Encerrando un momento de nuestra Historia Cuando se le preguntó al cineasta francés Bruno Dumont –durante la charla que ofreció en la última edición del BAFICI– qué pensaba de Jean-Luc Godard, respondió: “Más que un gran cineasta, es un gran intelectual”. Dicha afirmación –por supuesto discutible– podría aplicarse holgadamente a Rafael Filipelli (1938, Buenos Aires), no porque su estilo tenga que ver con el de Godard (en todo caso podría encontrársele una afinidad con Bresson), sino por su evidente vocación por hacer del cine un medio para expresar conceptos antes que sentimientos, instalando pensamientos para ser recogidos o refutados, como quien pone cartas sobre la mesa. Como en dos de sus ficciones previas, Hay unos tipos abajo (1985, co-dirigida con Emilio Alfaro) y El ausente (1988), en Secuestro y muerte hechos violentos y dolorosos de nuestra Historia reciente aparecen desnudos, despojados de detalles, nombres propios y circunstancias puntuales. En este caso, el secuestro y asesinato del general Pedro Eugenio Aramburu (presidente de facto tras el derrocamiento de Perón en 1955) en manos de Montoneros, en 1970, parece la cáscara, en tanto la discrepancia entre un militar golpista y jóvenes revolucionarios resulta la esencia. El hecho de que casi toda la película transcurra en la desapacible casa de campo donde ocultan al general secuestrado acentúa esa concentración, argumental y dramática. No sólo el relato ha sido privado de adornos: la cámara de Filipelli responde, también, a un plan tan parco como riguroso, donde cada movimiento, cada encuadre, parecen haber sido profundamente meditados. Hay, asimismo (como en El ausente), algo de fascinación ante la icónica belleza de los jóvenes militantes de los ’70, ellos con sus bigotes y poleras, ellas con sus cabellos lustrosamente oscuros y sus minifaldas. El guión (escrito por Filipelli junto a Mariano Llinás y David Oubiña, sobre un ensayo de Beatriz Sarlo), procurando estimular la inteligencia del espectador, propone algunas buenas ideas, como la de aludir a Perón sin nombrarlo (a través de un juego en el que rápida y distraídamente se enuncian puntos salientes de su personalidad y su gobierno) o la de resumir en cuatro o cinco personajes posturas diferentes en torno a la legitimidad de la lucha armada, así como puede descubrirse un perspicaz planteo sobre la ingenuidad y la necedad de aquéllos jóvenes en la desconfianza de uno de ellos ante la llegada del hombre a la Luna. Pero en el film también hay descuidos, incorporándose expresiones que cuarenta años atrás no se usaban (buenísimo; mirá por mirá vos), o superficiales boutades, como la sucesión de palabrotas imprevistamente disparada por la única mujer del grupo. Por otra parte, al exponerse los conflictos de manera tan imprecisa, se disipan peligrosamente ciertas complejidades del proceso histórico-político vivido por nuestro país desde la caída de Perón hasta la llegada de la última dictadura militar, un poco como ocurría en La vida por Perón (2004, Sergio Bellotti). Tampoco fue un acierto la elección de Enrique Piñeyro para encarnar al general, que –debido al reposado tono de voz del actor– termina pareciendo un hombre más bonachón que autoritario. También en Todos mienten (2009, premiada en el BAFICI el año pasado) los diálogos y lecturas de un grupo de jóvenes confinados en una casa remitían a controversias que conectan el pasado con el presente de los argentinos, pero el film de Matías Piñeiro estaba planteado como un juego, hecho de palabras y movimientos cruzados. Secuestro y muerte es un ejercicio menos vivaz, aunque tampoco tan oscuro como podría esperarse por el tema que aborda. Resulta, en todo caso, una moderada provocación en torno a los episodios violentos que llegó a vivir la Argentina en los años ’70, hechos cuya gravedad –sugiere Filipelli en el controvertido final– sigue siendo desoída.
Este esperado film del director de Música Nocturna, se presenta como una suposición de los eventos ocurridos en junio de 1970, cuando el General Pedro Aramburu fue secuestrado y fusilado por el grupo Montonero. El tono del film es extraño. Filippelli, junto a sus ex alumnos de la FUC, hacen un film austero. El relato en off, escrito por David Oubiña, recuerda un poco al modo en que Mariano Llinás ha utilizado el recurso en sus últimas obras. Visualmente, es prolijo, los encuadres simétricos, calculados. Como cada diálogo, cada plano y movimientos. Todo está demasiado cuidado. En vez, de hacer un film histórico accesible con la información concreta y fines didácticos, Filippelli y equipo eluden las normas y lugares comunes, para hacer un film personal. Se podría trazar un paralelo, incluso con Todos Mienten de Matías Piñeiro, ya que ambas cuentan con 5 personajes, encerrados en una casa quinta: 4 secuestradores y 1 secuestrado. Nunca se nombra quiénes son, pero tampoco hace falta. La información es precisa y nunca redundante. O sea los nombres de Aramburu, Montoneros y Perón se suprimen completamente. Lo cual es interesante. Un juego de cámara. El problema son los diálogos. La frialdad, distancia e intelectualidad de los protagonistas y sus textos, alejan completamente al espectador de las circunstancias. Casi, como si se tratara de teatro Becketiano. Las juegos de palabras, las simetrías entre los eventos que los personajes viven con la llegada del hombre a la luna, aportan interés, pero aún así la película no tiene la tensión y el suspenso suficiente para sostenerse durante apenas una hora y media. A nivel histórico resulta atractivo, porque esta historia no fue contada por el cine nacional, pero la forma es ambigua, e incluso las conclusiones terminan siendo demasiado abiertas. Aramburu es juzgado por Montoneros y el propio Filippelli. En cambio, el director decide no tomar partido ni por el grupo, ni tampoco da un juicio de valor sobre ellos. Solamente los expone, como interrogadores, y el resto del tiempo, los muestra en rutinas cuasi adolescentes intelectuales. Las interpretaciones solemnes y austeras de Piñeyro, Alberto Ajaka y Esteban Bigliardi (ambos vistos en la obra de Mauricio Kartún, Ala de Criados, ver sección teatro), son creíbles y soberbias. Se destaca el diseño sonoro de Jessica Suárez. Pero la película deja con ganas de más. Aún así, es una elección indicada para la inauguración oficial. Como dijo Wolf, el BAFICI, debe ser un festival político. ¿Qué pensará de estas palabras, Mauricio Macri?
¿Un film no político? Es aceptable argumentar que alguien quiera contar una historia con diversos enfoques, priorizando detalles secundarios a la acción principal, atando cabos sueltos, imaginando situaciones que puedan o no haber sucedido ante la real falta de información, plantear un tema central a partir de su entorno, pero, si hay algo que en Secuestro y Muerte escasea y es la falta de compromiso con un tema tan delicado y controversial. De dudosa intención, confunde la idea de querer realizar un film sobre el secuestro y muerte de Aramburu (Enrique Piñeyro) mientras su nombre no es mencionado, ni siquiera el de sus secuestradores o del movimiento guerrillero involucrado. El film admite como veraz los dos acontecimientos que bien conocidos son, el secuestro y el eventual asesinato, tal como el título del film infiere. Comienzo y fin. El film inicia con el secuestro del general, gobernante de facto de la dictadura militar que tuvo lugar en nuestro país tras el derrocamiento al general Perón, y su traslado a una casa quinta a cargo de cuatro integrantes del movimiento guerrillero Montoneros, quienes encapsulan al film entre las conversaciones imaginarias mantenidas durante la estadía e interrogatorio a modo de “juicio popular” como sería definido por la entidad, confirmando acusaciones puntuales que, una vez brindadas culminarían con el castigo propuesto. Filippelli intenta mostrar un pantallazo de las tensiones del panorama político de la Republica Argentina en la decada del 70, sin entrar en debates de ideologías, sino en simples diálogos mantenidos entre los captores durante su estadía en el lugar, cual si fuera una reunión de amigos, conversaciones supérfluas, no hay debate político, ninguno quiere explayar su posición, esa tarea queda abastecida por el escaso y seco interrogatorio. ¿Cómo plantear un film no político sobre un tema indefectiblemente político?
En esta película que recrea -con muchas libertades- el secuestro y ejecución del general Pedro Eugenio Aramburu por parte de Montoneros en mayo de 1970 (a partir de un guión escrito a seis manos entre Beatriz Sarlo, Mariano Llinás y David Oubiña) jamás se nombran a la víctima, a los victimarios ni a Evita, ni a Perón. Sin embargo, en el film de Filippelli hay personajes que se parecen mucho a figuras de la realidad (Fernando Abal Medina, Norma Arrostito), mientras que el Aramburu que encarna Enrique Piñeyro con ridículo bigote postizo no guarda demasiada similitud física con el líder de la Libertadora. Decisiones estéticas (e históricas) aparte, Secuestro y muerte pendula entre distintos registros y búsquedas sin anclar en ninguno: se pretende un ensayo sobre un momento clave (la presentación en sociedad de Montoneros y el inicio de una larga saga de violencia política), un retratro sobre la relación secuestradores-secuestrado (se queda a años luz de la notable Buongiorno, notte, de Marco Bellocchio) y un registro sobre los tiempos muertos (antes de la muerte) que en esos pasajes me hizo recordar a Los últimos días, la película de Gus Van Sant sobre Kurt Cobain (donde tampoco se lo nombra). Pero vamos a lo que seguramente inquietará a más de un lector: ¿se trata de la película "gorila" que muchos auguraban? Sin caer en el ridículo, cabe indicar que aquí el Aramburu lúcido y conciliador domina la escena y queda mucho mejor parado que los cuatro jóvenes "imberbes", que llevan adelante el "juicio revolucionario" sin demasiado sustento más allá del de arrogarse la supuesta representación del pueblo. A mí -que no tengo demasiadas pasiones puestas en estas viejas antinomias- me hizo más ruido el tono ampuloso, lo recargado de los diálogos entre Aramburu y los jóvenes montoneros que el sentido político de los mismos. Es decir, me molestó más el "cómo" que el "qué". A Filippelli parece no importarle demasiado las actuaciones (las marcaciones, la credibilidad) y, así, por momentos se despega por completo del naturalismo para ofrecer parlamentos que resultan recitados de frases "célebres" escritas por su esposa y colaboradores. Frente a lo altisonante de los interrogatorios del juicio, me quedo con el "mientras tanto", con esos tiempos muertos en los que los secuestradores fuman, cocinan, escuchan la radio o recitan poemas. Momentos todos magistralmente fotografiados por Fernando Lockett (el equipo técnico-artístico está integrado por un verdadero dream-team de la FUC) que retratan la tensión, la angustia, el miedo y las contradicciones que rodearon a aquellos hechos que transcurrieron en una perdida casa de campo de La Pampa, pero que tuvieron una onda expansiva que se mantuvo durante buena parte de la historia reciente generando heridas que, parece, todavía no han cicatrizado del todo.
Las consecuencias Las consecuencias siempre son inevitables y ese pareciera ser el punto de partida y llegada de Secuestro y Muerte (2010), último opus de Rafael Filipelli (Música nocturna, 2007) junto a un dream team que encabezan entre otros Mariano Llinás (Historias Extraordinarias, 2008), Beatriz Sarlo y David Oubiña en el guión, Inés de Oliveira Cézar (El recuento de los daños, 2010) como directora asistente y Alejo Moguillanzky (Castro, 2009) en el montaje. Ante tanto talento junto uno no tiene más que esperar lo mejor. ¿O no? Secuestro y muerte es un artificio acerca de lo que fue el secuestro, seguido por el enjuiciamiento y posterior asesinato de un ex general de la Argentina, que no se puede dejar de asociar con Aramburú. No debe considerarse a la película como una película histórica con datos reales, ni tampoco que los acontecimientos sucedieron tal como se los muestra, sino que es una versión libre sobre un hecho real (o no) en donde el verdadero centro de la trama está en las consecuencias atraídas por un hecho en el que cada una de las partes tendrá cierto grado de culpabilidad. Desde las primeras escenas vemos como cuatro personajes se caracterizan frente a una cámara estática, indicadora de que desde ese momento todo lo que se expondrá en la pantalla será una puesta en escena y no algo real. La secuencia siguiente mostrará el secuestro pero narrado desde la artificialidad. Quién busqué un verosímil es esta escena no lo encontrará ya que no es el propósito de la película que así sea. De ahí en más y con ambos indicios buscar realismo será una tarea difícil y meramente ilusoria. Filipelli nos ofrece una puesta en escena con algo de teatralidad. Planos construidos con un minucioso cuidado no sólo en lo estético sino también en lo espacial y temporal nos ofrecen esa artificialidad que la historia plantea desde su narrativa y que la forma elegida para manifestarla acompaña. Escenas en donde cada detalle está cuidado al extremo, cada movimiento resulta milimétrico y cada plano encuentra un sentido, alcanzando una puesta justa en donde todo tiene un sentido tanto desde lo cinematográfico como desde lo narrativo. La cámara quieta y el travelling lateral encuentran la justificación de su uso, a pesar de que por ahí algunos acusen a estos dos elementos de quitarle ritmo y de provocar morosidad en el relato. Desde lo ideológico el film no juzga ni redime a unos ni a otro, sólo se enfoca en las consecuencias de los hechos y porqué cada uno hizo o hace ciertas cosas. Ambos bandos actúan a favor del pueblo y, según ellos, lo que al pueblo le conviene ¿Pero eso es lo que quiere el pueblo? En esa pregunta es en donde radica la esencia de Secuestro y Muerte y puede ser trasladada a toda la historia argentina pasada y actual. El supuesto hecho que se narra es una metáfora para poner en crisis las dicotomías que siempre desunieron a los argentinos y que provocaron consecuencias irreparables. Con un guión conciso, lleno de preguntas hacia el espectador, en dónde lo cinematográfico está muy presente, pero también lo sociológico y político, Secuestro y Muerte, puede resultar una película molesta, impropia para estas épocas, extraña, pero nunca indiferente. Habrá quiénes la consideren repulsiva y quienes crean necesario que el cine alguna vez se decida a hablar sobre las consecuencias que provocan ciertos hechos, sin culpables ni inocentes.
Tiempo final Rafael Filipelli se centra en la captura y condena de Aramburu. Secuestro y muerte es lo que dice su título. Pero no sólo por lo que narra, sino por cómo lo narra. Más una película de tesis que un drama psicológico convencional, el filme de Filippelli funciona como una puesta en escena de un conflicto, despojado de toda metáfora y subrayado. Y esa sequedad y rigurosidad es la que lo hace interesante y logrado. La película cuenta, paso a paso, cómo pudo haber sido el operativo en el que Monteneros capturó y luego condenó a muerte al General Aramburu, en 1970. La película no expresa simpatías concretas porque la puesta en escena no está armada en ese sentido ni las actuaciones (o diálogos) buscan la empatía del espectador. Lo que se intenta es exponer las dos posiciones posibles de un debate. Mientras Aramburu trata de justificar los fusilamientos de José León Suárez o lo que pasó con el cadáver de Eva Perón, el juicio popular va hacia su destino conocido. De cualquier manera, más allá del ángulo político con el que uno vea el filme, Secuestro y muerte excede esos debates para transformarse en un relato de una espera. Gran parte de la narración se centra en los cuatro secuestradores, sus charlas, sus silencios, sus juegos, sus nervios. Filippelli no busca construir tensión entre los miembros del grupo ni generar suspenso. El tiempo de espera incluye algún juego, una discusión (sobre si la llegada del hombre a la Luna es verdad o mentira) o una charla sobre cómo preparar una liebre para la cena. Y eso es todo. La película jamás apuesta al naturalismo y las actuaciones son sobrias, secas y funcionan en el registro riguroso y desapasionado que pide el filme. Secuestro... es arriesgada y potente. Filipelli va a un grado más básico y primal de las relaciones políticas: la puesta en escena de ideas, el debate, la contradicción. Es un buen proceso para volver a recorrer desde el principio.
En el comienzo, fue el libro de Beatriz Sarlo, La pasión y la excepción. De allí proviene la idea original, el disparador de Secuestro y muerte, la película de Rafael Filippelli que –con Hay unos tipos abajo (1985) y El ausente (1996)– viene a cerrar una suerte de trilogía sobre la violencia política durante la década del ’70. Los hechos son bien conocidos y remiten al secuestro, juicio sumario y ejecución de Pedro Eugenio Aramburu, en la primera acción pública de Montoneros, a fines de mayo de 1970. Pero el film de Filippelli omite deliberadamente nombres propios e identificaciones fisonómicas para elaborar una abstracción, para concentrarse en lo que el propio director ha denominado “una suerte de destilado de una época, una filosofía del poder como se la entendía en determinado período”. De hecho, esta deliberada ficcionalización de acontecimientos no sólo reales sino de importancia histórica (y sobre los cuales hay abundante documentación) comienza como una representación, con los personajes como actores, preparándose en sus camarines. Una mujer morocha se calza una llamativa peluca rubia, dos hombres jóvenes se visten con uniformes militares mientras un tercero se disfraza de sacerdote. Cuando aparecen en escena, metralletas en mano, su antagonista también lo hace, dándoles inadvertidamente los últimos ajustes a su austero traje gris de tres piezas, signo de su rango e investidura social. En ese comienzo tan lacónico como preciso, que coincide con los títulos del film, ya se presentan quienes serán los agonistas de la tragedia que se representará a continuación. El único escenario es el interior de una casona perdida en medio del campo. Nadie lo enuncia, pero es lo que luego se conocerá como “cárcel del pueblo”. La película, sin dejar de ser realista, tiende a una estilización abstracta: el formato de pantalla ancha resalta las paredes desnudas, el despojamiento de la escenografía, donde progresivamente sólo irá quedando espacio para las palabras. El estupendo trabajo de cámara de Fernando Lockett consigue acercarse a los personajes sin ahogarlos en el cuadro, así como el montaje de Alejo Moguillansky deja respirar las escenas, que nunca se precipitan al corte, sino que van adquiriendo su propio pulso, como ese momento en que uno de los captores atiende por la ventana a lo que sucede en el exterior mientras describe lo que ve a sus compañeros del interior, concentrando en ese único plano tres acciones diferentes. En este sentido, Secuestro y muerte seguramente es el film más ajustado, más clásico de Rafael Filippelli, de puesta en escena más clara y transparente. Se puede discrepar quizá con las actuaciones, con el tono seco y monocorde que impera en todos los intérpretes, pero esa uniformidad no hace sino confirmar lo deliberado del recurso, con el que el film decide tomar distancia del naturalismo al uso en la mayoría del cine argentino. Allí también se tiende a la abstracción, a rehuir la identificación con los personajes, a concentrarse en lo que sería el núcleo del film: el enfrentamiento trágico entre dos visiones no sólo antagónicas sino ciegas la una a la otra de un determinado momento político. Pero, paradójicamente, es más fácil pelearse con el guión, porque no sólo conviven allí estilos y recursos muy distintos (el relato en off de un personaje, por ejemplo, que desaparece caprichosamente) sino también porque esa diversidad tiene consecuencias sobre los personajes. Los interrogatorios al general, escritos evidentemente por Sarlo, tienden a una gravedad que parece tener muy en cuenta (por momentos quizá demasiado) el destino histórico del acontecimiento. Por el contrario, quizá para equilibrar la solemnidad de esas escenas, los diálogos casuales de los captores en sus momentos de distensión, escritos seguramente por Mariano Llinás y David Oubiña, abundan en chistes, juegos intelectuales y banalidades. Lo que sucede en ese choque es que falta un equilibrio dramático entre unas y otras escenas, así como falta también una valoración más equitativa entre las fuerzas en pugna. Mientras el general se muestra como un hombre sabio, sereno, articulado y complejo en su discurso, sus captores, por el contrario, casi parecen hacer alarde de su sordera y su estrechez de miras, por no mencionar también su frivolidad. Para una película que aspira a tener en su centro una batalla dialéctica sobre conceptos tan encontrados como revolución y dictadura, justicia popular y responsabilidad histórica, los contrincantes terminan siendo demasiado desiguales, al punto de que la pelea parece vendida de antemano.
Crímenes y pecados Poco o mucho importa -de acuerdo con la ideología política que se la juzgue- que Secuestro y muerte (proyectada en la edición número 12 del Bafici) recree la crónica de las últimas horas del general Pedro Eugenio Aramburu (interpretado por Enrique Piñeyro) tras ser capturado por una facción de los Montoneros (Alberto Ajaka, Esteban Bigliardi y Agustina Muñoz), quienes luego de ensayar una suerte de juicio por considerarlo responsable del fusilamiento de 50 militantes y de la desaparición del cadáver de Evita, terminaron matándolo en la clandestinidad e inaugurando con este episodio de sangre un capítulo negro de la violencia política en los años 70. Como su título lo indica, el opus de Rafael Filipelli tiene como punto de partida la acción de un secuestro a un militar de alto rango y como punto de llegada el desenlace esperado. Sin embargo, lo que sucede en el medio de estas dos zonas representa la riqueza de esta película como si el director, apoyado por el guión de Beatríz Sarlo, Mariano Llinás y David Oubiña, se metiera a bucear en otros intersticios: los de la historia política argentina sin caer en la egolatría discursiva, sin embellecer con mirada romántica a sus criaturas y despojándose de cualquier juicio sobre los hechos y de toda bajada de línea ideológica. Lejos de ser solemne y complaciente, Filipelli consigue mantener el equilibrio de fuerzas en su trama que prácticamente se desarrolla en interiores y en un acotado espacio, concepto que refuerza simbólicamente entre otras cosas la idea de encierro porque la ideología también es un encierro prematuro de la mente. Por su originalidad en el abordaje de un tema histórico muy poco visitado por el cine argentino y por su convicción y confianza en un guión lo suficientemente amplio para proponer una mirada reflexiva debería ser obligatorio que Secuestro y muerte se exhibiera en la televisión pública y no simplemente en la pantalla grande.
En el caso de Secuestro y muerte no hacer nombres propios no universaliza el conflicto, sino que generaliza, para mal. Resta entidad sin aportar ambigüedad. El filme de Rafael Filipelli, con guión de Beatriz Sarlo, David Oubiña y Mariano Llinás, convierte un hecho apasionante y de enorme relevancia política, como el fusilamiento del General Aramburu en un hecho vacuo, casi intrascendente. La abundancia de diálogos, donde los personajes explican su accionar y su código ético, terminan restando en vez de sumar. En verdad, es por lo menos llamativo que el personaje –junto con sus argumentos- más atractivo y definido sea el del general secuestrado, quien posee una justificación ética y moral para sus acciones. Esto no captaría tanto la atención si los personajes de los secuestradores tuvieran un desarrollo apropiado. Pero es todo lo contrario, son figuras sin relieve, meros enunciadores de un discurso arbitrario, sin sustento y con referencias incoherentes. En lo que se refiere a no explicitar los nombres propios, como el de Perón, Aramburu, Montoneros o Evita, termina siendo por lo menos una decisión desafortunada. No universaliza, sino que generaliza, para mal. Resta entidad, aunque no aporta ambigüedad. El giro ideológico que termina evidenciando es claramente hacia el gorilismo más rancio. Incluso, un juego de palabras supuestamente chistoso sobre Perón evidencia una falta de rigor y respeto por lo que se está contando que podría pasar por infantil si no fuera porque no son precisamente nenitos de pecho los que están detrás del filme. Hay secuencias interesantes, es necesario aclararlo. Más que nada las referidas a los interrogatorios, donde se establecen los duelos de ideas más rescatables. Pero en verdad, lo que termina prevaleciendo es un reduccionismo de los eventos, una banalidad de la política, como si el posmodernismo intelectual en su peor versión se pusiera a ver displicentemente, sin contextualizar históricamente. El poder de la imagen queda aplastado y la palabra nunca alcanza validez. Nunca hay pasión y compromiso. Y cuando hablamos de compromiso y pasión no nos referimos a poner a Federico Luppi puteando o a Alterio gritando que vale la pena estar vivo. Sí rescatar el riesgo que transmitía, por ejemplo, la trilogía policial de Aristarain. El cine político argentino actual sigue sumando cuentas pendientes.
El general es secuestrado y trasladado a una casa de campo, donde sus captores lo encierran en un cuarto y llevan adelante un juicio, en el que deberá explicarles decisiones políticas que tomó años atrás. La película que abrió la edición 2010 del Bafici, la que en su momento agotó las entradas anticipadas, la que dio mucho que hablar, finalmente tiene su estreno en el circuito comercial. Por distintos motivos fue demorada y, tras dejar muy atrás aquel lanzamiento previsto para el 28 de octubre pasado, Secuestro y Muerte encontró pantalla. Aun sin nombres y sin datos concretos, es fácil darse cuenta de qué trata. El general secuestrado es Pedro Eugenio Aramburu y los cuatro jóvenes que ejecutan la acción están perpetrando el acto fundacional de la agrupación Montoneros. Una cosa es sabida, se lo va a enjuiciar en nombre del pueblo y se lo va a encontrar culpable. Centrada en la etapa de cautiverio, Rafael Filippelli sigue de cerca los preparativos y la puesta en marcha de la captura del militar, al que mantienen recluido durante tres días en una casa de campo. Que casi en su totalidad transcurra dentro de un mismo espacio no pesa, no ralentiza la historia, la cual prueba ser lo suficientemente interesante como para mantener a uno expectante aun conociendo el destino final de cada personaje. No se trata de la primera película de temática política que el director lleva adelante, quizás podría considerarse la que pueda levantar mayor polémica por su enfoque. En su momento se plantearon interrogantes acerca de la toma de postura, probablemente ahora en su flamante llegada al cine Cosmos/UBA sean más las voces que se sumen al debate. El guión estuvo a cargo de la esposa del director, Beatriz Sarlo junto a Mariano Llinás, y luego llegó a manos del crítico de cine David Oubiña que le hizo sus agregados. Se la calificó de película "gorila" (término despectivo para denominar a los opositores al Peronismo), algo que se deriva en el modo en que están retratados los eventos. Sin hablar de santificación de Aramburu, lo que se ve es a unos jóvenes que secuestraron, juzgaron y mataron a un hombre agotado de 67 años. No se le permite un confesor ni despedirse de su esposa, y si bien es conocedor de los crímenes que se le imputan, sostiene que los llevó adelante con "motivos justificados". La tendencia hacia esta visión, diferente a la contada por quien estuvo presente en esa casa, se ve reforzada además desde las actuaciones, ya que la rigidez de los jóvenes conduce inevitablemente a una cercanía al General, interpretado por el director Enrique Piñeyro. El mayor inconveniente de la película se encuentra en los diálogos y monólogos solemnes de los involucrados, perjudicando a una propuesta de la que se esperaba un poco más. Lejos de las libertades que se hayan podido tomar a la hora de construir el relato, no deja de constituir una propuesta digna de ver, especialmente como una alternativa para completar una historia de la que se sabe el principio y el fin, pero de cuyo desarrollo hay sólo una versión que se consideró oficial.
Tibia escenificación de un drama nacional Vagamente inspirada en gravísimos hechos históricos, ésta es la película que abrió el Bafici del año pasado con escasa repercusión. Se esperaba entonces una gran polémica, pero eso que algunos sectores K denunciaron como imposición del mismísimo Mauricio Macri para reivindicar al general Pedro Eugenio Aramburu («figura insigne del gorilaje nacional», dijo en su comentario la agencia oficial Telam) resultó ser una obra casi abstracta, tibia hasta la vaguedad, y encima monocorde hasta el aburrimiento. El año largo transcurrido desde entonces no la ha mejorado. La intención del autor, Rafael Filippelli, parece haber sido ilustrar mediante la escenificación cinematográfica un capítulo del ensayo de su esposa Beatriz Sarlo «La pasión y la excepción», pero sin pasión. Demuestra, eso sí, que no hay mayores excepciones, como cada sector pretende, ya que de algún modo los extremos se tocan aunque hablen idiomas totalmente diferentes. Para ello, reelabora el secuestro, juicio sumarísimo sin defensa y asesinato del general Aramburu a manos de jóvenes peronistas del grupo Montoneros, como venganza por delitos similares que él mismo cometió años antes. El asunto es interesante, el problema es que lo expone del modo más diluido posible. Acá no se menciona a nadie por su nombre, los diálogos, que podrían ser sustanciosos, alternan entre generalidades y zonceras, el núcleo del conflicto también roza la abstracción, y algunos personajes más que fanáticos inteligentes, resentidos y decididos a matar y morir lucen como verdaderos pavotes medio aburridos, por no decir otra cosa (nada que ver con los originales históricos, entre ellos Norma Arrostito, Mario Firmenich y Capuano Martínez). Seguramente eso es lo buscado por el autor, pero el público no encuentra justificativo a la visión. Además las actuaciones son casi todas de una francesa languidez, supuestamente bressoniana. La película igual puede reverdecer alguna polémica, ya que en los referidos diálogos el general siempre parece más centrado que sus ejecutores. Su intérprete es Enrique Piñeyro, con una caracterización que lo asemeja más al general Onganía visto desde muy lejos que al mencionado Aramburu, hombre de mirada firme y medio acerada. Exégetas del director aseveran que lo suyo es un riguroso trabajo de puesta en torno a los tiempos muertos de una espera, y un registro hábilmente ambiguo de los puntos de vista confrontados. Puede discutirse lo segundo, pero eso de los tiempos muertos es totalmente cierto. A la espera del desenlace, las horas agonizan de tedio junto a los espectadores, que sólo se mantienen vivos porque las butacas de la sala de estreno son medio incómodas.
Anexo de crítica: Si bien tropieza con algunas fallas históricas del cine argentino relacionadas con la puesta en escena y las actuaciones del elenco, Secuestro y Muerte (2010) no es una obra del todo desdeñable principalmente por la temática tratada y la excelente labor de Enrique Piñeyro como Aramburu. A pesar de sus buenas intenciones, Rafael Filippelli abusa de los tiempos muertos y queda atrapado en un planteo esquemático y demasiado abstracto…
Noticia de un secuestro. Hay un ligero desánimo que asalta la visión de Secuestro y muerte: casi todo el tiempo queremos ver más. Ya en sus dos películas de ficción política anteriores (Hay unos tipos abajo y El ausente) Rafael Filipelli no se privaba de enfrentar al espectador con un par de objetos extraños, convenientemente inaprensibles. Parte de la lucidez de su autor, acaso, haya sido también entonces la de no mostrar nunca todas las cartas, la de postular el cine como el ejercicio de la mirada en torno a un misterio. Con una caligrafía despojada y ajustada al extremo, siempre animada por una desusada elegancia (ver los hermosos y fluidos planos de la ciudad de noche en Música nocturna a modo de ejemplo) el director parece diseñar sus películas como si fueran parpadeos, serenas aproximaciones a un núcleo en permanente fuga. No diríamos que se trata de balbuceos –porque su tono característico es demasiado preciso y seguro como para que la expresión quepa–, pero sí que hay algo de un discurso que no se completa, que no pretende arrogarse el efecto de una conclusión cuya improcedencia proviene básicamente de su carácter tranquilizador. En Secuestro y muerte el director argentino parece abocado a tensar todavía más el distanciamiento poético que le imprime a sus películas, quizás como consecuencia de hallarse esta vez ante un tema cuya evidente notoriedad histórica lo carga irremediablemente de preconceptos. Secuestro y muerte, que se resume en su título de manera ejemplar, alude al secuestro y posterior asesinato de Aramburu, en lo que constituye la primera acción política con la que se da a conocer el grupo Montoneros. Pero no hay nombres propios en la película, y las referencias históricas sólo aspiran a establecerse como el fondo enlutado de su tema principal: se trata de una lucha, pero ¿entre quiénes? Las dos facciones en pugna no alcanzan a definirse sino en sus propias palabras. En el interrogatorio al que los jóvenes someten a su prisionero, sin embargo, el interrogado se defiende con argumentos propios de un revolucionario que en otras circunstancias podrían corresponder a sus captores. Estos a su vez, lucen como burócratas de sus propios sueños, empeñados en la extenuación de un estribillo que recién se hace explícito más tarde en la película, en un plano casi abstracto, de una extraña belleza, donde aparece pronunciado el nombre del Che Guevara: “Es la hora de los pueblos”, se dice. Filipelli caracteriza a todos sus personajes como seres un poco extraviados, sin demasiadas luces, mediante la imposición de un tono actoral neutro que elude con discreción el realismo convocado por la puesta en escena pero que logra integrarse armónicamente al conjunto. De un modo que puede resultar paradójico, la película se las arregla para exhibir un espeluznante aire de tragedia amparada precisamente en la frialdad de sus materiales. Filipelli opera por sustracción. Y el sentimiento trágico es algo que no puede asirse ni identificarse con claridad: sólo sus efectos son concretos. Lo que el director registra entonces es el trazo de los cuerpos anclados en el paisaje gris de los actos cotidianos que se despliegan en un tiempo de espera. Y también las palabras, que adquieren un contorno melancólicamente lúdico o se enzarzan en una gimnasia cuyo énfasis no consigue impugnar la sensación de una suerte echada de antemano. Los personajes se sientan a la mesa a comer, escuchan las noticias en la radio, miran por la ventana o especulan acerca de las repercusiones públicas del secuestro. De vez en cuando un resplandor brevísimo se insinúa en un cruce de miradas entre la chica y uno de los muchachos. Pero en Secuestro y muerte no hay erotismo porque no hay historia sino un tiempo que parece fuera del tiempo, misteriosamente liberado de las tensiones oceánicas de la época. De golpe uno tiene ganas de ver más: le gustaría poder apreciar algo de vida en la relación entre el secuestrado y sus antagonistas o poder discernir rasgos particulares en esos jóvenes viejos que hacen de la militancia una liturgia de la que parecen insospechadas víctimas. Quisiera que pusieran música, que bailaran, que se rieran. Filipelli reniega de toda concesión reparadora y entrega a cambio una película cuya implacabilidad está a la altura de su autor: acaso los cineastas más interesantes son los que nunca están dispuestos a dejarnos del todo conformes.
Un filme moderadamente provocativo Con la distensión de quien presenta un juego de ideas polémicas, que libran su propia batalla racional más allá de pasiones partidarias, la película evoca hechos violentos y dolorosos de la historia argentina reciente y los expone despojados de detalles, nombres propios y circunstancias puntuales. En este marco se reconstruye el secuestro y muerte del general Pedro Eugenio Aramburu (presidente de facto tras el derrocamiento de Perón en 1955) en junio de 1970. Los hechos se resumen y sintetizan libremente. El filme no pretende ser rigurosamente histórico ni ortodoxamente político, por lo que la fidelidad al detalle en parte existe y en parte no. Hay relato en off (similar a las descripciones del documento histórico donde se narran los hechos) y se intercalan conversaciones imaginarias pero ricamente indiciales, como cuando los guerrilleros confunden un eucaliptus con una casuarina o el tipo de ganado que observan por la ventanilla del auto. Los Unos y los Otros Víctima y victimarios están presentados lejos de cualquier estigmatización: los jóvenes militantes setentistas son tan ingenuos como idealistas dogmáticos; del otro lado, Enrique Piñeyro, como el general, con su reposado tono de voz transmite una imagen más bondadosa que autoritaria. En el precario juicio, se justifica permanentemente aferrándose a principios aun en el caos de una revolución y refuta a sus acusadores que “sólo un dictador no tiene límites ni reglas”. Los jóvenes, por su parte, se indignan por los fusilados sin oportunidad de descargo, pero dejan claro que no pretenden “entender sino saber”. El filme se limita a exponer a los personajes y situaciones sin juicio explícito de valor sobre ellos. Visualmente, la puesta en escena es muy bressoniana, con encuadres rigurosamente calculados, como también cada diálogo y los movimientos en el plano. Se destaca la banda sonora con sonidos exclusivamente diegéticos: se escucha la radio a veces distorsionada por descargas, pasos, cantos de pájaros. La frescura de la banda sonora anima la austeridad, y hacia el final encuentra incluso una proyección simbólica (hay que golpear la chimenea cada vez más fuerte para que no se escuchen los disparos: los ruidos mentirosos ocultan lo esencial). Paradojas y juegos Contra lo que podría esperarse por el tema que el filme aborda, todo resulta menos oscuro y más contenido, una moderada provocación en torno a los episodios violentos que llegó a vivir la Argentina en los años setenta, hechos cuya gravedad aún sigue siendo desoída y no suficientemente comprendida. Los nombres de Aramburu, la organización Montoneros y el de Perón se eluden; en cambio se menciona a Ernesto Guevara en fragmentos de una carta real, fechada en Madrid, el 24 de octubre de 1967, donde Perón se refiere elogiosamente al Che y recuerda sus propios errores juveniles en temas de política. Una sutil ironía recorre la totalidad de este filme que aborda la política para analizarla sin predicar. Desconcertante en la alternancia de breves discusiones políticas y extensas conversaciones banales que enfrían la tensión dramática, a lo que se suman juguetones fragmentos de literatura dieciochesca (Obligado, Guido y Spano). Sin embargo todo converge en un inteligente empleo de relatos y signos no totalmente arbitrarios, con los que Filippelli y su equipo eluden lugares comunes, para hacer un filme personal, extraño y fundamentalmente libre, en torno a la legitimidad de la violencia. El visionado de “Secuestro y muerte” estimula la continuación de un debate aún no cerrado, con la cabeza fría y la intención de verdad, más allá de etiquetas ideológicas.
Esta película narra cómo fue supuestamente, el secuestro del General Pedro Eugenio Aramburu (interpretado por Enrique Piñeyro) y su muerte en 1970, relata sus últimos días, de quien fue uno de los líderes de la autodenominada Revolución Libertadora que derrocó al presidente constitucional Juan Domingo Perón en 1955, y fue quien dirigió el gobierno de facto entre dicho año y 1958, además su mandato incluyó la prohibición del movimiento peronista. Todo esta ficcionado, no se sabe si los detalles que muestra el director ocurrieron asi, cada uno de los espectadores puede ir sacando sus propias conclusiones y realizar su análisis. Cada plano se encuentra minuciosamente construido, vemos cámara fija en los cuatro personajes, compuestos por tres hombres (Alberto Ajaka, Esteban Bigliardi y Matías Umpiérrez) y una mujer (Agustina Muñoz), estos se disfrazaron y organizaron este ilícito, ella con una peluca rubia, dos de los hombres con uniformes militares y el otro de sacerdote. Todo se desarrolla en una casa en el campo, bien alejado de la ciudad, a penas se puede sintonizar la radio, en un lugar desolado, durante un crudo invierno, de la misma manera que se desarrollan los hechos, todo en un tono insensible, indiferente, inhumano y cruel, ellos asi consideran a ese individuo, lo encierran en una habitación despoblada, fría, vacía, de colores grises, se muestra totalmente despojado de todo, sus captores llevan adelante un juicio, a su modo, y le piden que explique las decisiones políticas que tomó años atrás y la diferencia esta que el veredicto lo determinarán ellos, juzgan sus crímenes, y hasta la desaparición del cadáver de Evita y de su ideología política. Contiene una buena estética, cuentan los movimientos, pocos diálogos, y hasta contiene secuencias desde lo teatral; hay escenas muy particulares como cuando se habla (con en otros film), está la duda del hombre en su primer viaje a la luna; algunos juegos y como un chiste en confundir a Perón con Rosas y hasta Mitre esta involucrado. Este prestigioso director, a través del título que le dio a esta nueva película, notamos que en el menciona dos acciones, que están presentes durante toda la narración, donde señala el comienzo y la otra el desenlace; cuenta con el guión de su esposa Beatriz Sarlo, David Oubiña y Mariano Llinás; la actuación de Enrique Piñeyro (director de El Rati Horror Show, Fuerza Aérea Sociedad Anónima, 2006, entre otras), es correcta, por momentos no convence demasiado, (le falta carácter y los bigotes no aportan mucho); lo que le falta es un poco mas de ritmo, es algo ambigua, hay algunos parlamentos que son como frases demasiado hechas y expresiones que no se usaban en los 70.
Un tema apasionante, una película insustancial.El tema, el secuestro y muerte del General Pedro Eugenio Aramburu, ex presidente de facto de Argentina tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955, es uno de los más descarnados y violentos de la historia política reciente y un hito en la historia de la voluntad (para tomar la palabra de Caparrós/Anguita) y la militancia de los años setenta. La película de Filipelli aborda el tema sin prestar atención, o eso parece, a alguna serie mayor donde englobar estos hechos. Dejando, por un momento, de lado lo ideológico (si fuera posible), digamos primero que como película no convence mucho. Acumula desaciertos, la nula dirección de actores, los diálogos inverosímiles y mal dichos, la dirección de arte incoherente, por citar algunos. Lo peor, aburre… Esto es particularmente grave, sobre todo si aceptamos que Rafael Filipelli y por qué no, Beatriz Sarlo, están rodeados de un halo de master class en cuestiones de cine, de historia, de cultura argentina que para nada se corresponde en los hechos con esta película. De todos modos, una vez que nos sobreponemos al fiasco fílmico tenemos que tragarnos el fiasco ideológico. La película nos llena de preguntas, que no se satisfacen ni desde o estético, ni desde lo comunicativo… ¿Por qué esos diálogos? ¿Por qué el anonimato de los personajes? ¿Por qué hacer quedar a los cuatro captores como cuatro adolescentes un tanto ignorantes (no saben ni quién es Perón) que juegan al poliladrón? y en cambio, ¿por qué hacer quedar al militar de facto tan íntegro, digno y lúcido hasta su muerte?. ¿Por qué no contextualizar de ninguna manera ese hecho, no hablar de cómo todo se desparramó la noticia a través de todo el país? ¿Qué significa esa frase dicha por alguien (¿Perón?), desde Madrid sobre la muerte del Che, así de la nada? Más, y aunque pueda parecer un detalle insignificante… ¿Por que la pelìcula no puede mencionar el nombre Evita, más no sea, cadáver de Evita? ¿Por qué dice, así, sin más secuestro y muerte? ¿Hubo uno solo, el de Aramburu? O por el contrario, hay tantos que conforman una marca, y por eso el sintagma, sin mayor aclaración ni genitivo, un modelo de la disgregación actual, uno de los tantos actos de violencia relatados en los medios cotidianamente, donde justamente los secuestro y muerte abundan? No tengo muchas respuestas, tengo más interrogantes. Quizás con el paso de los días se irán generando polémicas en torno a esta película y podamos empezar a comprender qué quiso mostrar este film elegido como apertura allá por el Bafici 2010. Publicado en Leedor el 11-04-2010