Séraphine

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Los prejuicios naturales y bien fundados que surgen a la hora de enfrentarnos a un nuevo biopic se aplacan al saber que Séraphine se inscribe en una esfera de influencia que tiene grandes antecedentes como Camille Claudel de Bruno Nuytten o Van Gogh de Maurice Pialat, y desde allí intenta revelar las ansias de creación de su protagonista. En el comienzo, sólo vemos la silueta de Séraphine, su sombrero de paja negra, su paraguas y sus faldas que flotan en el viento. Poco a poco intuimos la pasión obsesiva que la habita. La seguimos recorriendo los bosques en busca de los pigmentos que luego usará para darle color a sus composiciones. Flores, frutos y hojas hallan bajo sus pinceles una nueva existencia, una nueva disposición, una estética inédita. Paradójicamente, el director encargado de llevar este salvaje estallido cromático a la pantalla es un mero ilustrador, un digno representante de aquel cine de qualité denostado hace más de cincuenta años.

La suerte quiso que Séraphine fuera a trabajar a la casa del crítico de arte alemán Wilhelm Uhde, un hombre culto y adelantado a su tiempo que supo descubrir a varios precursores de la nueva pintura. El núcleo de la película es la historia de este encuentro intenso, aunque efímero a causa de la guerra, que le permitió a Séraphine escapar del eterno anonimato. A su vez, se ponen en contacto dos puntos de vista: el del coleccionista que ve en estos lienzos un lenguaje, una originalidad, una visión del mundo; y el de la mujer que, lejos de los conflictos y disputas del mundo artístico, encuentra en el acto de pintar una liberación. Martin Provost tuvo una fortuna comparable a la de Séraphine al encontrar a Yolande Moreau para que encarne a la protagonista de su película. La actriz alimenta la tragedia que subyace bajo la crónica histórica e introduce la desmesura necesaria para compensar un relato que por momentos se torna apático. Su rostro transmite la dulce locura de Séraphine: el azul líquido de sus ojos y la mueca que ofrece como sonrisa son difíciles de olvidar.

La personalidad excepcional de Séraphine es minimizada por una puesta en escena demasiado fría, mezcla de naturalismo pasado de moda y sello histórico, que genera una distancia excesiva con el sujeto. El director no asume ningún riesgo, es incapaz de llevar algo del genio y la locura de la artista plástica a la realización. La película se sostiene sólo por la presencia de la enorme Yolande Moreau, que se agiganta a partir del momento en que se pone en evidencia el misticismo católico del personaje y deja al descubierto los dos estratos de Séraphine. La actriz pasa de uno al otro con una fluidez asombrosa y logra, ella sola, sacudir a una película indolente aportándole inquietud y extrañeza.