Intervención divina La ama de casa casi indigente que pintaba poseída por una vocación divina, que fue descubierta por un coleccionista alemán, que luego enloqueció, que murió en un hospicio en 1942 y que hoy es reconocida en los grandes museos del mundo. Esa podría ser la sinopsis de Séraphine, biopic sobre Séraphine de Senlis coescrita y dirigida por Martin Provost que cautivó a los franceses (casi un millón de espectadores y 7 premios Cesar, incluidos los de mejor película y actriz para Yolande Moreau) y que ahora llega a los cines argentinos. Séraphine es de esas películas que -como crítico y como espectador- no me dejan demasiado margen para el análisis. Aprecio sus méritos (tanto lo que consigue como lo que elude), pero al mismo tiempo no puedo dejar de ver ciertas limitaciones de esa corrección propia del qualité . Que la historia tiene aristas fascinantes (las cuestiones de clase propias del convulsionado período de entre guerras, la vocación religiosa ligada a la creación artística), que Provost sostiene la narración con una rigurosa puesta en escena y sin caer en lugares comunes ni los golpes de efecto propios del subgénero biopic, que la belga Moreau (esa querible regordeta vista en Sin techo ni ley y en la reciente Mammuth) está impecable, que la reconstrucción de época es digna de los mejores profesionales del cine francés... Todo eso es cierto y hacen de Séraphine una película valiosa y recomendable. Pero -quizás por la sobrecarga de "impecables" films franceses sobre artistas torturados- Séraphine también me generó por momentos cierto fastidio, unas ganas íntimas de gritarle al director que se "desbocara", que "enloqueciera" un poco como su mística heroína y saliera de esa perfección que resulta casi conservadora. Dicho esto -algo personal- vuelvo a reconocer los no pocos méritos (visuales, narrativos, técnicos) de un film que puede no sorprende, pero que al mismo tiempo resulta incuestionable.
La pintura en movimiento Varias son las películas que abordaron la vida de pintores famosos, pero pocas supieron recrear o transmitir de manera interesante dichas historias, tal es el caso de Muerte en Venecia (1971), adaptación que hizo Luchino Visconti de la novela de Thomas Mann, Pollock (2000) con Ed Harris que narra la vida de este genial pintor, precursor del expresionismo abstracto y la adaptación biográfica más explícita que fue Frida (2002), de Julie Taymor, sobre la vida de la mexicana Frida Kahlo. Esta nueva producción, basada en la biografía de una pintora naïf conocida como Seraphine de Senlis, narra la historia de una sirvienta de pocos modales y pasado incierto que comenzó a pintar de grande y cuya obra trascendiera en el periodo de entreguerras, volviéndose una de las representantes de la pintura Naif. Una historia sencilla, estructurada en tres partes, que sirve de disparador para la excelente actuación de Yolande Moreau y una sorprendente puesta en escena. La actriz y directora belga, recientemente premiada con un Cesar a la mejor actriz por su papel en este film, logra componer de forma extraordinaria un personaje que manifiesta en la pintura su carencia afectiva y locura inminente. Basta una mirada, en algunas tomas, para transmitirnos cierto alo de locura e impotencia en su personaje, que en varias oportunidades recurre a un sutil humor para afrontar sus tragedias. Un personaje incomprendido por la sociedad, con la particularidad de aquel grupo de artistas denominados naifs que concebían el arte como reflejo de la tranquilidad y despreocupación interior, donde el hombre era representado en sus tareas normales y el tema de la fatiga se convertía en motivo de inspiración, hecho que sale a relucir en varios fragmentos del film. Un relato cuya puesta en escena pareciera ser una sucesión de cuadros que recrean Con asombrosa fidelidad, temáticas propias del naturalismo con la simetría y perfección de las reglas impresionistas. El manejo de la luz, la proporción y ubicación de los objetos dentro del cuadro, y los movimientos de cámara logran construir en cada plano verdaderos cuadros pictóricos. Cierta prolongación innecesaria del relato, sobre lo que fueron los últimos días de la artista en el manicomio, hace decaer un poco sobre el final un film que centra sus atributos en la estética, la interpretación de su personaje principal y el interesante uso de los, silencios y la música.
Elogio a la locura Séraphine es la tercera y premiada película de Martin Provost, acerca de la extraña y fascinante vida de una misteriosa pintora de entreguerras, cuya particular forma de pintar aportó renovación al arte pictórico. La vida de Séraphine de Senlis, una mujer nacida en 1864 que fue pastora, luego ama de casa y, finalmente, pintora antes de hundirse en la locura, es narrada por Martin Provost en un film que recrea la peor época de una Europa apocalíptica. El film de Provost, premiado con siete premios Cesar de la academia francesa, se puede apreciar de dos maneras diametralmente opuestas. La primera sumamente superficial, propone una lucha constante entre la burguesía y los prejuicios de la época. Mientras que la segunda visión, mucho más ajustada, es la que permite entender al film como una exploración de la mentalidad de una mujer rural, marginada y áspera, que no obstante cuenta con el don de pintar de una manera sorprendente. La historia es narrada de manera eficaz utilizando el recurso de la elípsis fracturada, algo que convierte a Séraphine en una arrebatadora película redentoria acerca de los insondables abismos que circundan los instantes que unen la locura con la realidad. Sencilla en apariencia, pero sensible en sus formas dando espesor a un personaje inclasificable, Séraphine es una propuesta tan extraña como apasionante y misteriosa.
La menos pensada La vida de la sirvienta que se convirtió en expresión de la pintura naif, con actuaciones memorables. De rodillas, Séraphine friega los pisos. Ronda los 50 años y lo hace con ahínco, hasta se diría que con ganas. Las mismas con las que, también arrodillada, pinta sobre un lienzo en la habitación que en Senlis, un pueblito a 40 kilómetros de París, debe dos meses de alquiler. Corren los años '10 y, quebrando todos los prejuicios y superando las burlas que nunca le importaron demasiado, Séraphine Louis se convirtió en una artista. Basada en la historia real de quien luego sería conocida como Séraphine de Senlis, se gana la vida como puede. Y pinta con lo que tiene a mano: ella misma fabrica los colores, con la cera derretida de las velas, la sangre en que se encuentra un hígado, algunas raíces de un riacho. Es que Séraphine pinta no por dinero, aunque cuando por primera vez sube a un automóvil, sueña con el que se comprará cuando sea famosa, sino que expresa en los lienzos con su mirada naif lo que su ángel guardián le dicta. Su obra tiene mayormente arreglos florales llenos de fantasía o se nutre de naturaleza muerta. Emotiva, con una interpretación mayúscula de Yolande Moreau, Séraphine es el retrato de un personaje solitario, recortado entre el comienzo de la Primera Guerra Mundial -en gran parte-; luego en 1927, cuando Wilhelm Uhde (Ilrich Tukur, de Amen, de Costa-Gavras), el crítico y coleccionista alemán que rentaba la pieza que limpiaba la artista, que emigró a su tierra al empezar la Guerra regresa y la reencuentra; y años más adelante, cuando la salud de Séraphine desencadene el drama. Séraphine tiene su ritmo, impuesto por el director Martin Provost. Tras una primera parte de presentación, hacia el final desbarranca casi abruptamente. La belga Moreau (la portera de Amélie, Sin techo ni ley, de Agnès Varda) tiene una expresión exacta para cada estado de ánimo de su personaje. Rústica, simpática, entrometida o tímida, su Séraphine es una ilustración compleja de una mujer con un mundo propio. No hubiera estado mal caracterizarla mejor según pasan los años. Multipremiado, ganador de 7 César, es un título que engalana a la cinematografía francesa.
El arte y la locura, en un retrato conmovedor La historia de Séraphine Louis, según Martin Provost El mundo que la rodea no ve en Séraphine sino a la mujerona callada y tosca que friega los pisos y se atarea en la cocina, la que se encorva en la ribera para enjabonar sábanas y de vez en cuando se queda ensimismada disfrutando del viento, caminando entre flores silvestres, abrazada al tronco de los árboles o deleitándose en el agua fresca del río. A veces también canta, en las ceremonias de la iglesia o sola, en su humilde cuarto, por las noches. Es para ellos apenas un personaje raro, excéntrico, quizás algo patético. Ignoran que en su interior bulle una pulsión irresistible, una intensa urgencia creativa a la que ella responde en noches de afiebrada actividad, transfigurando con sus encendidos colores flores, frutos, canastillas, ramilletes que brillan como estrellas o cuerpos celestes en pinturas casi alucinatorias. "Tus flores se mueven, son aterradoras", dirá alguien, cuando ya su arte haya salido a la luz gracias a un coleccionista y marchand alemán -Wilkhelm Uhde, de significativa incidencia en la carrera de Henri Rousseau-, que descubrió sus obras cuando en 1914 se hospedó por un tiempo en la casa donde Séraphine trabajaba como asistenta. Los ángeles guiaban sus manos -decía ella-; el arte suele ser una suerte de iluminación, una gracia que puede recibir el espíritu más basto o el más inocente, y está muchas veces muy próximo a la locura. Pero tal como la presenta Martin Provost, con su lenguaje austero, conciso y sutil y sus imágenes plenas de belleza pictórica, la historia de Séraphine Louis (o Séraphine de Senlis, como suele ser citada) no es otro retrato de una artista torturada ni pretende explicar el fenómeno de su creatividad visionaria; nada hay aquí de melodrama ni de misterio develado. Sólo se quiere mostrar la turbulencia espiritual que consumió a la artista (a la que Uhde prefería llamar primitivista moderna y no naïve), fallecida en 1942 en un manicomio. Provost lo consigue al tiempo que describe, en una precisa sucesión de significativas escenas de su vida, el interrumpido y complejo vínculo que la unió a Uhde. (El huyó de Francia al comienzo de la Primera Guerra y volvió sólo en 1927 para reencontrar a Séraphine en una etapa de madurez artística y creciente desconcierto emocional.) Pero tal logro no habría sido posible sin una actriz tan transparente como Yolande Moreau, que al traducir la exaltación sensitiva, la pasión y la simpleza de Séraphine con el cuerpo y la mirada más que con las palabras, construye un personaje hondamente conmovedor. Será difícil olvidarla.
Juana de Arco con pinceles Para narrar la historia de una artista que se adelantó a su época y que fue reconocida recién después de muerta, la película ganadora de siete premios César elige, en cambio, un modo de relato académico, que remite al cine novelesco de otras épocas. Hay una paradoja evidente en el centro de Séraphine, la película francesa que viene de arrasar en los premios César en su país, con siete estatuillas, entre ellas al mejor film y a la mejor actriz (Yolande Moreau), y que se constituyó en un importante éxito de público local, con casi un millón de espectadores. Por un lado, el tercer largometraje del director Martin Provost (desconocido hasta ahora en Argentina) se presenta como una celebración de una artista maldita, Séraphine Louis, mejor conocida como Séraphine de Senlis (1864-1942), una pintora que se adelantó a su tiempo y fue reconocida recién después de su muerte, ocurrida en la soledad de un manicomio. Pero por otro, esta moderna avant la lettre recibe un tratamiento cinematográfico tan correcto como académico, que se diría poco tiene que ver con la materia de su arte, con la salvaje explosión de sus colores y texturas. En defensa de la película de Provost acude quizás el hecho de que Séraphine, a pesar de haber sido contemporánea de las principales vanguardias de comienzos del siglo XX, nunca siquiera las conoció. Mujer de origen campesino, criada en un orfanato de monjas, fue durante casi toda su vida, hasta entrada la vejez, lavandera y femme de ménage de la pequeña burguesía de Senlis, un pueblito en las afueras de París, ciudad que nunca llegó a pisar. De noche, exhausta por el trabajo cotidiano e iluminada apenas por el brillo de un par de velas, se sentía sin embargo compelida a pintar, impulsada por voces divinas, como si fuera una nueva Juana de Arco que hubiera cambiado la lanza por los pinceles. El film de Provost describe esta doble, esquizofrénica rutina cotidiana, pero pone el acento en la relación de Séraphine con Wilhelm Uhde, un crítico de arte y coleccionista alemán que se tropieza con sus pinturas por casualidad, cuando descubre que la mujer que limpia, cocina, lava y plancha en su casa es también la autora de unas pequeñas piezas en madera donde la naturaleza –flores, frutos, nervaduras– parece cobrar casi tridimensionalidad en su apogeo cromático. Corre, sin embargo, el año 1914 y la presencia de un alemán en plena campiña francesa, justo en el momento en que asoma la Primera Guerra Mundial, hace imprudente la permanencia en Senlis de Uhde, quien junto a su hermana alcanza a huir a través de la frontera suiza mientras a su espalda la noche se ilumina de rojo por el fragor de la batalla. El reencuentro de ambos personajes se producirá recién casi tres lustros más tarde, cuando Uhde vuelve a instalarse en Francia y, para su sorpresa, se vuelve a topar con Séraphine, a quien creía ya muerta. Por el contrario, la producción de esta pintora ingenua –“No me gusta el término naïve, prefiero llamarlos ‘primitivos modernos’”, se queja Uhde, cuando los diarios parisienses empiezan a dar cuenta de otro descubrimiento suyo, el Aduanero Rosseau– ha crecido no sólo en número, sino también en tamaño, con telas de hasta dos metros de altura. El nuevo impulso del coleccionista, sin embargo, no hará sino confundir aún más a Séraphine, que junto a sus voces interiores también escuchará la necesidad de ser reconocida y de compensar todas las privaciones que sufrió en su vida, subsanándolas con unos lujos que Uhde no alcanza a sostener. De estructura deliberadamente novelesca, la película de Provost se diría que encuentra sus límites en el personaje mismo que elige como primer motor. A Séraphine la impulsa un éxtasis místico que el film nunca elige hacer suyo, como si el director prefiriera identificarse, en cambio, con el tímido agnosticismo del coleccionista, que reconoce el talento pero nunca se atreve a asomarse al misterio. Allí radica la diferencia entre un director apenas eficaz y competente, un ilustrador, como Provost, y un auténtico creador, como lo prueba otro francés, Bruno Dumont, con la inminente Hadewijch, en la que el autor de La humanidad abraza la locura mística de su protagonista sin por ello sacrificar un punto de vista crítico. En este sentido, el trabajo de la actriz belga Yolande Moreau (un rostro que aparecía en Amélie, entre muchos otros papeles secundarios del cine francés de la última década) se convierte en uno de los pilares de Séraphine, porque debe compensar con su histrionismo –siempre sobrio, medido, hay que reconocerlo– la pasión de la cual la película carece. Por su parte, Ulrich Tukur (el oficial de la Stasi en La vida de los otros) aporta sutileza y profundidad en un personaje más bien opaco. En un papel menor, como la madre superiora, los cinéfilos reconocerán bajo los hábitos a Françoise Lebrun, una de las musas eróticas de Jean-Pierre Léaud en La maman et la putain (1972) y que el año pasado vino a presentar la retrospectiva Eustache en el Bafici.
Genio y locura según una gran actriz Sorpresa en los premios César –esos equivalentes franceses de los Oscar–, Séraphine es de esos films que gusta a quienes quieren sentirse inteligentes y cultos por un rato. Anótese como curiosidad, no como demérito: la película cuenta cómo una mujer simple, una señora que se dedica a limpiar casas a principios del siglo XX, es, en realidad, una artista genial, una pintora intuitiva descubierta por un gran marchand. El film, con precisión fotográfica, narra la historia de modo efectivo y a veces efectista: trabaja la actuación a partir de cierto naturalismo (que termina sobreactuado) bien enmarcado en selectos lugares comunes de la Francia no urbana. Por supuesto que, dado que la historia transcurre con la Primera Guerra Mundial en el medio, hay también alusiones a la época, reconstrucción perfecta de autos, casas y calles, mención a otros pintores. Bueno, lo lógico y sin grandes sorpresas. El otro punto importante es cómo retratar la relación entre el genio y la locura. Ambas cosas, se sabe, son accidentes del intelecto y están muy próximas. En el caso de Séraphine –el personaje, esa mujer simplísima tocada por el milagro atroz de su talento–, es responsabilidad de la intérprete (una excelente Yolande Moreau) hacernos comprensible esa relación. En su Séraphine de Senlis, un ser que incluso si existió en el mundo “real” hay que crear casi de la nada, se traduce con precisión esa línea delgada. Es cierto que, en ocasiones, sus gestos o su rostro parecen caer dentro del lugar común del artista ingenuo y enajenado, pero también que incluso en esos planos, a veces impúdicos, nos convence de que su personaje está vivo. En cierto sentido, la gran diferencia entre Séraphine y Transformers es que, siendo ambos films de diseño que siguen una receta, en el primero alguien tuvo la amabilidad de darnos un condimento humano que nos permita creer en lo que vemos. En este caso, fue la actriz: el realizador Martin Provost es, apenas, un regista profesional que trata de hacer pasar por bonito lo que, en el fondo, requiere el aliento de lo trágico.
Bueno pero no suficiente Me acuerdo que una vez tuve un novio perfecto. Este buen hombre se dedicaba y le gustaban las mismas cosas que me gustaban a mí. Era apuesto, decente, trabajador, bastante gracioso y divertido. Y, por si fuera poco, me aceptaba tal cual soy. Lo cierto es que Séraphine es como uno de esos novios agraciados que lo tienen todo. Yolande Moreau y Ulrich Tukur –ignotos por estos lares- se lucen con dos sobrias actuaciones que tienen el buen tino de no caer en excesos ni en lugares comunes propios de sus personajes. La iluminación, la fotografía, el vestuario y las locaciones funcionan de maravillas a la hora de recrear los contrastes entre la realidad y la vida interior de la protagonista. El mismo Provost cuenta no haber usado colores cálidos en la puesta, precisamente para contrastar la realidad exterior con la paleta de la artista plástica que vendría a ser expresión del agitado mundo interior de la protagonista. Una dirección correcta desde donde se la mire para contar la interesante historia de Séraphine de Senlis, una mujer huraña y anómala, gran amante de la naturaleza -convengamos que no podía ser amante de ninguna otra cosa viviente- que troca plumero por pincel. La pregunta es si ser correcto es necesariamente una virtud. La corrección y la frialdad a tlejan a Seraphine de cualquier concesión dramática gratuita tanto como de cualquier tipo de sensibilidad. Las actuaciones serán muy brillantes pero nada pueden hacer ante unos personajes que no generan ninguna clase de empatía. Más que una buena pintura, parece un primer boceto que se queda a medio camino a la hora de transmitir una idea. Algunos de los tantos temas que plantea (la inspiración divina, la marginalidad del artista, el concepto de Arte, la locura como lugar de la creatividad, etc.), aunque anacrónicos, podrían ser interesantes si hubiera podido profundizar, por lo menos, en alguno. La película termina convirtiéndose en una serie de temas importantes más o menos pespunteados. De mi novio perfecto, al tiempo, me aburrí, y lo cambié por uno que terminó apuntándome con un revolver. Séraphine es algo así como mi ex novio: correcto a la distancia y sin eso que le dicen “pasión”.
Es difícil satisfacer a los críticos. Para ser crítico uno debe leer otras críticas… Sí, está bueno ser el primero, en publicar. No tener influencias. Pero a veces también sirve para disentir. Tener una referencia, es interesante para saber que puntos de vista compartir y cuáles no. Realmente me cuesta entender la frialdad con la que Seraphine fue tratada por los “especialistas argentinos”. Seraphine Louis fue una artista muy particular. Desde el pequeño pueblo de Senlis donde vivía limpiando pisos, cocinando, lavando sábanas de hosterías y la burguesía francesa, Seraphine, esta mujer silenciosa, de mirada atenta, solitaria, en su tiempo libre, hacía retratos increíbles, bellísimos y muy adelantados para la época, de vanguardia, de la naturaleza. Seraphine estaba influenciada por dos elementos: una supuesta voz divina, que le dijo de la noche a la mañana que debía pintar… y por la naturaleza, que la inspiraba y le daba los elementos concretos en donde fijara su vista. Seraphine se entendía con el cielo, las nubes, los árboles, el pasto. Ante los ignorantes e ingenuos ojos de la sociedad, Seraphine, era una mujer extraña, una loca. Seraphine pintaba con los colores que podía conseguir y ahí rebosaba su magia. Martin Provost decide que su película este vista desde los ojos de la artista, y también del hombre que la descubrió: Wilhelm Udhe, un coleccionista alemán, descubridor de pintores como Henri Rousseau, y defensor del primer Pablo Picasso. Udhe se refugia en Senlis para no tener que participar de la inminente Primera Guerra Mundial. Seraphine limpia su habitación, y por pura casualidad, Udhe empieza a descubrir su magnífica obra, por lo que hace lo imposible por comprar cada pintura que realiza y darla a difundir. Pero Alemania ingresa en Francia y tiene que escaparse. La segunda parte de la película, nos muestra el regreso de Udhe varios años después y la manera en que modifica la vida de Seraphine, que pasa de ser una empleada doméstica a una mujer, que a los 55 años, podría empezar a vivir como una aristócrata. La crítica ha dicho que la película tiene una formación académica, y no trata de meterse en la cabeza y las fantasías delirantes del personaje, que no trata de explorar su perfil “divino”. En principio, pienso que tratar de meterse dentro de las visiones y la locura de un artista, imbuirse de la estética y los colores de las pinturas del personaje, está muy visto. El mejor ejemplo sigue siendo la visión de John Huston sobre la vida de Henri Toulousse Loutrec en la original y hermosa Moulin Rouge (1956). Donde sin ser obvio y no subrayar las pesadillas interiores del personaje con la estética, Huston, le daba a su película una visión similar a las pinturas del artista. Dicha elección de vincular estética de las obras con la película en sí fue imitada innumerables veces, desde versiones burdas y aburridas hasta otras interesantes, pero no trascendentes. En cambio, con Seraphine, Provost no imita el estilo de su artista, sino que se basa en las obras de otros artistas contemporáneos o previos a Seraphine para mostrar el universo en que el personaje se mueve. Por eso, el tratamiento impresionista o post impresionista para retratar los paisajes y campos que recorre Seraphine, alejado de cualquier locura o pesadilla interna, transmite la tranquilada que caracterizaba al personaje en su cotidianeidad. Los interiores tienen un remanente barroco, donde el director aprovecha de forma bella y creíble a la vez, la luz que entra por ventanas, como si se tratara de pinturas del siglo XVIII o XIX. Lo académico del tratamiento es confundido por la falta de educación pictórica de los “críticos”. Provost, decide ser clásico, usar un ritmo lento, mas un montaje dinámico, tonos austero, nunca meloso, ni exagerado. Nunca la película se convierte en un melodrama telenovelesco. El director decide que los actores, la maravillosa y natural Yolande Moreau, y el versátil, siempre creíble, tranquilo y austero, Ulrich Tukur, lleven la intensidad de este drama, sin que se les mueva un pelo, sin forzar sentimientos, ni acciones. El encanto y química de la pareja se da en las sutiles oposiciones externas de los personajes. Él, un alemán rígido, ordenado, aristócrata y pulcro. Ella, una mujer desliñada pero educada. La relación de ambos, que no admite una segunda lectura, debido a que él nunca ocultaba su homosexualidad ante su grupo social, pero fue la razón por la que fue perseguido durante el nazismo, es bella por la distancia que mantienen, por la independencia y por la convicción interna de cada uno. Si bien es cierto que a medida que la vida de Seraphine se va apagando, la película decae un poco, y que algunas subtramas secundarias (la relación de Udher con un joven pintor enfermo) no termina por interesar ni introducirse demasiado en la historia y de Udher para formar un mejor perfil del personaje, Seraphine es una película cálida, de un encanto interno propio, independiente del personaje a nivel estético, con excepcionales interpretaciones, sutiles, austeras, naturales. Un retrato respetuoso, sin grandilocuencias heroicas ni juicios de valor sobre sus creencias, sobre una artista que en vida nunca tuvo el reconocimiento merecido. Por suerte, en Francia, la película fue reconocida como la mejor del 2008. Espero que algún día, ciertos “críticos profesionales” puedan salir de su ideología estancada, y entiendan que cada obra es independiente como cada pintura, y la elección estética de un realizador no siempre debe ir de acuerdo a una “tendencia”.
Convencional retrato de una mujer extraordinaria. Seraphine Louis o Seraphine de Senlis, como se la conoció después de su muerte, en 1942, era una mujer que pintaba. Esta es, en primera instancia, la manera en que Martin Provost decide articular el relato sobre su vida. Porque aun pudiendo acrecentar recursos melodramáticos, resaltando la historia de la mujer pobre que friega las suciedades ajenas y sufre durante el día, mientras que a la noche despliega su arte magistral, el director prefiere contar esto mismo, priorizando la identidad de Seraphine como una mujer sencilla, algo extraña, en especial por su sensible contacto con la naturaleza. Mujer sencilla así descripta, que a la noche pinta por su propio y puro placer. (Anticipo que este inicial planteo narrativo irá perdiéndose a medida que avance el relato). Al evitar centrar la narración en la tradicional idea del artista brillante y loco, que pugna entre el ajuste a lo social y su vuelo personal, que lo enajena del resto del mundo, la película sorprende al comienzo. Seraphine es una mujer con una fuerte personalidad y un deseo intenso. Con una sensibilidad asentada en la relación epidérmica con lo natural, lo que le permite encontrar en esa vegetación su paleta pictórica. Con un cuerpo dado a las sensaciones táctiles. Descubiertas sus pinturas, modernas para esa segunda década del siglo XX, por un marchand alemán, William Uhde, ella comenzará a construirse a sí misma como una pintora, en un sentido más convencional. Y la propuesta del realizador también tomará este tono. La historia del mundo entre 1914 y 1933, con una guerra mundial y la crisis del ’29, más la historia de su misticismo creciente, marcarán el camino de esta mujer tan particular, y a la vez tan cercana al estereotipo del artista enajenado (y el director parecerá elegir más este carácter, que sus particularidades). La película está sostenida especialmente por la actuación insoslayable de Yolande Moreau. El trabajo de esta actriz es intenso, comprometido, profundo. El interior complejo de esta mujer empujada a la pintura por una señal mística, parece reflejarse en los ojos de la corpulenta Moreau. Su cuerpo, pesado, torpe, incómodo incluso para los otros, marca el desarrollo de la vida de Séraphine. Sin este trabajo, la película sería probablemente menos que mediocre. Los problemas centrales de la realización están en los convencionalismos asumidos por el director, copiando un modelo que cuenta la vida de artistas plásticos, haciendo hincapié en los encuadres, en el tratamiento plástico del relato y la centralidad del individuo, su genio y sus excentricidades. El relato carece de sentido del ritmo, es ciertamente monocorde y cansino. Tal vez falta, hacia el final especialmente, una mirada más compleja sobre la evolución del personaje. Y si bien Provost propone una banda de sonido que contiene elementos de ruptura, en relación con el modo en que se estructura el relato, se pierde y no alcanza la potencia que podría haber tenido para hacer más compleja la mirada, si se hubiera articulado dialécticamente con la imagen. Seraphine es una película convencional que cuenta la historia de alguien nada convencional. Es de aquellas que aman unos y odian otros. Es una historia real de una artista plástica sorprendente, generalmente desconocida. Es un drama histórico, de los que hemos visto varios. Es una película con un tratamiento plástico cuidado y bello, pero remanido. Tiene una actuación excelente, pero centrada en la idea del artista genial y místico, como siempre se ha contado. Está en ustedes, lectores atentos, si será o no de su interés.
Entre el cielo y la tierra El nombre y la obra de Séraphine Louis (1864– 1942) alcanza la categoría de descubrimiento para el gran público, gracias a la biografía que filmó Martin Provost. En Séraphine, la actriz belga Yolande Moreau se adueña del ritmo del relato, en el que predominan las imágenes, y va construyendo un personaje extraordinario, místico, y con la rusticidad de la campesina que sirve en varias casas y el convento. Hay en Séraphine una invitación a entrar en el mundo de las sensaciones de esa mujer excepcional que pintaba porque se lo dictaban ‘de arriba’. La película comienza en Senlis, en 1914, poco antes de la Gran Guerra. En la campiña francesa Séraphine va descalza a todas partes y guarda su secreto. La mujer que se levanta al alba para asistir a la primera misa, trabaja con sus manos todo el día y toda la noche. Yolande Moreau se mueve volviendo macizo su cuerpo, habla poco y mira ávida, se come el aire, el sol, los árboles. Hay en el personaje unos ritos que se van profundizando hasta volver incompatibles el cielo con sus ángeles, y la tierra, con sus cuadros. Séraphine es descubierta por el marchand alemán, Uhde, que valora ese arte al que se niega a llamar ‘naif’. “Prefiero decir nuevos primitivos”, plantea señalando la explosión de color en los lienzos con manzanas, flores y árboles, logrados por la alquimia de elementos que le pone un sello único a las texturas. Ella comulga con los elementos, los pone en botellitas, los muele y mezcla. “Me asusta lo que he pintado”, dice, porque el arte es para ella la naturaleza misma. Contada en el periodo entreguerras, Séraphine además va mostrando los tabúes, la distancia con París, la lucha de la genialidad contra la tradición y, en general, el clima en el que Séraphine escucha el llamado de los ángeles, eso que para los demás es la locura. La película es de andar bucólico, pero con una tensión y una belleza que traen las preguntas del siglo XX al actual, celebrado por la fotografía de Laurent Brunet. Las actuaciones de Ulrich Tukur (Wilhelm Uhde, el mecenas) y Anne Benoit (su hermana) aportan el dramatismo que Séraphine combatió con sus visiones inocentes.
Los prejuicios naturales y bien fundados que surgen a la hora de enfrentarnos a un nuevo biopic se aplacan al saber que Séraphine se inscribe en una esfera de influencia que tiene grandes antecedentes como Camille Claudel de Bruno Nuytten o Van Gogh de Maurice Pialat, y desde allí intenta revelar las ansias de creación de su protagonista. En el comienzo, sólo vemos la silueta de Séraphine, su sombrero de paja negra, su paraguas y sus faldas que flotan en el viento. Poco a poco intuimos la pasión obsesiva que la habita. La seguimos recorriendo los bosques en busca de los pigmentos que luego usará para darle color a sus composiciones. Flores, frutos y hojas hallan bajo sus pinceles una nueva existencia, una nueva disposición, una estética inédita. Paradójicamente, el director encargado de llevar este salvaje estallido cromático a la pantalla es un mero ilustrador, un digno representante de aquel cine de qualité denostado hace más de cincuenta años. La suerte quiso que Séraphine fuera a trabajar a la casa del crítico de arte alemán Wilhelm Uhde, un hombre culto y adelantado a su tiempo que supo descubrir a varios precursores de la nueva pintura. El núcleo de la película es la historia de este encuentro intenso, aunque efímero a causa de la guerra, que le permitió a Séraphine escapar del eterno anonimato. A su vez, se ponen en contacto dos puntos de vista: el del coleccionista que ve en estos lienzos un lenguaje, una originalidad, una visión del mundo; y el de la mujer que, lejos de los conflictos y disputas del mundo artístico, encuentra en el acto de pintar una liberación. Martin Provost tuvo una fortuna comparable a la de Séraphine al encontrar a Yolande Moreau para que encarne a la protagonista de su película. La actriz alimenta la tragedia que subyace bajo la crónica histórica e introduce la desmesura necesaria para compensar un relato que por momentos se torna apático. Su rostro transmite la dulce locura de Séraphine: el azul líquido de sus ojos y la mueca que ofrece como sonrisa son difíciles de olvidar. La personalidad excepcional de Séraphine es minimizada por una puesta en escena demasiado fría, mezcla de naturalismo pasado de moda y sello histórico, que genera una distancia excesiva con el sujeto. El director no asume ningún riesgo, es incapaz de llevar algo del genio y la locura de la artista plástica a la realización. La película se sostiene sólo por la presencia de la enorme Yolande Moreau, que se agiganta a partir del momento en que se pone en evidencia el misticismo católico del personaje y deja al descubierto los dos estratos de Séraphine. La actriz pasa de uno al otro con una fluidez asombrosa y logra, ella sola, sacudir a una película indolente aportándole inquietud y extrañeza.
La sublimación del sufrimiento Séraphine es un film francés, que se llevó siete estatuillas en la pasada edición de los Premios César. Es la historia de una artista, que en vida permaneció en el anonimato y cuyo transitar por el mundo fue un drama, que culminó en un manicomio. En 1913 conoce como inquilino al coleccionista alemán Wilhelm Udhe, uno de los primeros compradores y críticos de Braque y Picasso. Este alquila un piso en Senlis, cerca de París, arribando a la casa para la cual ella trabaja. Por un acontecimiento particular logran establecer una comunicación inusual. Hasta que en una cena, él casualmente descubre una pintura de ella olvidada en el piso, con la cual queda maravillado. Desde ese momento establecen una relación de afecto y admiración recíprocos, que genera la propuesta de que se dedique sólo a pintar. Ese es el comienzo de una amistad y lealtad entre este marchante de vanguardia, fascinado por los pintores modernos e ingenuos, y una mujer solitaria cuya pasión es la pintura, contra viento y marea. Con una fotografía y una música, de aquel Michael Galasso de “Con ánimo de amar” (“In the mood for love” de Worg Kar-Wai), que contribuye a sostener este film, por momentos moroso e insistente en la repetición de las imágenes y con una actuación sorprendente. Pero que, seguramente, no va dejar de conmover a ningún espectador. Es cierto, que las historias de una gran mayoría de ciertos artistas que fueron consagrados a destiempo, con lo cual sufrieron en vida tanto la pobreza como la locura, no es una novedad. Pero este es un film recomendable por el tratamiento de su estética, los claroscuros, los primeros planos y la sensibilidad con que fue abordado. Estamos en plena guerra mundial y las costumbres de un pueblo pequeño aparecen como un gran infierno, donde el abuso y el desprecio por los más necesitados es una práctica frecuente. Todo lo contrario, lo que abunda es un desprecio encarnizado por los que sufren la pobreza, y un poder inadecuado de las instituciones que se encargan de reprimir y de este modo anudarse al poder, llámese policía o medicina siquiátrica. Creo que el papel que ocupa la naturaleza en la vida de la gente, como instancia comunicadora de energía de vida está presente, en múltiples aspectos de la vida de Séraphine, como también está presente la lealtad, la compasión de unos pocos y un clima entre asfixiante y perfecto para definir una personalidad solitaria en principio por abandono y luego por elección, alimentada por un misticismo singular. Sin lugar a dudas, todo film que logre conmover al espectador ha logrado su objetivo primordial. Una vez Antonin Artaud en una entrevista realizada respecto a su opinión sobre el cine dijo: ”Si el cine no está hecho para traducir los sueños o todo aquello que en la vida despierta se emparenta con los sueños, no existe”. Si bien esta es la recreación de la vida de un personaje que existió en la realidad, está muy lejos de pretender ser un documento de la realidad, aunque el contexto social y político esté presente. Acá los sueños están representados por la creación, por el arte en sí. En todo caso por una realidad sublimada, la única que le permite a este ser humano escapar de aquella otra realidad que la tortura.
Como sugerí en la entrada anterior, diversos fines puede proponerse el cine cuando se decide comenzar con la difícil tarea de planear una película. Muchos cineastas eligen el camino más redituable, y optan por los espectaculares efectos especiales que la mayoría de las veces los hacen alcanzar récord en taquillas. Otros, son más originales y eligen una historia contundente. Muy pocos audaces, como es el caso de Martin Provost, deciden buscar a través del cine el reconocimiento que no tuvo en vida una persona. Y es que, a mi entender, Séraphine es como el homenaje que nunca se le hizo a esta pintora, pionera y vanguardista en su época, ignorada por la historia. El mayor objetivo de ésta película es revivir a esta artista y darle el reconocimiento que se merece y que, en su momento, no lo tuvo. Es principio del siglo XX y Séraphine, una mujer de una pequeña ciudad de Francia, alterna sus días de puro trabajo como empleada doméstica de la burguesía francesa con un pasatiempo, aparentemente inaccesible para gente de su clase social. Durante el día friega pisos, lava ropa en el río, cocina, come las sobras; y de noche, inventa nuevos colores, le canta a Dios y alimenta su pasión oculta: la pintura. Dos cosas han llevado a Séraphine a pintar: una voz divina que le ha encomendado esa labor y su apego por la naturaleza, que parece ser su impulso y su gran inspiradora. Muchos sueños estaban dormidos y vuelven a despertarse cuando esta sirvienta de más de 50 años comienza a hacerse reconocida. Sin embargo, la Gran Depresión hará de gran piedra en el camino impidiéndole lograr el éxito que se merecía y terminará olvidada en un manicomio, abandonada incluso por su gran mentor: el alemán Wilhelm Udhe. Quizás Séraphine no sea una de esas películas que llenan muchas butacas en la Argentina. He sido una afortunada de haber tenido la oportunidad de verla en el cine, ya que estuvo sólo dos furtivas semanas en cartelera. Quizás en nuestro país de a poco y con paciencia puedan ir incorporándose nuevos estilos y podamos aprender a ser más exigentes a la hora de elegir una película. Por lo pronto, conmigo, Séraphine logró su cometido ya que esta pintora, olvidada por el arte, por los museos, por las grandes galerías, fue recordada, esa noche, por el cine.