Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas

Crítica de Juan Cruz Bergondi - EscribiendoCine

El pueblo que no podrá nunca descansar en paz

Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas (2017) es un documental de Julián Goyoaga que indaga en una historia tan triste como real de la dictadura uruguaya: la del último inocente muerto a manos de los militares.

Lo de Vladimir Roslik ojalá hubiese sido broma. Tiene sin dudas todos los condimentos para serlo: un equívoco, la estupidez, los villanos, y un inocente. El problema es que en verdad los villanos existieron, hicieron cosas terribles y no los salva ni su propia estupidez. El equívoco se cobró la vida del último inocente que padeció la dictadura uruguaya del siglo pasado. El destino de un solo hombre puede a veces resumir el espíritu de una época entera.

Roslik y el pueblo de las caras sospechosamente rusas, la película de Julián Goyoaga, es un documental que pertenece a la triste tradición de historias latinoamericanas sobre la violencia de Estado. En San Javier, una pequeña localidad de Uruguay, acontecieron los hechos. Así como por todo el Río de La Plata están sembradas colonias europeas –de, entre otros, alemanes, españoles, ucranianos- quiso la suerte que allí fueran a parar descendientes de rusos –y, para los militares, la palabra Rusia tenía olor a comunista-.

Por la persecución que sufrieron los habitantes del pueblo, allí se dejó de hablar el idioma de los antepasados. En el centro cultural quemaron sus atuendos típicos. La calma del interior se vio resquebrajada por la paranoia que trae el miedo: las sospechas entre los vecinos, los rumores que decían “algo habrán hecho”. Vladimir Roslik era un médico que había ido a estudiar a Rusia por una beca que le daba la posibilidad que en su propio país le estaba vedada: en Montevideo, para un hijo de trabajadores como él, debido al aspecto económico, estudiar había sido sencillamente imposible.

El documental recoge los testimonios de los vecinos de aquella época y de personas que compartieron la detención con Roslik y que al día de hoy dicen sentirse avergonzados de haber vuelto con vida. Sigue el camino de la viuda del médico, quien desde su muerte dedicó todo de sí por ayudar a la comunidad –con fundaciones, parques para los niños, centros para los viejos- y ahora convencieron para postularse a alcaldesa. Y confronta al hijo con las versiones de su padre que sólo podrán ayudarlo a imaginar –se lo llevaron cuando él era apenas un bebé-.

Para representar el horror el director elige la animación. Las secuencias donde los militares irrumpen en el pueblo, donde se llevan en plena noche a Roslik y donde la viuda debe inaugurar la primera placa con su nombre están animadas con la sutileza propia del quehacer oriental: no hacen falta detalles, sino sugerencias, frases que dichas por la mitad se entienden solas. Para todo lo demás, las entrevistas y el modo observacional de la cámara son las herramientas que utiliza la película.

Lo valioso, además del proyecto en sí –que difunde una historia quizá no tan conocida por fuera de la frontera uruguaya-, reside en la contemplación de los cuerpos. Nadie de los que vivieron el momento reacciona de la misma manera y a nadie deja indiferente la tragedia de Roslik. Las calles del pueblo callan más de lo que dicen. Al final el documental imprime una afirmación que más bien suena a pregunta: tanto en 1989 –cuatro años después de la vuelta a la democracia- como en 2009 la mayoría de los uruguayos votaron porque no se derogue la Ley de Caducidad y reine, como hasta ahora, el silencio –que es justo lo opuesto a la verdad, la justicia y la memoria.