Shalom Taiwán

Crítica de Matias Seoane - Alta Peli

Sin deuda no hay proyectos

El rabino Aarón es un hombre ambicioso, de sueños grandes. Está dispuesto a dejar todo por hacer crecer el templo y las tareas sociales que lo rodean, en parte porque siente que su mentor le dejó unos zapatos muy grandes para llenar cuando quedó a cargo de liderar su comunidad y todo lo que eso representa.

Con esta meta se embarcó en un gran proyecto de renovación y ampliación del edificio. Un sueño solo alcanzable tomando una deuda importante con un financista, quien a pesar de haberle prometido ser flexible para renegociar cuando llegara el momento, al acercarse la fecha del vencimiento reclama cobrar el monto completo sin dejar margen para demoras, porque la situación económica ya no es la misma que cuando hicieron el acuerdo.

Con la misma crisis como excusa, los donantes habituales han dejado de aportar y el rabino no ve forma alguna de evitar que el edificio del templo sea ejecutado como garantía de la deuda. 

Cuando ya está desesperado y a punto de rendirse, un amigo le acerca un plan bastante improbable pero que es su última carta para jugar: contactarlo con una comunidad judía en Taiwán que según él es muy adinerada, gente que sería capaz de ayudarlo a juntar esa gran suma rápidamente. Sin perder tiempo se embarca en un viaje al otro lado del mundo, desde donde se ve forzado a poner en perspectiva muchas de las acciones que la llevaron a ese punto, especialmente las que le hicieron descuidar a su familia.

Sentarse más arriba que el mimbre

Con casi todo el peso dramático sobre sus hombros, y un elenco de secundarios que apenas se desarrollan porque están para apuntalarlo, si hay algo que sostiene a Shalom Taiwan es su carismático protagonista; el optimismo y la pasión del rabino Aarón (Fabián Rosenthal) alcanza para sostener una trama bastante sencilla que alterna entre la comedia familiar y el panfleto turístico mostrando las postales de Taiwan, mientras se dirige a encontrarse con sus posibles benefactores.

Sin muchas vueltas narrativas ni pretensiones visuales, esta «Luna de Avellaneda kosher», con choque cultural incluido, resulta divertida de un modo bastante tierno y familiar, pero por sobre todo neutro e incapaz de molestar a nadie. El conflicto externo se va desarrollando prácticamente solo, empujado por la inercia mientras progresa el interno, el que verdaderamente termina importando al personaje como para que se replantee sus prioridades en la vida cuando todo eventualmente lo sobrepasa. 

Lo que le juega un poco en contra aShalom Taiwan más allá de su simplicidad, es que en cierto punto se siente fragmentada, poco cohesionada entre lo que sucede en Asia y lo que vemos de Buenos Aires. Parece tener muchas cosas para decir, pero ninguna intención de profundizar en alguna; la mayoría pasan de largo insinuando potencialidades que no van más lejos que eso.