Séraphine

Crítica de Fernando López - La Nación

El arte y la locura, en un retrato conmovedor

La historia de Séraphine Louis, según Martin Provost

El mundo que la rodea no ve en Séraphine sino a la mujerona callada y tosca que friega los pisos y se atarea en la cocina, la que se encorva en la ribera para enjabonar sábanas y de vez en cuando se queda ensimismada disfrutando del viento, caminando entre flores silvestres, abrazada al tronco de los árboles o deleitándose en el agua fresca del río. A veces también canta, en las ceremonias de la iglesia o sola, en su humilde cuarto, por las noches. Es para ellos apenas un personaje raro, excéntrico, quizás algo patético. Ignoran que en su interior bulle una pulsión irresistible, una intensa urgencia creativa a la que ella responde en noches de afiebrada actividad, transfigurando con sus encendidos colores flores, frutos, canastillas, ramilletes que brillan como estrellas o cuerpos celestes en pinturas casi alucinatorias.

"Tus flores se mueven, son aterradoras", dirá alguien, cuando ya su arte haya salido a la luz gracias a un coleccionista y marchand alemán -Wilkhelm Uhde, de significativa incidencia en la carrera de Henri Rousseau-, que descubrió sus obras cuando en 1914 se hospedó por un tiempo en la casa donde Séraphine trabajaba como asistenta. Los ángeles guiaban sus manos -decía ella-; el arte suele ser una suerte de iluminación, una gracia que puede recibir el espíritu más basto o el más inocente, y está muchas veces muy próximo a la locura.

Pero tal como la presenta Martin Provost, con su lenguaje austero, conciso y sutil y sus imágenes plenas de belleza pictórica, la historia de Séraphine Louis (o Séraphine de Senlis, como suele ser citada) no es otro retrato de una artista torturada ni pretende explicar el fenómeno de su creatividad visionaria; nada hay aquí de melodrama ni de misterio develado. Sólo se quiere mostrar la turbulencia espiritual que consumió a la artista (a la que Uhde prefería llamar primitivista moderna y no naïve), fallecida en 1942 en un manicomio. Provost lo consigue al tiempo que describe, en una precisa sucesión de significativas escenas de su vida, el interrumpido y complejo vínculo que la unió a Uhde. (El huyó de Francia al comienzo de la Primera Guerra y volvió sólo en 1927 para reencontrar a Séraphine en una etapa de madurez artística y creciente desconcierto emocional.)

Pero tal logro no habría sido posible sin una actriz tan transparente como Yolande Moreau, que al traducir la exaltación sensitiva, la pasión y la simpleza de Séraphine con el cuerpo y la mirada más que con las palabras, construye un personaje hondamente conmovedor. Será difícil olvidarla.