Sanctum

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El cine que nos imponen

Las salas de exhibición alternativa han vuelto a abrir sus puertas en la ciudad, y la diferencia en la oferta cinematográfica es notable: a los patéticos estrenos de las salas comerciales, comenzando por la marketinera Biutiful, de Alejandro González Iñárritu (un filme que pretende pasar por “cine de calidad”, que ostenta una elaborada puesta en escena para seducir a desprevenidos,pero que en el fondo no es más que pura explotación de la miseria), se le contrapuso la proyección de algunos de los mejores filmes de la década, como Morir como un hombre, de Joao Pedro Rodríguez, y Wendy and Lucy, de Kelly Richars, en el Cineclub Municipal Hugo del Carril, o tambiénel estreno de Santiago, de Joao Moreira Sales, en la Ciudad de las Artes (que se proyectó en un doble programa valiosísimo con Vikingo, de José Celestino Campusano). Córdoba respira cine, y se viene un año para el recuerdo con el estreno en abril de tres filmes realizados enteramente aquí con ayuda del INCAA: El invierno de los raros (4 de abril), Hipólito (18) y De Caravana (2 de mayo).

Vivimos un momento auspicioso, por demás estimulante, pero debemos tratar de ver también el bosque: al momento de salir esta columna, por ejemplo, ya no estará ninguna de aquellas películas en cartelera, por lo que nos veremos obligados a hablar de lo que hay en los complejos multisalas (al menos hasta que aquellas joyitas se editen en DVD). Y basta este simple balance para constatar un síntoma funesto, quizás definitivo, pues sugiere que ese otro cine tiene vedado su acceso a los grandes complejos, que prefieren estrenar cualquier bodrio de Estados Unidos (o de algún director consagrado allí, como Iñárritu) a una película de otra cinematografía, o con otras aspiraciones (como Wendy and Lucy, que es estadounidense), por más prestigio previo que tenga. El resultado es que la mayoría de los cordobeses se educan, entrenan y hasta se piensan a sí mismos en los límites estrechos de una cinematografía decadente, la mayoría de las veces estéril, que no suele buscar otra cosa que repetir formatos consagrados para garantizar la satisfacción de cierto tipo de espectador, por supuesto formateado según sus propias necesidades. La inmensa variedad y riqueza del cine contemporáneo les será entonces ajena, o quizás peor: inaccesible.

Por lo demás, no hay razón posible para justificar el estreno de cosas como Sólo tres días o El Santuario en lugar de aquellas obras maestras; aunque quizás exista un miedo inconfesable a lo múltiple, a la variedad que pueden ofrecer otras películas, a la simple idea de abrir el juego (y éstos estrenos sí ofrezcan una especie de seguridad tonta, muy parecida a un suicidio inconciente). Esquemáticas, formalmente convencionales, y de una simpleza argumental que las acerca a los novelones televisivos, estas películas no tienen prácticamente nada en común, salvo la pertenencia a un mismo universo ideológico, filosófico y cultural, que las hermana en sus decisiones estéticas. La primera es otro thriller inverosímil donde un hombre común, en este caso un profesor de literatura encarnado (cuando no) por Russell Crowe, se anima a realizar una hazaña extraordinaria, como organizar y llevar a cabo la fuga de su esposa de una cárcel de máxima seguridad de Pittsburgh. Dirigida por Paul Haggis (el inmerecido ganador del Oscar por Vidas cruzadas), Sólo tres días se propone como un drama profundo, que sienta sus bases en una institución crucial para el sistema y su representación hollywoodense, como es la familia. Su idea de fondo es mostrar cómo un hombre es capaz de hacerlo todo por amor, y con ese norte no escatima recursos, por más imposibles que parezcan. Se diría, empero, que lo más patético no son los giros del guión, sino la impericia formal y narrativa de Haggis para plasmarlos, que logra justamente que cada sorpresa nos confirme nuestras sospechas y termine destruyendo el suspenso. Del mismo mito de las grandes hazañas del hombre pretende vivir más aún El Santuario, filme auspiciado por James Cammeron (el mismo de Avatar), que se propone narrar otra “historia real” ocurrida esta vez en las profundidades del mundo: un grupo de espeleólogos (exploradores de cuevas) que quedó atrapado en una caverna gigantesca en Papúa-Nueva Guinea, mientras una tormenta inunda de a poco su refugio. Se trata de un relato convencional de supervivencia, con aspiraciones de filme de aventuras, pero la trivialidad intrínseca de todo el planteo terminará perdiendo a la misma película: episódica y mecánica, El Santuario naufraga en la liviandad de los conflictos familiares (el eje del filme es una disputa edípica entre un padre y su hijo) y de poder que plantea, y que se llevan gran parte del metraje. Sin suspenso, sin protagonistas que puedan generar algún interés o empatía, y con muy poca aventura, El Santuario ni siquiera podría aspirar a ser un filme de clase B, pues sus pretensiones presupuestarias así lo impiden, pero tampoco el 3 D o la construcción digital de sus inmensos escenarios logran salvar a este bodrio mal filmado, mal actuado y terriblemente orquestado, que mejor podría encontrar su lugar en un canal de cable, en un domingo cualquiera a la hora de la siesta.

Por Martín Iparraguirre