Rush - Pasión y gloria

Crítica de Gabriel Frenkel - Fancinema

Cuando éramos reyes

Cuando era chico, a principios de los ochenta, tenía un álbum de figuritas de la Fórmula 1. A lo largo de sus páginas se desplegaba un mundo mágico e inalcanzable en el que nombres de pilotos como Didier Pironi, Mario Andretti o Gilles Villeneuve, y de circuitos como Kyalami, Brands Hatch o Interlagos me transportaban a un universo en el que semidioses modernos arriesgaban su vida cada domingo como si nada y lograban que todos los veranos de mi infancia, en vez de estar chapoteando en el mar, me dedicara a reproducir en la arena las pistas de carrera del álbum y a organizar carreras de autos de F1 de plástico (el mío era un Williams de seis ruedas con una cuchara puesta adelante para ganar estabilidad). Poco a poco fui creciendo y la Fórmula 1 de mi infancia se fue desvaneciendo como pompa de jabón, cuando la tecnología se fue adueñando cada vez más del deporte al punto de desparecer casi por completo la influencia de los pilotos en el resultado final de una competición (además, que exista un equipo llamado Red Bull como que quita un poco las ganas de ver la F1, ¿no?).
Por suerte, apareció una película como Rush para hacer regresar estos recuerdos que creía perdidos para siempre. Resulta que en 1976, la mayoría de los pilotos eran como James Hunt (Chris Hemsworth, protagonista de Thor), es decir, playboys que en sus ratos libres se jugaban el pellejo corriendo a 250 kilómetros por hora en circuitos que no ofrecían la seguridad suficiente hasta que llegó un ñoño como el austríaco Niki Lauda (Daniel Brül, conocido aquí por ser el protagonista de Good bye, Lenin), un tipo feo, reconcentrado, antipático, estudioso de la mecánica y de los riesgos que conlleva cada carrera y lógicamente, dueño de un estilo conservador para manejar. Todo lo contrario de su archirrival, Hunt, rubio, pelilargo, carilindo, con más talento que dedicación y que, con su modo temerario de conducción, se reía del peligro y que dedicaba el tiempo que tenía entre carrera y carrera para emborracharse, drogarse y acostarse con hermosas mujeres.
La verdad es que fui a ver esta película con recelo. Por un lado, el nombre del director Ron Howard me hacía fruncir el ceño, ya que había estado detrás de bodoques como El Código Da Vinci, El grinch y Una mente brillante, y por otro, los estadounidenses son más afectos a categorías automovilísticas que se corren en circuitos ovales como el NASCAR que a la F1, una pasión más europea. Sin embargo, me encontré con un film brioso que, a puro vértigo, relata la historia real de la rivalidad entre dos pilotos diametralmente opuestos tanto para correr como para vivir (nunca tan cierta esa frase futbolera que dice “se juega como se vive”), que acierta en la recreación de los setenta tanto en la fotografía de colores saturados como en el vestuario y que, grata sorpresa en un film hollywoodense, respeta la lengua materna de cada personaje, lo que le suma realismo al relato. El enfrentamiento entre ambos se dirimirá, como corresponde, en la última carrera, en la que Lauda, luego del famoso accidente en el circuito de Nürburgring que desfiguró su rostro, tratará de impedir que Hunt se consagre campeón mundial por primera vez y él, a su vez, retener el título ganado el año anterior.
Rush es una película muy disfrutable porque, además de recuperar la fascinación infantil por el vértigo y la velocidad, haciendo aumentar las pulsaciones en cada maniobra arriesgada como si se tuvieran ocho años otra vez, es una épica deportiva en la que no faltan muy buenos efectos visuales, el rugir de los motores, un montaje filoso que redunda en un ritmo frenético y dos tipos que sienten un odio visceral por el otro pero que, como sucede en las rivalidades de este tipo, se necesitan mutuamente.