Shame: sin reservas

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Vergüenza (debería darte)

En el fondo de Shame late una historia: la de un hombre hastiado, disconforme, inhabilitado para funcionar dentro de los parámetros estrechos de la vida diaria que el mundo le impone. Probablemente un caso patológico, pero en el que la enfermedad se despliega como una vía de escape posible. Solo que a fin de cuentas no hay escape. En verdad, Shame hereda un pesimismo realista que parece aceptar a regañadientes, con el único fin de ejercer mejor la reconvención moral mediante las piruetas automáticas del guión. En la superficie lustrosa de la película, lo que hay es una disposición incincera de escenas sin mayor hilación ni contundencia, donde el efecto artístico reemplaza al cine por el camino de la presunta belleza fotográfica (el director Steve McQueen se solaza especialmente en las vistas nocturnas de Nueva York), sumada al énfasis dramático del primer plano y al auxilio incesante de la música con cuerdas digitales.

En los primeros minutos de Shame, el protagonista se pasea en pelotas delante de cámara, a modo de engañoso adelanto del raid sexual de cotillón que el personaje realiza en la película y preparando quizá al espectador para una sensación de caída y derrota que se acentúa con los comentarios musicales de inspiración clásica y con las morisquetas estólidas del actor que lo encarna. La seguidilla de planos en loop del hombre encerrándose en el baño de su casa parece destinada a remarcar el carácter sin salida de su pasión. Cuando, en una escena lo más ridícula imaginable, capta con la mirada la atención de una chica en el subte, la sigue y termina perdiéndola entre el gentío, un plano lo muestra metiéndose apresuradamente en el baño de la oficina. Shame es una película menos sexual que pajera en el sentido estricto de la expresión.

McQueen no se conforma con eso, sin embargo, ese deambular entre placeres furtivos y pasos de seducción truncos con fuerte carga moral encima. A su solitario protagonista le agrega una hermana díscola que está sola en la gran ciudad y que le cae como de regalo en el departamento. No se sabe del todo qué clase de infancia tuvieron juntos en su pueblo natal, pero las invocaciones sentimentales de la chica a alguna clase de sufrimiento pasado le agregan a la historia un toque de psicología al paso. Cuando el tipo la mira cantar en un boliche le cae una lágrima rodando por la mejilla; después sufre como un loco cuando oye sus maniobras sexuales con un amante ocasional, que resulta ser el jefe de él. Shame amaga por un instante con indagar en la relación entre erotismo y poder pero se decanta enseguida por la solemnidad de su proposición inicial, en la que el sexo resulta insuficiente para paliar la soledad y la alineación y se transforma en condena de manera sumaria. McQueen es alguna clase de artista visual antes que director de cine. La increíble falta de timing narrativo, la carencia absoluta de imaginación, la torpeza y la moralina parecen residuos de un cine al que se accede sin curiosidad ni mayor interés que el de destilar de allí un mensaje previamente establecido y legitimado.