Samarra

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

La muerte, ese lugar común

Apelando a un impactante registro del horror cotidiano de cualquier guerra, Brian De Palma construye un patchwork visual que no da respiro, cimentado por un montaje final de imágenes reales que viene a recordar que no todo es cine.

El diccionario de la lengua inglesa de la Universidad de Oxford reza, en su segunda acepción del verbo to redact, “editar, hacerle cambios a un documento antes de ser publicado”. Ese es precisamente el sentido del título original de Redacted, último largometraje de Brian De Palma que mete el dedo en la llaga de los pecados de guerra, en aquellos hechos y actitudes que la opinión pública no debería conocer y mucho menos confirmar fehacientemente. Máxime si se desea mantener con vida aquel proverbio que afirma que la primera víctima en todo conflicto armado suele ser la verdad. Los distribuidores locales optaron por una gracia más sencilla: el nombre de la ciudad iraquí en cuyos suburbios transcurre la historia del film. Samarra comienza sus tensos noventa minutos con imágenes tomadas por un soldado con ínfulas de cineasta, situaciones triviales en el encierro del cuartel durante las horas de descanso. De allí en más, esa cámara cándida será el instrumento principal en un concierto de pequeñas y enormes atrocidades registradas y reproducidas por ése y otros tantos medios audiovisuales.

Samarra no es ni intenta ser un documental, pero De Palma construye su ficción a partir de la emulación de registros alejados del imaginario del cine de Hollywood. La deliberada elección de un reparto de actores desconocidos corre en la misma dirección, anulando la posibilidad de la identificación de tal o cual rostro. A la visión de esa cámara hogareña se le irán sumando otras miradas: escenas de un documental francés, mucho más profesionales, sobre el puesto de control operado por ese mismo grupo de soldados norteamericanos; pequeños clips colgados en Internet por la guerrilla local –celebraciones de la violencia y el horror en nombre de Dios–, fragmentos de noticieros, mensajes grabados por las esposas de los soldados, imágenes de cámaras de seguridad y un largo etcétera. El resultado es un collage de vistas y sonidos que, sin embargo –fiel a la tradición clásica del realizador– termina conformando un relato lineal, distinguible, en el cual causas y efectos pueden absorberse fácilmente. Un patchwork infernal, pensado y ejecutado desde la bronca y el dolor, que no les quita el hombro a ciertos planteos narrativos algo manipuladores que, previsiblemente, corren incluso el riesgo de la sobresimplificación.

El tedio del trabajo cotidiano en el checkpoint, con sus pequeñas miserias y las humillaciones sufridas por los ciudadanos iraquíes que sólo intentan circular de un lugar a otro de la ciudad, le cede el espacio a una confusión que termina en crimen: la muerte de una mujer que está por dar a luz y la de su hijo no nacido. De allí en más, Samarra plantea líneas divergentes a partir de las reacciones de los soldados, que van desde la justificación por las condiciones imperantes –los famosos daños colaterales– a la celebración lisa y llana, racista e intolerante, de la muerte ajena, pasando por el inicio de algo parecido a la toma de conciencia. El film tiene reservados varios horrores más, entre otros la violación seguida de muerte de una adolescente y el asesinato de toda su familia a manos de un par de soldados, todo ello registrado por la cámara oculta de un compañero. Violencia que convocará a otras violencias, venganzas sobre venganzas, en un círculo interminable de sangre, mutilación y muerte. Una muerte tan inevitable, parecen decir los acontecimientos, como esa que aparece bajo apariencia humana en el relato de Somerset Maugham que uno de los reclutas lee a cámara.

Sin anestesia y sin censuras (de allí, nuevamente, el título original Redacted), el film se plantea como un despiertaconciencias. Un agitprop que, en más de un sentido, no es otra cosa que una relectura de Pecados de guerra, el largometraje dirigido por De Palma a fines de los años ’80, que tenía a la guerra de Vietnam como trasfondo de una historia de características y alcances similares. “¿Qué hacemos acá en Irak, si no nos quieren?”, se pregunta un joven profesional de las armas luego de la muerte del líder de la compañía. No hay respuesta posible a ese planteo; no una sencilla, al menos. En el empeñoso camino hacia la denuncia, con el recuerdo de Abu Ghraib todavía fresco, De Palma se ve ocasionalmente obligado a recurrir a la caricatura, en particular la de la dupla de soldados culpable del crimen, y a una acumulación de shocks diseñados para escandalizar. Son riesgos que el film toma, medios en pos de un fin que pueden ser discutidos, condonados o desdeñados. Antes de la secuencia de títulos de cierre, Samarra presenta un montaje de imágenes reales, un recordatorio de los efectos de la ocupación y la guerra en la población civil, particularmente las mujeres y los niños. Con la aplastante potencia de la verdad, esos planos fijos quizá sean más potentes que el resto del film, la imagen viva de la muerte más innecesaria.