esta secuencia genera algo de humanidad o calidez es sólo por el esfuerzo de los actores, obligados a mantener un diálogo bastante elemental frente a una cámara inexplicablemente pasiva. Cuando en una escena de sexo con prostitutas, sobre el final, la música y el rostro de Fassbender parecen indicar que se trata de un escapismo angustiante, la edición y la luz –cercanas al estilo de los productos de Zalman King– sugieren lo contrario. Y cuando en un momento de bronca el protagonista, enfundado en su jogging, sale a correr por las calles de Nueva York, un elegante travelling lo acompaña sin dramatismo alguno, como si sólo importara mostrar la ciudad de noche con criterio decorativo.
Es cierto que en el anterior largometraje de McQueen, Hunger (2008), también había una planificación meticulosa, pero en ese caso resultaba eficaz por una estructura narrativa mucho más precisa. Aquél no tenía música, mientras que Shame se apoya demasiado en la que compuso Harry Scott, severa y pretensiosa (y ocasionalmente similar a la de Hans Zimmer para La delgada línea roja).
Y a propósito de Hunger, una última reflexión. Mientras la limitación impuesta por la cadena de cines Cinemark a Shame (no permitiendo en ninguno de sus circuitos la proyección del film por su contenido erótico) despertó cierto revuelo, la multipremiada y excelente Hunger, que se ocupaba de un activista irlandés dispuesto a resistir heroicamente una huelga de hambre en los años ’80 (cuya muerte fue minimizada por la entonces Primera Ministra Margaret Thatcher), nunca se estrenó comercialmente en Argentina. Es otra forma de censura, pero nadie protestó por ello.