Sangre de mi sangre

Crítica de Laura Osti - El Litoral

Agitando fantasmas de ayer y de hoy

Marco Bellocchio (1939) es un director ampliamente conocido en todo el mundo, un realizador que ha cultivado un estilo muy personal y “Sangre de mi sangre” es una cabal muestra de su arte y de su talento, que conserva, por un lado, la impronta de cierto cine provocador típico de las décadas de los ‘60 y ‘70, pero a su vez incorpora una mirada más acorde a las tendencias del siglo XXI, de la mano de las nuevas tecnologías que están modificando el lenguaje cinematográfico.
Las historias que se cuentan en “Sangre de mi sangre” transcurren en distintos tiempos históricos pero en un mismo escenario, Bobbio, la pequeña ciudad de la norteña provincia de Piacenza, Emilia-Romagna, donde nació y vive Bellocchio, y donde dirige un laboratorio de cine y también un festival que se celebra todos los veranos en el patio de la Abadía de San Columbano.
En esta película, el cineasta les da participación a sus alumnos, además de trabajar con miembros de su propia familia, entre ellos, su hijo Pier Giorgio Bellocchio, quien tiene a su cargo el personaje protagónico.
El film comienza con una historia ambientada en el siglo XVII, en el convento del lugar, donde ha ocurrido un hecho trágico: el sacerdote confesor de las internas se ha suicidado. El cura fallecido, de nombre Fabrizio, tiene un hermano guerrero, Federico, que acude al sitio a reclamar porque las autoridades eclesiásticas han dispuesto que su cuerpo no sea enterrado en campo santo sino en un terreno destinado al depósito de animales. Es que para la Iglesia Católica, el suicidio es un pecado mortal, imperdonable a los ojos de Dios.
Los otros monjes atribuían la trágica decisión de Fabrizio al amor pecaminoso que sentía por una de las novicias, Benedetta, quien le habría hecho perder la cabeza. Al mismo tiempo, la muchacha estaba siendo sometida a terribles interrogatorios, típicos de la Inquisición, para tratar de conseguir una confesión de parte de ella, con el fin de que asumiera la culpa de esa muerte por haber ella celebrado un pacto con Satán.
En pleno proceso, llega Federico, a ejercer presión para que se reivindique a su hermano. Pero como Benedetta no confiesa, a pesar de los tormentos a que es sometida, finalmente el caso parece quedar abierto.
De repente, el film pega un salto temporal tan extraordinario como sorpresivo y se ubica en el mismo escenario, pero en la época actual.
Y ahí comienza el segundo relato. Ahora, al convento lo llaman cárcel, pero resulta que es un edificio aparentemente abandonado y en ruinas. Sin embargo, allí vive recluido un anciano, el Conde Basta, quien sería integrante de una sociedad secreta e incluso, se dice que sería un vampiro. Pero un día aparece un supuesto inspector municipal (personaje que se llama igual que el hermano del monje muerto y es interpretado por el mismo actor), quien ingresa al viejo edificio con un interesado en comprarlo. El comprador es un millonario ruso que quiere utilizarlo para abrir allí un centro de rehabilitación de drogadictos o un hotel de lujo.
Cuando los otros habitantes del pueblo se enteran de que ha llegado un inspector, se arma un poco de alboroto porque al parecer en ese lugar hay muchas irregularidades, desde administración fraudulenta hasta el cobro de pensiones indebidas y una serie de actos de corrupción que tienen como víctima al Estado.
La particularidad de esta propuesta de Bellocchio es que apela a un lenguaje simbólico para mostrar la continuidad en el tiempo de algunos rasgos típicos de la sociedad italiana a la que pertenece, marcada por el poder de la Iglesia Católica, con su peso agobiante, y también por el vampirismo social que fue creciendo a expensas de los fondos públicos. El otro tema clave es el sexo y sus tabúes, y también la fuerza incontenible del inconsciente, una complejidad de estímulos que lleva a los personajes a asumir comportamientos extraños, borderlines, en un continuo oscilar entre la luz de la razón y la oscuridad de las pasiones.
Bellocchio ofrece una pintura de la decadencia de la sociedad italiana y de sus poderes públicos, fundamentalmente, la Iglesia, y la invasión, al mismo tiempo, de los valores y los códigos de la globalizada sociedad de consumo. Un tema recurrente en el cine europeo en los últimos tiempos y que cada realizador trata de expresar a su manera.
En este caso, Bellocchio vuelve a poner la mirada en un tema urticante y controversial, mezclando momentos crudos, con cierto lirismo, lenguaje simbólico y algunas dosis de humor un tanto sarcástico.