Selma: el poder de un sueño

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Seré millones

Corre 1964. El Doctor King aguarda con paciencia de monje tibetano. La revolución se echó a rodar; el mismísimo Malcolm X lo apoya. En su despacho lo atiende el presidente Johnson (Tom Wilkinson) y le explica que aún no es tiempo de garantizarle el voto a la población negra del sur; menos a los de Alabama, negros y revoltosos. King (notable, imperturbable, inmenso David Oyelowo, criminalmente desplazado por Bradley Cooper en la nominación a los Oscar) muestra el ceño fruncido; un par de susurros en queja apenas arañan la impotencia de su rostro. Pero bastan esos segundos de Oyelowo para convencer al más arisco de que el cine testimonial es arte.
Y el suplicio sigue. Una manifestación en Selma, recóndito reducto del KKK, termina con una familia escondida en un bar de negros a la que ningún negro protege cuando los gendarmes del gobernador apalean al padre y matan de un disparo al hijo. Al Doctor King, con un Premio Nobel de la Paz que no consigue intermediar por justicia, lo paraliza el drama; pero sus seguidores lo animan a continuar la lucha. En un emotivo, afiebrado discurso en la iglesia, el reverendo Martin Luther King Jr. incita, so pena de complicidad, a todo aquel blanco o negro de buena sangre a marchar de Selma a Montgomery, por los derechos de los negros, por la memoria del joven muerto. Selma es igual a tantos otros films emperrados en reconstruir el pasado hasta con cartelitos al final que señalan el derrotero de sus protagonistas, pero su virtud es lograr que ese pasado se sienta, que el espectador vuelva a indignarse ante mandatarios y policías que aún pululan y eran la fuerza dominante en los dorados años sesenta.