Scream 6

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

La dupla integrada por Matt Bettinelli-Olpin y Tyller Gillet no solo salió airosa en la reinvención de Scream en su “recuela” del año pasado –neologismo que bautiza la amalgama entre secuela y reboot que dio nueva vida al universo creado por Wes Craven y Kevin Williamson-, sino que prosigue un interesante derrotero en esta segunda entrega, tras los pasos de los sobrevivientes de la matanza de Woodsboro y con un vital equilibrio entre el goce slasher y cierta reflexión sobre la violencia contemporánea. Y en esa lógica, hay tres elementos que distinguen a Scream 6 de sus antecesoras: la puesta en escena de una violencia brutal y carente de la habitual estilización de la saga, la irrupción del crimen en espacios públicos y atestados como reflejo de la paranoia por las masacres escolares, y un retrato de la venganza como una exquisita fruta amarga. Esa zona de convivencia entre el villano Ghostface y la amplia galería de sus víctimas es vital para la concepción del crimen y también para el ejercicio de su castigo.

La fórmula sigue intacta: escena de homenaje a la saga y presentación de esta nueva entrega con una víctima célebre en el mundo del terror que resulta sacrificada, reaparición del disfraz y el recuerdo de los crímenes anteriores, inicio de las sucesivas matanzas con espectacularidad y juegos de adivinanzas. “¿Cuál es tu película de terror favorita?” vuelve a repetir Ghostface convertido de manera definitiva en el recipiente de las pulsiones criminales y también en el falso dios de ese altar cinematográfico.

Esta nueva Scream repasa el culto al género que dio origen a la franquicia –ahora ya declarada- de Craven, pero le da una vuelta de tuerca: lo importante no es solo la réplica de la muerte verdadera en clave cinematográfica sino la pérdida misma de la diferencia entre ambas. “Cuando hundí el cuchillo varias veces sentí que solo era carne”, asoma como una de las principales referencias a ese crudo realismo que impulsa a las multitudinarias puñaladas.

Siguiendo la idea del dos como número clave, la película se espeja no solo con Psicosis 2 –a la que reivindica como subvalorada- en el salto temporal respecto a la original y en la madurez de la violencia, sino también con la propia Scream 2 (1997) que ubicaba a los sobrevivientes de Woodsboro en la universidad, entre el fragor de la gran ciudad y las locuras de las fraternidades. La película retiene sus pequeños misterios de identidades y los juegos de enigmas entre personajes y espectadores pero la puesta en escena de los crímenes es impactante, sin golpes de efecto banales sino afirmada en un terror implacable y en continuado. El humor se reafirma en la tragedia subterránea que define a las hermanas Sam (Melissa Barrera) y Tara Carpenter (Jenna Ortega), haciendo a estas nuevas heroínas –sobre todo a Sam- conscientes de su tensa dualidad entre realidad y representación, entre terror y sátira.

Matt Bettinelli-Olpin y Tyller Gillet expanden el universo de Scream en clara sintonía con el legado de Craven y el beneplácito del guionista Kevin Williamson, pero consiguen un exponente vital del terror contemporáneo, sin los tics del slasher automático que terminó ahogando a muchas de las sagas de los 80 –algunas de las Halloween, Martes 13, la propia Scream 4- y reactivo a las pretensiones del “terror elevado”. Una digna sucesora de esta nueva era, brutal y terrorífica hasta el final.