Se levanta el viento

Crítica de Manuel Yáñez Murillo - Otros Cines

Todo por un sueño

El más reciente (y muy probablemente el último) largometraje del maestro japonés de gemas como Princesa Mononoke, El viaje de Chihiro, El increíble castillo vagabundo y Ponyo y el secreto de la sirenita llega a los cines con bastante demora (de hecho, desde hace unos días se está dando en el paquete de HBO), pero vale la pena ver en pantalla grande este drama épico y romántico que reconstruye la historia real de Jiro Horikoshi, el joven inventor que diseñó varios de los aviones utilizados en la Segunda Guerra Mundial.

La triste noticia de que Se levanta el viento sería la última película de Hayao Miyazaki dota al film de una dimensión doblemente crepuscular, dado que el japonés es uno de los últimos grandes genios de la animación tradicional (la del lápiz y el pincel). Y, de nuevo, renegando del uso de tecnología digital, el director de El viaje de Chihiro emprende un ejercicio de memoria protagonizado por dos figuras reales: la del protagonista de la película, el ingeniero aeronáutico Jiro Horikoshi –diseñador del avión de combate con el que Japón bombardeó Peral Harbor–, y la del escritor Hori Tatsuo, autor de la novela que da título al film (sacado de un poema de Paul Valéry).

La conquista del cielo ha sido siempre una de las obsesiones de Miyazaki, hecho que ha llenado su cine de sofisticados aparatos voladores y de mágicas criaturas aladas. Sin embargo, en Se levanta el viento, esta fascinación se viste de realismo: estamos ante la película menos fantástica y menos infantil de la trayectoria del dibujante japonés.

Una apuesta naturalista que Miyazaki aliña con unos toques de onirismo que le sirven para retratar el idealismo del ingeniero Hirokoshi, un personaje que podría verse como el alter ego del director: un artesano entregado en cuerpo y alma a su arte. Una visión romántica del personaje que despertó suspicacias entre algunos espectadores que acusaron al film de una cierta ceguera ante las implicaciones inmorales del proyecto belicista que hizo célebre el trabajo de Hirokoshi.

Sin embargo, dicha acusación pierde fuerza ante el elocuente trasfondo antibelicista del conjunto de la obra de Miyazaki, muy presente también en Kaze Tachinu, en la que el uso militar de los aviones diseñador por Hirokoshi deja una tormentosa huella en la conciencia del personaje.

Más allá de la polémica, toca reivindicar el innegable valor artístico de Se levanta el viento, una película que despliega tres hilos narrativos que se van entrecruzando a lo largo de los 126 minutos de metraje. En primer lugar, Miyazaki exhibe su cara más imaginativa cundo se adentra en el mundo onírico de Hirokoshi, que nunca deja atrás sus sueños de infancia, en los que conquista las alturas de la mano del ingeniero italiano Giovanni Caproni.

Después, en un registro más convencional, el film se acerca a la biografía de Hirokoshi para escrutar su trayectoria profesional, ofreciendo por el camino un retrato nada complaciente de la Gran Depresión japonesa. Y por último, imbuido de un espíritu poético, Miyazaki conquista las más altas cotas del romanticismo trágico cuando se detiene a describir el matrimonio de Hirokoshi con una joven enferma de tuberculosis –la misma dolencia que afectaba a la madre de las niñas de Mi vecino Totoro–. Esta delicada y sublime subtrama convierte la media hora final de la película en un emotivo santuario a la memoria del gran cineasta japonés Mikio Naruse y del propio Miyazaki. En definitiva, un magistral punto final a la insobornable filmografía de un cineasta inolvidable.