Bella y sumamente poética, Samurai de Gaspar Scheuer es una propuesta diferente al cine argentino actual. Una historia de samuráis y gauchos en el siglo XIX, que entre el castellano y el japonés lograrán una interesante experimentación cultural y narrativa. Con una fotografía impecable e imponente, como también tenue y desgarradora, el film de Scheuer no solo se destaca por sus proezas visuales, sino que a través de un intenso relato expone de gran manera el papel y la filosofía del héroe en un film oscuro que tematiza la valentía, la amistad y los miedos...
Tradición, desarraigo y soledad Al despojarse de primera mano del anclaje histórico o más precisamente de la reconstrucción episódica de los acontecimientos que anteceden la historia de Samurai, el realizador Gaspar Scheuer, quien ya había incursionado con su opera prima en la épica gauchesca El desierto negro (2007) –inspirada desde lo literario en el cuento del mendocino Antonio Di Benedetto que años después también fuera recreado en Aballay de Fernando Spiner-, propone al espectador un viaje, mezcla de onírico con reflexión, acerca de la condición de los descastados, estableciendo un paralelismo conceptual entre el destino de la tradición samurai y la del gaucho atravesado por la crisis de la tradición en aras del progreso. Para tal propósito y desde el punto de vista narrativo, el director imagina la historia de una familia japonesa en el siglo XIX, exiliada tras el proceso de restauración imperial, que por un lado busca mantener la tradición y las raíces en la figura de un anciano (Kazuomi Takagi) para legarle a su nieto Takeo (Nicolás Takayama) la misión de encontrar al último samurai, Saigo Takamori, personaje histórico real que fuera responsable de una revolución para defender el honor de sus pares y muerto en batalla tras las enormes ventajas del ejército enemigo que contaba con poder de fuego, episodio reconstruído por hollywood en el film protagonizado por Tom Cruise. A partir de la introducción del mito que rezaba que Saigo estaba vivo y escondido en el campo argentino comienza el derrotero de esta interesante película donde se entrelaza también el contexto de la Guerra del Paraguay a partir del testimonio viviente de un soldado que perdió sus miembros superiores, Poncho Negro (Alejandro Awada), quien se cruzará en el camino iniciático del protagonista. En ese periplo por locaciones reales, entre ellos San Luis, donde dialécticamente se tensa la cuerda invisible entre tradición y progreso, los personajes aparecen delineados con fuertes marcas en lo que a idiosincrasia y maneras de pensar se refiere, con un cuidado trabajo en los diálogos y los léxicos, uno de los puntos fuertes del guión también escrito por Scheuer con la colaboración de Fernando Regueira. La relación entre Takeo y Poncho Negro marca desde lo simbólico el choque cultural pero también se hace carne en pantalla y pivotea por diferentes estados emocionales y psicológicos que dan marco a los conflictos de manera sutil. Samurai abraza los códigos del western con una impronta muy personal que da un espacio privilegiado al tratamiento de la imagen; los encuadres prolijos y una virtuosa fotografía a cargo de Jorge Crespo para que lo paisajístico cobre un verdadero sentido dramático y se integre al lienzo de este cuadro rico en matices, que aporta al cine argentino nuevas maneras de mirar la historia desde otros colores, recupera la fuerza de la imagen como parte de la dinámica del lenguaje cinematográfico para generar en el público un vínculo sensorial que trascienda la intelectualidad y permita desarrollar la sensibilidad por algo que parece alejado u olvidado, pero que vive en la memoria.
Mismo periplo Samurai (2012), la nueva película de Gaspar Scheuer (El Desierto Negro, 2007), apuesta nuevamente a la épica histórica desde la estética, para retratar el cruce de las tradiciones culturales del samurái y el gaucho, en el particular contexto rural argentino. Takeo (Nicolás Nakayama) es tercera generación de japoneses. A fines del siglo XIX, tras la masacre y destierro de los Samuráis en el Japón ancestral, su familia se encuentra en las lejanas tierras argentinas. Takeo se rehusa a trabajar la tierra como indica su padre y buscará al líder de la resistencia samurái, llamado Saigo Takamori, como anhelaba su abuelo. En el trayecto se encuentra con Poncho Negro (Alejandro Awada), un gaucho rebelde que luchó en la Guerra del Paraguay. Juntos recorrerán las tierras a caballo. Con gran experiencia en el campo técnico, Gaspar Scheuer realiza su segundo largometraje como director, donde vuelve a proponer un cruce de géneros y estéticas: el samurái japonés y el gaucho criollo. Ambos desarraigados, solitarios y cargando el dolor de perder sus tradiciones ancestrales en manos del avance del mundo moderno. Tal es la época, que el director recurre a una temporalidad y espacios indeterminados, alejado de los efectismos que un film histórico puede proporcionar. Scheuer plantea su film como un sueño, una epopeya sensorial en la que la búsqueda de Saigo será el reflejo interior de los personajes. En el comienzo de Samurai, la pantalla se rellena de humo, creando un clima onírico de ensueño que fusionará imágenes en blanco y negro, con otras sobre expuestas y aquellas que resaltan colores fríos. La fotografía logra de este modo una textura muy particular, de minucioso y expresivo detalle técnico. Scheuer realiza un cine épico muy particular: no puede encasillarse en el género gauchesco ni en ningún otro. Su visión surge de las entrañas de sus seres a los que posiciona en un contexto rústico/fantasmal, siempre apelando al sentir de sus personajes, para darle así un halo de misterio y nostalgia al universo rural argentino.
En Samurai, Gaspar Scheuer imagina un encuentro entre un joven samurai y un gaucho en la Argentina de fines del siglo XIX sin el vuelo esperado, repitiendo el frío preciosismo de su anterior El desierto negro (2007): de alguna manera, parece continuar el camino de Aballay (2010, Fernando Spiner), con ese interés por recuperar un cine de aventuras con raíces históricas y nacionalistas, aunque en este caso los condimentos de acción y violencia se hacen desear.
Espada sin filo La singular idea en Samurai nos ubica a fines del siglo XIX con una familia de japoneses exiliados en Argentina. Momento histórico en el que en Japón se abolía la casta samurái, un dato no menor ya que en esa familia de peregrinos orientales hay un anciano guerrero. Este es el que cuenta a su nieto que Saigo Takamori, guerrero legendario que se enfrentó contra las armas del emperador luego de la prohibición samurái, está en la Argentina para volver a rearmar su ejército. Mientras la familia realiza en estas tierras la misma labor agrícola que en su Japón natal e intentan mezclarse con lo argentino, el abuelo no abandona su espíritu guerrero, y su nieto, ansia ese honor que otorga entregarse al bushido. De este punto de partida surge la jornada del nieto del samurái en busca de Saigo Takamori. La cuestión es que esta peregrinación resulta de una morosidad y dispersión exasperantes, se hace difícil no desentenderse de la historia, y de su personaje principal, preguntándonos si acaso él, como la narración, va hacia alguna parte. Es en medio de su marcha que se encuentra con Poncho Negro (Alejandro Awada), un gaucho sin brazos que batalló en la guerra con Paraguay. El desarrollo de esta relación es otro de los temas de la película, la amistad de un hombre que quiere conquistar el mundo y otro que ya perdió la batalla. El japonés suda inocencia y Poncho Negro es casi un demonio de la montaña. Es la necesidad del japonés, por el desconocimiento del terreno, lo que lo obliga a aliarse con Poncho, y desde esa impuesta interacción se va conformando una amistad (hasta el límite de las intenciones de Poncho). Por fortuna el debutante Nicolás Nakayama, a pesar de cierta parquedad, no queda mal parado frente al extravagante personaje de Awada. El apartado técnico de la película es irreprochable, una fotografía que colma los ojos, mostrando lo salvaje del monte al igual que su aridez, dejándonos adentrarnos en ese terrero junto a los actores. Se dibuja un laberinto que parece que solo Poncho Negro podría sortear. El segundo largometraje de Gaspar Scheuer luego de El Desierto Negro es un film noble en muchos aspectos. Se ve la intención de plasmar una similitud (jugando con su disparidad estética) entre el gaucho y el samurái, y apoyándose en el western como genero mítico tanto como para el este como el oeste (pero más al sur). Están frente a nuestros ojos dos mitos arrasados por la modernidad. Pero en esa conjugación que trata de aunar al gaucho con el samurái se siente una grieta, una imitación de lo japonés, forzando algo que si se siente natural en ese recorrido del monte.
Indudablemente, el segundo largo de Gaspar Scheuer, es de los mejores films locales del último año. No puedo definir (lo confieso) con claridad si me atrapó el tópico (lo original), la atmósfera o las interpretaciones. Pasa en cintas como “Samurai”, que a veces, el cine argentino, sorprende, propone nuevos recorridos, arriesga con historias poco convencionales y… acierta. Eso sucede con “Samurai”. Acierta. Es un pleno. Estamos en los finales del siglo XIX, perdida en la inmensidad de la naciente Argentina, encontramos a una familia de japoneses. Allí, Takeo (de 20 años-Nicolás Nakayama, quien aprendió esgrima y estudió el idioma para poder estar a la altura del personaje-), va madurando la idea de honrar la memoria de sus ancestros. Su abuelo era un orgulloso guerrero oriental quien atraviesa los últimos años de su vida. Este joven, vive junto a su padre, el aprendizaje natural de ser heredero de esa cultura. La familia trabaja la tierra. Pero al fallecer el viejo Samurai, Takeo entiende de sus últimas palabras, que debe buscar a Saigo Takamori, el último (y más valiente) de los de su casta, líder natural de aquellos legendarios guerreros, del que se dice huyó de la última sublevación en la patria del Sol naciente y está en tierras argentas, preparando todo para su regreso. Todos sabemos que Saigo (lo dicen los libros) murió heroicamente al frente de la resistencia contra el emperador nipón, cuando aquel ordenó terminar con los Samurai, así que si están informados, ya en este punto crece la intriga por saber qué destino le depara a Takeo en esta búsqueda, cuyo resultado se anticipa impredecible. Sabemos que la región es muy hostil para transitarla solo, por eso es que nuestro protagonista se unirá a Poncho Negro (Alejandro Awada, de gran trabajo), un ex combatiente de la Guerra del Paraguay, hombre enigmático y resistido por sus pares, para adentrarse en esa titánica tarea. Viaje iniciático enmarcado en el despliegue de contradicciones culturales (la gauchesca versus la oriental), aquí el escenario se funde con la historia de manera única: la aridez de las tierras se ve en todos los rostros de los hombres que Takeo encuentra en su camino. Honor, gallardía, picardía y engaño, serán los elementos que girarán en este derrotero: se sabe extraño y está buscando su destino, más allá de lo exótico de sus rasgos. Scheuer elige planos bellos para instalar a sus personajes: la soledad de esos parajes (se filmó en El Durazno, San Luis) y la sugerente fotografía, le dan a la película una atmósfera única. La vida interior de su protagonista (sus contradicciones con respecto al rumbo que debe tomar, hasta el mismo final) y las agudas observaciones de quienes van desfilando en la historia (desde el Coronel hasta cada gaucho que va apareciendo) son acertadas y van delineando una gran panorámica del escenario en esa época. Delicada y telúrica, "Samurai" es una de las sorpresas del año (cuántas peliculas sobre gauchos hay, en nuestra historia reciente? No más de cuatro si mal no contamos...). Si decimos que hay cine arte local, este debería ser un gran exponente en ese género. No te la pierdas.
Encontrarse entre el honor y la realidad. El año es 1879. El lugar, un desconocido rincón montañoso argentino. El conflicto del joven Takeo (el debutante Nicolás Nakayama) es decidirse por cual camino tomar. Por un lado se encuentra su padre, quien tras el exilio de Japón trata de integrar a su familia en esta nueva tierra. Por el otro, está su abuelo, quien se aferra al hogar del cual fueron desterrados, y alimenta a su nieto con lecciones y cuentos del mundo samurai. Entre esas historias, se eleva Saigō Takamori (si no recuerdan, era aquel que fuera interpretado por Ken Watanabe en El último samurai), líder de los rebeldes que conocieron su fin tras la Rebelión de Satsuma, en la cual el moderno emperador Meiji abrió fuego y acabó con la cepa de guerreros, así como con las esperanzas de esta pequeña familia de inmigrantes. Es cuando muere el anciano de la familia, tras gastar sus últimas fuerzas para lamentar y delirar por el fracaso del ideal de Saigō, que el inocente Takeo entiende las cosas mal y cree ser enviado a buscar a la legendaria figura, no solo creyendo el rumor de que Takamori se oculta y arma su ejército, sino también convenciéndose de que lo hace en este país. Rechazando el plan de su progenitor de plantarse a sembrar, el muchacho sale con su caballo a buscar el mito. Sin embargo, el verdadero descubrimiento llegará mediante el cruce cultural con el gaucho Poncho Negro (Alejandro Awada), lisiado veterano de la Guerra del Paraguay. Deceptivo y misterioso, es uno de esos sujetos que ganan la fama de personajes solo por lograr mantener deudas y rencores en cada madriguera imaginable, pero que afina con el chico: después de todo, el sistema también lo expulsó, aunque las botas que lo aplastaron fueron las de los presidentes fundacionales Mitre, Sarmiento y Avellaneda. Con la etiqueta de bárbaro pegada, Poncho Negro guiará al adolescente, mostrándole el lado sucio de otra sociedad que con la excusa del progreso los tildó de marginales, los aisló y, extrañamente, los unió. Así, el director Gaspar Scheuer vuelve al terreno de la épica gauchesca antes abordado en su ópera prima El desierto negro, ahora sumando un drama de tradición con raíces en la tierra del sol naciente, y mezclando estos elementos a través del western, quizás el género más melancólico de todos. Agregando un rico aprovechamiento visual de los paisajes de San Luís, un guión bien marcado en las peripecias y conflictos de sus personajes, y un muy buen trabajo por parte del dúo protagónico, el resultado final es un particular film de iniciación, que mira de forma lenta e introspectiva el choque entre el honor del pasado y el precio de la prosperidad presente. Por eso, esta pequeña coproducción entre Argentina y Francia es una intrigante propuesta para los que quieran encontrar un relato de un tiempo tan olvidado como sus parias. @JoniSantucho
El cine argentino supo ser el más vibrante de América latina a principios del siglo XXI, en la primera década. En esta etapa de estancamiento -o quizá decadencia-, impulsada en buena parte por acciones y omisiones de política cultural, todavía puede ostentar uno de sus atractivos principales: el de su variedad (aunque menguante). Samurá i, de Gaspar Scheuer, es uno de los ejemplos más claros de esta variedad de temas y estilos. Está hablada en parte en japonés y transcurre a fines del siglo XIX en la Argentina rural. Un joven de familia japonesa tiene un abuelo que le habla de los samuráis, de Saigo, el legendario (no llegar tarde y leer con atención las leyendas iniciales en la niebla de esta película, o ver El último samurái , con Tom Cruise). Luego de algunos sucesos familiares, interacciones conflictivas con su padre y una muerte, el joven Takeo saldrá en busca del samurái, del que se cuenta que se fue de Japón para juntar fuerzas y volver. Esa búsqueda es una quimera, por lo que la película opta parcialmente por el formato de road movie, pero sin caminos trazados. Ahí la película se convierte también en una especie de western atenuado, contemplativo. De preciosas imágenes, de gran poderío, con nitidez y con sonido superlativo (Scheuer es un sonidista de gran trayectoria), aunque a veces con música muy recargada, Samurá i es una película cuyos fragmentos, tomados de forma aislada, pueden impactar positivamente, incluso deslumbrar. Lo mismo ocurría con Desierto negro , la ópera prima de Scheuer, un western gauchesco de imágenes y sonidos apabullantes, tono grave y esteticismo ambicioso. Pero si Desierto negro tenía como aglutinante la historia de una venganza, en Samurá i la tensión argumental es menor y la narración queda aún más diluida: una búsqueda predestinada al fracaso, pero sin mayores abismos, con algo de laxitud, que redunda en falta de tensión y cohesión, y sobre todo en una lentitud no del todo justificada con la que este film desaprovecha buena parte de su enorme potencial. Aun así, esquivar el patriotismo argentino en estos tiempos nacionalistas, huir de la glorificación del pasado telúrico y hacer que los personajes vayan apagando su posible épica individual en una lógica no previsible son algunos otros méritos que se suman a los fotográficos y de sonido ya apuntados. Samurá i es una película anómala, cuya anomalía se atenúa gracias a una prolijidad aparentemente inobjetable, pero que a la vez la termina limitando en potencia, en vibración, en alcance. Los buenos planos y la experiencia de un sonido de evidente profesionalismo pueden darse con una narrativa más briosa, que esquive menos la violencia que asoma y que no huya de las posibilidades de intensificación que brotan en diversos pasajes.
La primera contraofensiva fue japonesa Cine argentino con diálogos en japonés, la ganadora del premio al mejor film nacional en el último Festival de Mar del Plata es una extraña –y no siempre lograda– cruza entre western gauchesco y película de samuráis, que sueñan con volver al poder. ¿Fue el gaucho matrero algo parecido a un samurái? ¿Un guerrero solitario y proscripto, atado a inquebrantables códigos de honor? Esa pregunta se habrá hecho, en su momento, Leonardo Favio, cuya primera opción de intérprete para Juan Moreira fue un inimaginable Toshiro Mifune. La misma cuestión subyace en Samurai, opus 2 de Gaspar Scheuer (1971), cuya El desierto negro participó, un lustro atrás, de la Competencia Internacional del Bafici. En la gacetilla de prensa, Scheuer comenta dos cosas: que vivió buena parte de su infancia en el campo y que le interesan los cruces entre historia y ficción. Ambos asuntos eran perceptibles en su primera película, suerte de western gauchesco, y vuelven a serlo en Samurái, que transcurre en el interior argentino a fines del siglo XIX. La curiosidad es que en este caso el protagonista, Takeo, es un muchacho japonés, que atraviesa los campos de San Luis con su quimono y su katana. Y obliga al uso de subtítulos, en las escenas en las que aparece en familia. Cine argentino con diálogos en japonés: Samurái, ganadora del premio a Mejor película argentina en el último Festival de Mar del Plata, no es una película típica. Coautor del guión, Scheuer se basa en el mismo episodio que inspiró El último samurái (2003): la rebelión que en 1877 el guerrero Saigo Takasuma llevó adelante contra el emperador. Rebelión en la que samuráis armados con las espadas de la tradición pelearon contra un ejército que ya había incorporado las armas de fuego. Aquí, esa referencia histórica se detalla en los característicos carteles del comienzo, que dan contexto a un dato no tan real, aunque no necesariamente imposible: la migración de una familia japonesa, encabezada por el abuelo –ex samurái derrotado– a la remotísima Argentina. Al abuelo lo anima una leyenda, según la cual Saigo habría buscado refugio más allá de las pampas, tal vez con la secreta intención de preparar una contraofensiva restauradora. Muerto el anciano, su nieto Takeo (Nicolás Nakayama) decide cumplir su sueño, yendo en busca del esquivo líder. Como en un western, Samurái sigue el periplo del protagonista, organizando el relato como escalonamiento de episodios. De éstos, el más consistente en términos dramáticos es el del conocimiento y amistad de Takeo y un tal Higinio Santos, a quien el gauchaje apoda Poncho Negro (Alejandro Awada). Suerte de residuo histórico, a Higinio lo reclutó el ejército mitrista para combatir en la guerra del Paraguay, volviendo del frente como un Cándido López al cuadrado: no con un brazo menos, sino con dos. Su lógico antimilitarismo se verá reactualizado por la presencia de un coronel aristocrático, europeizante y genocida, encarnación del proyecto liberal de los ’80. Ese militar-terrateniente prenuncia la ética que, un siglo exacto más tarde, llevaría a sus descendientes no sólo a exterminar al enemigo, sino a robarle sus pertenencias. La otra notoria extrapolación histórica es ese “Saigo vuelve” que en algún momento alguien enuncia. ¿Tiene acaso esa cita alguna relación con la contraofensiva que el viejo samurái podría estar preparando? Daría la impresión de que esas asociaciones no tienen mayor relevancia que la ocurrencia más o menos lúdica. La sensación es que Samurái en su totalidad tiene algo de pista falsa, de promesa no del todo cumplida. Como si el guiso no hubiera salido tan sabroso como lo que sus ingredientes hacían paladear. Los datos históricos, si bien presentes, parecen circular en un universo paralelo, que no termina de encarnar, al tiempo que los elementos dramáticos no son explotados a fondo. La condición de manco de Higinio en un mundo completamente manual, por ejemplo (un mundo de riendas, de armas, de azadas), hace de él un tipo sufriente, y Alejandro Awada sabe transmitir esa condición. Sin embargo, su Poncho Negro no llega a convertirse en un trágico o un cómico, dos posibilidades que estaban, con perdón por la expresión, al alcance de la mano. Algo semejante, pero más acusado, sucede con los personajes de Agustina Muñoz y Norma Argentina, que pasan sin dejar mayor huella. Es como si Samurái fuera una idea que se materializa más en términos paisajísticos y fotográficos (dos vicios que lastraban mucho más notoriamente la previa El desierto negro) que dramáticos, narrativos o sensoriales.
El camino del gaucho El western no es un género muy cultivado en la historia del cine argentino, aun cuando algunos de sus temas aparezcan a lo largo de nuestra historia. Mucho menos se ha trabajado en el cine argentino una línea narrativa vinculada a los samuráis. Y así, sin aviso previo, tenemos ya un western protagonizado por un samurai y un gaucho. Dos seres solitarios claramente emparentados con la figura del cowboy de las películas del oeste. Hombres de pocas palabras y de un deambular permanente, parece que no ha sido esta la clase de personajes que interesaron en nuestra cinematografía. Gaspar Scheuer arma una película única dentro del cine argentino. El hecho de que el film comience hablado en japonés sin duda nos coloca en un espacio totalmente nuevo para nosotros, pero eso no es lo único. El tratamiento de la imagen es maravilloso. Cuando el cine argentino era malo, había un elogio que consistía en decir "no parece argentina". Ahora que el cine nacional realmente está bien, igual hay que decir que Samurai no parece argentina. Y no parece porque sus imágenes son de una belleza distinta, sus personajes se corren de los espacios fácilmente reconocibles dentro del cine nacional. Takeo es un joven samurai que se cruza con un gaucho en su camino por Argentina. Fines del siglo XIX. La familia de Takeo se ha ido de Japón para probar suerte en Sudamérica. Pero el abuelo, fiel al último gran samurai, Saigo, cree que este se ha exiliado en Argentina y que deben encontrarlo. Entre la tierra nueva y la tradición, Takeo emprende un camino exterior e interior que le dará el corazón a la película. Él y el gaucho Poncho negro entablarán también una amistad que atraviesa todo el relato. Bella, verdaderamente sugestiva y hasta emocionante, Samurai no sólo es una gran película, también es la propuesta nacional más original de este año.
Los guerreros remotos El opus dos de Gaspar Scheuer, que debutó con El desierto negro, es una rara avis del cine nacional. Una película de cruces y contrastes, mezcla de western gauchesco y drama de samurais, que transcurre en algún lugar remoto de la Argentina a fines del siglo XIX. Un trabajo impecable desde lo formal, con sólidas actuaciones; una historia que intriga, y en la que la contemplación termina imponiéndose por sobre la peripecia. Los protagonistas son Takeo (Nicolás Nakayama), un joven japonés, descendiente de una casta de samurais, y un veterano de la Guerra de la Triple Alianza (Alejandro Awada), apodado Poncho Negro, una suerte de renegado que perdió sus brazos en combate y parece estar en el tramo final de su vida: un clásico héroe/antihéroe marginal argentino. Ambos se cruzan en el camino, cuando Takeo, por mandato de su abuelo, recién muerto, busca a Saigo Takamori, mítico guerrero considerado el último samurai, derrotado en la llamada Rebelión Satsuma, en Japón. Juntos, al otro lado del mundo, Takeo y Poncho Negro emprenden la búsqueda de Saigo, algo así como un fantasma épico. Los protagonistas del filme son, cada uno a su manera, su cultura y su etapa de la vida, personajes desclasados, anacrónicos, fuera de norma. Ambos creen en los guerreros honorables -al que Poncho Negro contrasta con los militares de la guerra contra Paraguay y de la Campaña del desierto- y defienden la tradición, en oposición a cierta idea aniquiladora del progreso. Más allá de la historia iniciática de Takeo -que se dispersa en alguna de sus subtramas-, Samurai prescinde de los subrayados y las bajadas de línea, aunque se abre en múltiples y tácitos significados históricos, filosóficos y políticos: quien quiera ver, que vea.
Una película que presenta un concepto interesante, algo que precisamente no abunda en el cine argentino. Este relato del director Gaspar Scheuer propone un atractivo encuentro entre dos figuras históricas como el samurái y el gaucho. La trama transcurre a fines del siglo 19 donde un joven japonés descendiente de un samurái trata de encontrar al icónico líder guerrero Saigo Takamori en tierras argentinas. Por cierto, el personaje de Kent Watanabe en El último Samurái (Tom Cruise) estuvo basado en Takamori, que también aparecía en el clásico animé Revenge of the Ninja Warrior del estudio Madhouse. Lo cierto es que el protagonista debe emprender su viaje en una tierra hostil donde se encuentra con el gaucho Poncho Negro (Alejandro Awada), que es un ex combatiente de la Guerra del Paraguay. De esa manera se gesta una atractiva relación de camaradería entre estos dos personajes que de algún modo son los últimos eslabones de dos culturas que parecen no tener lugar frente al avance del mundo moderno. Samurái lamentablemente no pudo ser inmune a ese gran virus que afecta al 95 por ciento de la producción nacional, que es un guión que no va a ninguna parte y termina por desaprovechar un concepto interesante. La trama comienza muy bien y es atractiva por el conflicto que vive el protagonista. Sin embargo, con el transcurso del tiempo, la historia se pierde con numerosas situaciones intrascendentes que no explota el potencial que tenía la premisa del film. Es decir, la película conceptualmente está buena pero nunca llega ser entretenida y tal vez en ese punto resida su mayor debilidad argumental. No es un film que emocione o te mantenga pegado a la pantalla por las situaciones que vive el protagonista. Hace 40 años atrás Sergio Corbucci (Django) o Enzo Castellari (Keoma) trabajaban esta misma idea y la rompían con un peliculón. En este caso Takeo, el protagonista, trata de encontrar su lugar en otra cultura, en un mundo peligroso y violento que atraviesa cambios revolucionarios y sin embargo su experiencia junto al gaucho Poncho Negro (Alejandro Awada) la vive más como un estudiante de reiki que un descendiente de samuráis. La película se pierde demasiado en las alegorías y le faltó una buena dosis de western en serio. En el caso de este estreno prefiero quedarme con los aspectos más técnicos de realización que es donde el trabajo del director Scheuer sobresale. Hace muchos años que no veía una propuesta local con la tremenda fotografía que tiene esta película. Jorge Crespo hizo un trabajo brillante en este campo y merece ser destacado. La belleza de las imágenes es realmente imponente y se nota que buscaron brindar un buen producto visual que se pueda disfrutar en el cine. Por otra parte el director supo sacarle jugo a los paisajes naturales de San Luis y la reconstrucción histórica del siglo 19 está muy bien lograda. El film logra transportarte a ese mundo desde las primeras escena y eso es genial. El trabajo que brinda el elenco es realmente muy bueno y se destacan principalmente Nicolas Nakayama (todo un hallazgo el protagonista) y Jorge Takashima que tienen muy buenos momentos. Samurai no es una película apasionante pero está bien hecha y ofrece una propuesta diferente dentro de la producción nacional que se puede tener en cuenta.
Fuera del mundo Esta extraña y a la vez muy intrigante película trata sobre un viejo samurai japonés que llega a las pampas argentinas a fines del siglo XIX en busca del mítico guerrero rebelde Saigo Takamori, quien supuestamente se habría escapado del Japón hacia la Argentina tras el fracaso de la llamada Rebelión Satsuma contra el gobierno Meiji que quitó los derechos/privilegios a los de su casta. Estando aquí y sin poder encontrar al tal Saigo, el viejo samurai inmigrante muere, y es Takeo, su nieto que ha crecido escuchando las historias de su abuelo, el que toma la posta en la más que improbable búsqueda. Así, Takeo viajará a través del país desoyendo el deseo de su padre que quiere que se dedique a trabajar la tierra. En el difícil camino se encontrará con un hombre sin brazos al que llaman Poncho Negro (Alejandro Awada), lisiado en la Guerra contra el Paraguay. Marginal y sospechoso, Poncho se une a Takeo en su búsqueda generándose así una relación curiosa entre dos seres que, por distintos motivos, están perdidos y necesitados de ayuda. Son dos personajes aislados, de otra era, fuera del mundo. Si bien suena como una curiosidad, el nuevo film del director de El desierto negro (y veterano sonidista de películas como 5 pa’l peso, La quimera de los héroes o Yo no sé qué me han hecho tus ojos, entre muchas otras) es una por momentos fascinante mezcla entre western criollo y drama de samurais. Un largometraje serio y contemplativo, a la manera, si se quiere, del Meek’s Cutoff, de Kelly Reichardt (por citar un ejemplo de una propuesta actual con similar tono). Samurai no sólo es una película muy bien hecha y actuada, sino que resulta extrañamente creíble, intrigante y se convierte en una búsqueda muy particular dentro del panorama del más reciente cine argentino, alejado de casi todas las corrientes contemporáneas. Una apuesta por un cine clásico y contemplativo, de historias contadas en algún fogón familiar.
Un raro viaje por la memoria Al comienzo del filme se ve a una familia de inmigrantes japoneses, compuesta por el padre, la madre, un abuelo y un nieto, que intentan adaptarse a las costumbres de estas tierras. Mientras Satchiro (Jorge Takashima), el padre se dedica a trabajar en el campo, el abuelo (Kazuomi Takagi) pasa su tiempo recordando la época en que fue samurai en Japón. Sus historias encuentran eco en Takeo (Nicolás Nakayama), su nieto, al que le cuenta una serie de relatos míticos, que refieren a Saigo Takamori, al que denomina el último samurai y según dice, vive, tal vez, en algún lugar de la Argentina del 1800, en que transcurre la acción. CURIOSA ASOCIACION En este filme de ficción, el director Gaspar Scheuer propone una extraña asociación, entre lo ocurrido en Japón con el exterminio de los samurai por parte del ejército imperial, a fines del 1800, con los acontecimientos de la americana Guerra de la Triple Alianza, a mediados del siglo XIX. A partir de esta caprichosa relación, Scheuer elabora una historia iniciática, en la que el viejo samurai al morir le deja como herencia a Takeo, su nieto, su katana (sable japonés) y la misión de ir en busca de Saigo Takamori, de quien se dice huyó de Japón, hacia un país lejano. Poco después se ve a Takeo, que vestido con ropas orientales sale de su casa sin rumbo, a caballo y mientras deambula por solitarios caminos de la Argentina profunda, en lugar de encontrar a Takamori, se topa con un personaje de historieta, el gaucho Poncho Negro (el personaje creado por el dibujante e historietista santafecino Juan Arancio), a cargo de Alejandro Awada, quien según le dice a Takeo peleó en la Guerra de la Triple Alianza. RODAJE PUNTANO La película fue filmada en San Luis y el director Gaspar Scheuer aprovecha bien sus diversos paisajes de llanura y de sierras, para contar el viaje iniciático de un joven, que se convierte en adulto, luego de atravesar por diversas pruebas: conoce lo que es el trabajo en el campo, se enamora de una mujer a la que termina abandonando, pierde a su amigo Poncho Negro, que es asesinado, y al regresar a su casa, descubre que su padre partió para la guerra. "Samurai" propone una historia poética, contada a través de imágenes en las que predominan los claroscuros, lo que le otorga a las escenas un clima casi hipnótico. Filmada por momentos con un ritmo tenue y planos acotados, se destacan las actuaciones de Alejandro Awada y Nicolás Nakayama.
Cruce de culturas en buen cine de género La nueva película de Gaspar Scheuer, original, fantasiosa, antojadiza y de apabullante fotografía (Jorge Crespo, ¡maestro!), cuenta la aventura de un joven aspirante a samurai, cabalgando por nuestras tierras en compañía de un gaucho sin brazos, allá por las últimas décadas del Siglo XIX. Condición sine qua non: si uno cree que un gaucho sin brazos puede montar por sí solo a caballo ya puede creer todo lo demás. Salvado este escollo, la anécdota es atractiva. En Japón, y en defensa de sus derechos de casta y su visión tradicional, los samurai desataron una revuelta rápidamente dominada por el ejército moderno del emperador. Su líder murió en el campo del honor, pero algunos dicen que se salvó y prepara la contraofensiva desde otro país. ¿Será acaso desde la naciente República Argentina? Hasta ahí llega uno de sus leales. Esperando la hora del combate, el hombre envejece. Su hijo elige dedicarse a la labranza. El nieto, en cambio, hereda la sangre guerrera del abuelo, y su arma bien filosa, que parece nacida para el consejo gaucho: "ansina si andás pasiando, / y de noche sobre todo, /debés llevarla de modo/ que al salir, salga cortando". El problema es que cuando sale provoca un daño gratuito e irreparable, todo por apresuramiento. Un arma hermosa, una katana que despierta la envidia de un coronel coleccionista, y termina en manos de quien no la quiere, pero entiende mejor los conceptos primordiales de familia y sacrificio. La escena en que esto ocurre también es bastante absurda, pero está muy bien hecha y la fotografía luce antológica. Y así es todo. En el fondo, el cuadro de enlace entre dos culturas antiguas, la del noble guerrero sin causa y la del gaucho malo que se pretende víctima. Y dos culturas nacientes, la del Japón que empezaba a salir del medioevo, y la argentina de la Generación del 80 representada por el coronel, con sus abusos pero también sus cosas buenas. Interesante este personaje, bien interpretado por el actor puntano Gustavo Machado. Muy bien los artistas "nisei" que debutan ante las cámaras, Nicolás Nakayama, Jorge Takashima, Kazuomi Tokagi y Graciela Nakasone. Inefable, Alejandro Awada como el criollo Poncho Negro, nombre que sorprende doblemente porque su poncho no es negro, y porque el personaje no tiene punto de contacto alguno con aquel heroico Poncho Negro de las historietas y la radio que alegró la vida de los niños allá por los años 50 (y su rápido caballo se llamaba Satán). Para curiosos, la Rebelión Satsuma ocurrió en el 1877 de nuestra era, y años después su conductor Saigó Takamori terminó reivindicado por sus propios enemigos. El cine lo elogia en la épica "Okami yo rakujitsu o kire", de Kenji Misumi, 1974, y lo transforma en cualquier cosa, hasta le cambia el nombre, en "El último samurai", con Tom Cruise. Pero ésa es otra historieta.
Una atípica travesía El realizador argentino Gaspar Scheuer se sumerge en la Argentina de fines del Siglo XIX, donde una familia de japoneses pasa sus días entre los cultivos y las montañas. Un clan que resiste a adaptarse a un mundo e idioma diferente y bajo el mandato de un conservador abuelo, que no desea perder las raíces. Mientras Takeo, con tal sóloo viente años, desea resguardar las tradiciones de su abuelo, su padre intenta adaptarse y salir adelante, mientras escucha los fuertes dichos de su anciano padre (Me avergüenzas!). El relato hace un quiebre cuando el abuelo de Takeo muere y malinterpretando sus últimas palabras, Takeo inicia la búsqueda improbable de Saigo Takamori, el líder de los rebeldes samurai. Entre mandatos familiares y el reconocimiento de una región desolada, Takeo recorre caminos de búsqueda espiritual, amorosa y crecimiento. Para el joven actor Nicolás Nakayama, es un papel a la medida, ya que lo compone perfectamente y se le suma un versátil intérprete como Alejandro Awada en el papel de Poncho Negro, un veterano lisiado de la Guerra del Paraguay. Ambos unen sus caminos tras los pasos de, un siempre presente, Saigo. Samurai es el segundo largometraje de Gaspar Scheuer y fue seleccionado para la competencia Argentina del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata 2012, donde fue premiado como mejor director por la DAC (Asociación de Directores Autores Cinematográficos de Argentina). El film, de desarrollo moroso, está enmarcado en un paisaje retratado con una correcta fotografía y una banda sonora que acompaña esta curiosa y atípica travesía de gauchos y orientales.
Un film distinto, un director y co-guionista Gaspar Scheuer, que plantea el cruce de dos culturas, la japonesa y la criolla, a fines del siglo pasado en un ambiente rural crudo, con espacios para el amor, el compañerismo y la crueldad. Interesante
Inusual cruce de gaucho y samurai Ya en El desierto negro (2007), Gaspar Scheuer delineaba un espacio insondable, cubierto de abismo, desde un gaucho fugitivo: a la manera de un no-lugar, cuyos límites refractaban en las asociaciones múltiples provocadas por el montaje. Así, las imágenes evocaban un cruce extraño entre la figuración y su extrañamiento, como si se tratase por momentos de texturas, de abstracciones paisajísticas o mentales. Un recorrido similar es el que el realizador propone ahora con Samurái, a través de la amistad entre un gaucho rechazado y un samurai inexperto. El primero (Alejandro Awada) responde a un nombre que ya le cifra interés de leyenda: Poncho Negro, sobreviviente de la guerra del Paraguay, portador de una cicatriz que es el cuerpo todo; el otro, Takeo (Nicolás Nakayama), hijo de una familia inmigrante, heredará del abuelo samurai la katana para persistir en la búsqueda de Saigo: líder samurai de la revuelta derrotada, escondido quizás en Argentina. Entre los datos ciertos, el enfoque histórico y los trazos de leyenda, Scheuer embarca a sus personajes en un periplo hipnótico, a través de un campo que metamorfosea lugares, temperaturas, tonos, días, noches. El color y el blanco y negro podrán convivir en un mismo plano-secuencia. Tal como en su film anterior, lo espacial existe más allá de lo visto, sobre todo a partir de lo oído: aquí la artesanía particular de Scheuer, sonidista que ha participado en más de cuarenta títulos. En este sentido, es un clima sensorial el que Samurái propone: la película como experiencia vital, donde arrojarse junto a sus personajes para dejarse embriagar por una atmósfera sonámbula. En contacto con los elementos, el gaucho y el samurai se mixturan con el medio, capaces de encontrar la pequeña brasa aún humeante o de confundirse entre la lluvia que arrecia. El contraste con estas maneras vitales, con esta forma de vivir el cine, aparece en las caracterizaciones del terrateniente, de la clase gobernante, de la fuerza militar: donde antes no había necesidad de parlamentos, aquí surgen palabras y retórica, compañía para los gestos impostados, sean aristócratas o de rango bélico. Como si un trompo fuese el recorrido enhebrado, habrá el film de encontrarse consigo mismo hacia su desenlace. Gaucho y samurai sabrán mirarse el uno en el otro, a la manera de un espejo difuso. Guerras, intereses económicos, aristocracia, no parecen ser privilegio de país alguno, así como tampoco la condición de parias de algunos. En ese lugar, mejor situar la mirada de Poncho Negro, gracias a su actor insustituible: todo está en esa manera torva, en la que se dice con los ojos. Algunas palabras agregarán más o menos datos, pero ninguna podrá -ni querrá- explicar lo que ahí se esconde.
Épica gauchesca con renegados Antes de Samurai, el otrora sonidista Gaspar Scheuer había debutado con la Espléndida El desierto negro, un relato épico que revisitaba la figura del gaucho rebelde que acumulaba muertes para saciar una sed de venganza y ponía en tela de juicio la ley urdida por los entonces dueños de la tierra que eran una y la misma cosa con el llamado ejército argentino del siglo XIX. El film, en un riguroso y fascinante blanco y negro, resultó un verdadero hallazgo, sobre todo visto desde un territorio difícil para el cine argentino como es el abordaje de un género clave en la formación de la identidad nacional: la gauchesca, maltratada la más de las veces desde la acentuación del coraje y la ingenuidad como única dimensión del ser gaucho, o con una visión más acorde con la historia contada por los que masacraron aborígenes y persiguieron al gaucho nómade y desertor hasta hacer desaparecer su estampa del imaginario secular de las clases populares. Samurai vuelve sobre el pasado nacional –que ha sido tan caro a los norteamericanos con la invención del western para mostrar su pasado– y lo hace desde un lugar similar al que utilizó Scheuer para su primera película; incluso se valió de los mismos recursos estéticos, entre los que brilla una formidable fotografía, que de acuerdo con los requerimientos del devenir de la acción va ocupando un lugar señero; es decir, según para qué momentos, el tono adquiere distintas capas en un rango que va del color pleno a una saturación perlada, logrado merced a una esmerada posproducción fotográfica. Descontado el tratamiento de la imagen, que realmente embelesa al espectador atento, Scheuer introduce aquí –con una carga que acentúa la épica si se quiere– otra figura legendaria para el cine y para la historia, el samurai, y lo sitúa en tierras argentinas poniéndolo en paralelo con el gaucho, aunque ahora éste no sea un perseguido por la ley sino un “carne de cañón” que sirvió en la Guerra de la Triple Alianza –bajo las órdenes de un coronel terrateniente que impone a sangre sus mandatos liberales contra la chusma servicial–, y durante cuyo transcurso perdió los brazos, producto de una escaramuza que ya olía a sacrificio de tropa antes de empezar. El samurai de Scheuer es un joven, que llegó al país junto a su familia escapando del exterminio al que fueron sometidos aquellos que defendían el honor de una práctica milenaria cuando en Japón se impusieron los rasgos de la modernidad, con toda su carga de negación de la tradición cultural; la aparición de las armas de fuego importadas de Europa y Estados Unidos fue su sello terminal. La leyenda de que Saigo Takasuma, líder de los que resistieron los embates de las fuerzas del “progreso” había escapado y se escondía en la lejana Argentina, se convierte en el motor de la acción de Samurai, ya que el abuelo del joven –ex combatiente a las órdenes de Saigo– le legará su katana –que luego el coronel argentino querrá rapiñar–, y lo empujará a su búsqueda. samurai-dentro2 En ese camino –también en las motivaciones de Samurai se vislumbra una road-movie– encontrará a Poncho Negro, el gaucho aludido más arriba y juntos irán sorteando diversos episodios que puntúan una errancia fantasmática por un paisaje de serranías, pequeños cañones y poblados miserables. Más acentuada la catadura del gaucho nómada, a Poncho Negro lo tildan de pendenciero, vago y mal entretenido, a la mejor usanza de la mirada liberal y positivista de la generación de los 80. Cuidada hasta en sus ínfimos detalles en busca del más acabado verosímil, Samurai tiene diálogos en japonés (subtitulados), los lugareños se valen de modismos rescatados de la literatura de la época y vestuario y escenografía redimensionan efectivamente la puesta. Cierto tinte de fábula recorre el relato y en la relación entre ambos protagonistas se juega el ideario de un mundo que iba perdiendo terreno ante el auge de los nuevos tiempos que “necesitaban” arrasar con las barbaries para imponer su lógica y “conquistar” tierras para fundar la “Nación moderna”. En el joven japonés cuando ve desmoronarse su mundo y su familia –ante el fracaso del intento de trabajar la tierra, su padre termina aceptando el forzoso alistamiento en el ejército que en ese momento combaten las montoneras federales–, y en Poncho Negro cuando opone su pasión libertaria a la obsecuencia de otros gauchos más moldeados y ladinos, y a la abúlica vida doméstica. Algunas situaciones y personajes paralelos parecerían por momentos querer cobrar otra estatura aunque en el carácter general del relato terminan siendo nada más que mojones y la historia se ciñe a los dos protagonistas. Inmejorable el coronel –parecido a Bartolomé Mitre– en su labia astuta, en su visión aristocrática de la existencia, en la exhibición obscena de su poderío y autoridad. Igual que el deambular de Poncho Negro –también su construcción física es notable–, con su inútil rodeo por una tierra conocida “en detalle”, que terminará entregado a un destino que parece aguardarlo desde siempre. Hay también ideología en Samurai, puesta a revelar un estado de cosas que se perpetuaron hasta el presente y modelaron una forma de país.
Dos cabalgan juntos En la película Samurai, del director argentino Gaspar Scheuer, un joven descendiente de japoneses y un gaucho solitario emprenden un viaje iniciático. La ambición es ostensible: filme de época, combinación de géneros impensable, un trabajo fotográfico formidable, una banda sonora que excede en su precisión a las elecciones musicales estéticamente coherentes. No hay duda de que el listón que se propuso alcanzar Gaspar Scheuer a la hora de concebir Samurái, su segunda película, tiene buena altura y conlleva riesgo. Como en su ópera prima, El desierto negro (2007), aquí también lo gauchesco define el contexto y el tiempo histórico (el siglo XIX), pero quien en los primeros minutos no preste atención a una sombra que se ve a la izquierda del elegante plano inicial de un samurái practicando algunos movimientos con su katana –su sable japonés– podrá creer que está viendo un filme japonés de época y de un subgénero que los occidentales conocemos sin reconocer su nombre: chambara. El héroe del filme es japonés. Takeo se ha exiliado junto con su familia en Argentina. Para los japoneses, el período que empieza en 1868 no es uno cualquiera: la Era Meiji fue el fin del feudalismo y el inicio de la modernización cultural, y para los clanes de samuráis eso significó oprobio. Justamente, la familia de Takeo, en especial su abuelo, un viejo samurái, participó de la famosa Rebelión de Satsuma liderada por el guerrero Saigo Takamori, en septiembre de 1877. Ya en Argentina, la nostalgia por el viejo orden perdido es una obsesión casi delirante del abuelo y un mandato acrítico para su nieto: ¿es posible que Saigo esté escondido en tierras argentinas? Así lo cree el patriarca moribundo, y Takeo irá en su búsqueda. En pleno viaje (iniciático) conocerá a "Poncho Negro", un gaucho solitario, gran conocedor del monte y sus senderos, que dice saber cuál puede ser el gran Saigo. En verdad, el gaucho es un sobreviviente de una contienda descarnada: luchó en la Guerra del Paraguay; haber sido testigo de una masacre le confiere una sabiduría amarga. ¿Clarividencia robada al espanto? Posiblemente sí, pero azarosamente conveniente para que el gaucho y el samurái encuentren una lingua franca, una zona común de intercambio entre un representante de una cultura milenaria y otro de una cultura en plena formación. Scheuer ilustra sus escenas como si se tratara de un western pretérito. Una panorámica del guerrero a caballo y "las noches americanas" donde se ve a los dos hombres contar sus historias son paisajes codificados propios de un género, y en esos momentos Samurái brilla por sus texturas, encuadres y concepción sonora, aunque no siempre la resolución formal está en consonancia con la evolución narrativa. Samurái prueba dos cosas: el cine argentino es inagotable en su diversidad; Scheuer es un cineasta con agallas. Tal vez no haya encontrado todavía lo que busca, pero acompañarlo en su búsqueda por más de 90 minutos no deja de ser un placer, acaso irrenunciable.
Film argentino que, utilizando ciertas constantes del mundo gauchesco, intenta otra cosa. Es la historia de un joven nieto de samurais que busca a un guerrero mítico en esta tierra perdida, para descubrir que su destino está en otra parte. Bella, un poco lenta por momentos, esconde una mirada crítica sobre nuestro país, un lugar abandonad por la tradición, la épica y la civilización. Un buen intento de desmarcarse de ciertas constantes desgraciadamente nacionalistas.
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La amistad entre un gaucho y un japonés y la puja entre la tradición y el progreso conviven en “Samurai”. La segunda película de Gaspar Scheuer, premiada en el Festival de Mar del Plata, se estrena el jueves 6 de junio. En un bosque entre las montañas, un anciano le enseña a un joven a manejar la katana, el sable japonés. La escena podría pertenecer a alguna de las tantas películas japonesas de samuráis, pero aunque suene extraño forma parte de una película argentina que el año pasado recibió el premio de la DAC (Directores Argentinos Cinematográficos) al mejor director en el Festival de Mar del Plata. Samurai es una rara avis que evidencia el vínculo profundo entre los relatos de héroes a caballo que resisten la violencia del progreso, ya sean westerns, historias de gauchos o de samuráis. La película cuenta la historia de Takeo, un joven japonés que a fines del siglo XIX vive con su familia en algún lugar de Argentina. Takeo es nieto de un samurai que, aún a la distancia, sigue aferrado a la cultura del Japón tradicional. Su padre, en cambio, prefiere dejar atrás el pasado para adaptarse al nuevo entorno. Cuando el abuelo muere, Takeo desoye el mandato paterno de trabajar la tierra. Toma la katana que heredó del abuelo y sale a la búsqueda de Saigo Takamori, el líder de la revuelta de los samuráis derrotada por el ejército imperial japonés en 1877, que según el mito se habría refugiado en un país lejano (¿en Argentina quizás?) para reagrupar fuerzas. Takeo (Nicolás Nakayama) emprende entonces un viaje errático en busca de un destino heroico. En el camino conoce a Poncho Negro (Alejandro Awada), un gaucho extraño, veterano de la Guerra del Paraguay, al que le faltan los dos brazos. Como se necesitan para sobrevivir, Takeo y Poncho Negro siguen viaje juntos. Y en la aventura del camino, nace la amistad. Ñ digital conversó con el director y sonidista Gaspar Scheuer sobre su segunda película, que se estrena el jueves 6. -¿Cómo surgió la idea de Samurai? -Yo había hecho El desierto negro, una película de tema gauchesco que transcurría en 1870 y, antes de que apareciera ningún japonés, ya tenía la idea de volver hacer una película gauchesca. Viví hasta los 18 años en Los Toldos, me interesa la vida rural, y también me interesa la gauchesca desde lo literario y lo histórico porque implica todo un mundo de personajes, pero buscaba cuál podía ser la historia para no repetirme. -¿Y cómo apareció el tema de la familia japonesa? -Se me ocurrió pensar qué pasaría si una familia de japoneses llegaba acá en ese momento. Partí de esa idea básica, sin conocimiento de la historia japonesa más allá de haber visto algunas películas de (Akira) Kurosawa sobre samuráis. Tenía a mano una enciclopedia Espasa Calpe de 1934, en la que los hechos estaban bastante frescos, y ahí leí que durante 250 años Japón había estado aislado del mundo y, más o menos en 1860, hay una revolución incentivada por las potencias occidentales para abrir las fronteras. Se restablece el poder del emperador y una de las primeras medidas es prohibir a la casta samurai. Se la fuerza a entregar las armas para adoptar una constitución al estilo europeo, entran las armas de fuego y todo lo que implica el progreso positivista en boga en ese momento. -¿Le llamó la atención la similitud con lo que pasaba acá? -Sí, ahí estaba la película. En dos lugares tan diferentes y distantes, uno con muy pocos años de historia, con una tradición que es una síntesis de culturas diferentes y que estaba tratando de organizarse como país, y otro con tantos años de una tradición cerrada, pasaba algo parecido. De ahí en más imaginé un samurai que se negaba a aceptar ese orden de cosas, abandonaba Japón y se instalaba con la familia de su hijo en Argentina. Pero el nieto del samurai, que había llegado de muy chico, tenía dos modelos a mano. Por un lado el del abuelo, al que admiraba, que le contaba historias de un Japón glorioso y le enseñaba las tradiciones y la ética samurai. Por otro lado el modelo del padre, que había echado por la borda todo eso para irse a otro lugar. Y el personaje tenía que ver qué camino tomar. -¿El conflicto generacional pone en escena la tensión que había acá entre tradición y modernidad? -Creo que era lo que pasaba en ese momento en el mundo. Había un modelo político y social que salía triunfante a decirle a los puntos más alejados del globo que ésa era la civilización. Era el discurso de Mitre: vamos al Paraguay a llevar las banderas del progreso, cualquier masacre es el costo que hay que pagar. Un discurso que en todos lados encontraba gente que lo hacía propio. -Y también gente que se resistía. Uno de los diálogos de la película sugiere incluso un paralelismo entre Saigo Takamori y Facundo Quiroga. -Me resultó llamativo el dato de que, una vez muerto Saigo, su figura se acrecienta y está la esperanza popular de que vuelva. Es una figura clásica de las mitologías, el guerrero que va a volver a redimir a una comunidad con el poder de su espada. De todos modos, la película no pretende glorificar al tradicionalista que se opone al progreso. No me interesa hacer un bronce de esos personajes, porque en el momento en que la historia se cuenta así pierde su complejidad y riqueza. -La película tiene algo de western y de historia de iniciación. ¿Se apoyó en esas estructuras de género? -Creo que esas estructuras están presentes, uno creció escuchando esas historias, viendo esas películas. Me parece que hoy hay una tendencia a desechar el género, el camino del héroe, como algo caduco o trillado. Tenemos algunas historias que sobrevivieron miles de años y decidimos que eso ya no vale más. Pero hay que ver esto de tirar por la borda algo que se viene contando por generaciones para contar algo nuevo. Es el mismo tema de la película: qué hago con la tradición. Como soy joven y mi misión es aportar algo nuevo, ¿entonces todo lo anterior es caduco y aburrido? ¿O trato de ver qué de todo eso resuena en mí y me sirve para contar algo que tenga su cuota de singularidad? -¿Cómo trabajó con los actores? -El elenco es una mezcla fantástica en cuanto a procedencias y formación, justificada por los diferentes papeles. Están Alejandro Awada, Agustina Muñoz y varios actores de San Luis –donde se filmó–, desde Norma Argentina a otros que jamás habían estado delante de una cámara; y está la familia japonesa (Nicolás Nakayama, Jorge Takashima, Kazuomi Takagi), a la que costó bastante encontrar. Salió de un casting largo y paciente. -¿Hubo un entrenamiento previo en esgrima? -Sí. Nicolás trabajó dos o tres meses con Carlos Loffreda, un instructor de Iaido, uno de los tipos de esgrima samurai cuya traducción es “el arte de desenvainar matando”. Es un solo movimiento. Un samurai tiene que evitar por todos los medios desenvainar porque es un acto supremo, que tiene que estar absolutamente justificado. Y es un poco el equívoco de la película. Takeo desenvaina por un motivo trivial y ahí empieza a hacer ruido eso de pretender ser samurai en medio de las sierras argentinas. Él mantiene la llama del samurai, hay un conocimiento que heredó, pero tiene que aprender qué hacer con eso.
Publicada en la edición digital Nº 6 de la revista.