Rush - Pasión y gloria

Crítica de Roger Koza - La Voz del Interior

Caballeros de las pistas

Las panorámicas sobre un cielo nublado seguidas por un plano detalle del ojo de Niki Lauda abren Rush: pasión y gloria, de Ron Howard. En esa distancia sin transición que va de las nubes al parpadeo se cifra formalmente la suerte de quien está al volante en un coche de Fórmula Uno: el estado del vehículo, la concentración mental y la velocidad de reflejos no son suficientes frente al azar y el riesgo. Un desperfecto técnico o un poco de lluvia convocan a la muerte.

Ya al comienzo la voz en off del extraordinario piloto austríaco informa: "25 pilotos… Cada año mueren dos". Un poco después, James Hunt, en plena acción erótica le explica a una de sus amantes: "Cuando más cerca estás de la muerte, más vivo te sientes". Una lectura freudiana no está de más en Rush, pues la pulsión de muerte merodea la vida anímica de los personajes, aunque el atractivo de este noble y por momentos apasionante filme de Ron Howard pasa por otras coordenadas simbólicas.

Todo empieza en un día clave en la carrera de los pilotos: 1 de agosto de 1976, en el Gran Premio de Nürburgring. El campeón Niki Lauda piensa que, dadas las condiciones climáticas, la carrera debe suspenderse. Más tarde sabremos que, por votación, Hunt y otros pilotos apoyaron la decisión contraria. Ese día, Lauda ardió más de un minuto y medio. Seis semanas después, casi como si se tratara de un milagro, el corredor, que había sido reemplazado en Ferrari por Carlos Reutemann, volvió a las pistas. Y los dos pilotos llegaron cabeza a cabeza al Gran Premio de Japón.

Extraña película la de Howard, pues podría haber sido un panegírico del machismo asociado al fetichismo por los autos y un mero pasatiempo. El impacto visual de las secuencias de carreras responde a un montaje perfecto, solidez formal acompañada por las interpretaciones de Daniel Brühl y Chris Hemsworth como Lauda y Hunt respectivamente. Virtudes indudables de la película, pero no es sólo ahí donde reside su fuerza.

Como en Frost/Nixon, Howard trabaja sobre la tensión de un enfrentamiento, aquí de temperamentos (y escuderías): el puritanismo obsesivo del austríaco en contraposición con el simpático hedonismo irresponsable del británico marcan los diálogos y las acciones. Pero no todo es lo que parece: si bien la adversidad caracteriza su cotidianidad, los enemigos están unidos frente al peligro y secretamente se necesitan.

Alianza inesperada frente a la finitud: el adversario es un camarada que sostiene una pasión solitaria que supera la prudencia racional. Los últimos cinco minutos son, en ese sentido, sorpresivamente conmovedores: hacen su aparición los verdaderos caballeros de las pistas y se revela por otros medios por qué lo que hemos visto remite, más que al género deportivo, a una aventura existencial.