Rush - Pasión y gloria

Crítica de Nicolás Chiesa - Cinematiko

El 12 de abril de 1981 fui al Gran Premio de Formula 1 disputado en Argentina. Bah, se supone que fui. Era apenas un niño y mi vieja me llevó al sector lejano del curvón Salotto. Jacques Laffite se despistó con su Ligier y fue a dar con los guardrrails. Cuando salió de su coche, cientos de personas se acercaron a mirar el coche de cerca. Mi vieja apenas retomaba la respiración: el piloto estaba vivo.

Eran otros tiempos y así lo enseña Rush, pasión y gloria, el film de Ron Howard que se estrena por estos días. En aquellos años, salir a pista con un F1 era mojarle la oreja a la muerte. Pero no solo las condiciones de seguridad eran otras. También el mundo y la vida social eran distintos. Y eso es lo que el director de J. Edgar plantea desde el minuto uno de su flamante estreno: un auténtico viaje. Pero Howard no se conforma sólo con hacer de Doc Emmet Brown. Por medio de la efímera rivalidad Niky Lauda-James Hunt, la película bucea entre dos visiones de vida antagónicas que son las que le dan, a otra película de carreras, una dimensión significativa.

A ver: el historial de la Formula 1 resguarda para Lauda un sitial privilegiado: tres veces campeón, genio del automovilismo. James Hunt, en cambio, tuvo una gloria fugaz cuando alcanzó su único título en 1976, obtenido por la imposibilidad de Lauda de correr varias carreras, por el terrible accidente en el viejo Nurburgring. Ése es el año que toma Rush, pasión y gloria para hacer un film impresionante e inolvidable.

Howard no pretende ensayar sobre F1. Estadistas y fans tomen la película como lo que es: una ficción. El guión acomoda los datos verídicos para tejer una línea narrativa donde dos son los objetivos expresivos a alcanzar. El primero es trazar dos personajes que resultan contrapuntos perfectos. Chris “Thor” Hemsworth interpreta a un desaforado James Hunt. Velocista innato, fachero, mujeriego y borracho, va por la vida a mil por hora (metáfora cursi pero, convengamos, oportuna). Daniel Brühl, el hijo de Good Bye, Lenin, es un Niki Lauda desarrollista, horrible, gélido y ultraprofesional. Entre los dos se desata un duelo personal que viene desde las inferiores. Ambos van por la gloria. Pero sus búsquedas son distintas. Y quizá lo sean también, a largo plazo, sus objetivos. Esa postura es el background dramático que le da sólidos cimientos humanos al film.

Y después está el otro drama, claro. Para muchos cero-humano, pero cómo no llamar escenas dramáticas a las brutales secuencias de carreras en un época suicida del automovilismo. La vivacidad y el realismo de las escenas de pista son el otro objetivo expresivo que Howard supera con creces.

Sin exageraciones, Rush, pasión y gloria es un film imperecedero sobre tiempos románticos e irremediablemente idos (para mejor, pero cómo evitar la nostalgia). Otra que Volver al futuro, el cine volvió a hacerlo: autos de lata, motores potentísimos, circuitos semi-selvas sin nada de seguridad, muertes a menudo, dinero, siempre el cochino dinero. Y los gatos. Dicen que sólo las cucarachas podrían sobrevivir al desastre nuclear o al viaje en el tiempo. Howard tiene otra teoría. Mientras existan autos rápidos y dinero, los que sobreviven son los gatos.