Rosita

Crítica de Jorge Luis Fernández - La Agenda

El largo regreso a casa

Una desaparición, un padre ausente y una protagonista en permanente tensión. Con maestría, Verónica Chen narra una pequeña pesadilla cotidiana.

Omar sube a Rosita a su bicicleta y van desde su casa en Florida al shopping de Beccar. Omar quiere comprarle zapatillas de running a su nieta. Después, quiere mostrarle el obelisco. Y viajan a la Capital. Todo eso sucede por la tarde. Cuando quieren volver, los agarra un paro de trenes. Un segundo infortunio: alguien les roba la bicicleta. La única opción, volver en colectivo, también es descartada. Los colectivos vuelven al conurbano repletos, imposibles de abordar. En última instancia, se quedan a pasar la noche en un bar de la estación Retiro. O al menos, esa es la historia que le cuenta Omar, al día siguiente, a Lola, su hija, cuando regresan. Rosita (Dulce Wagner) tiene una pierna lastimada y le falta su remera, sólo la cubre un buzo. Y Lola (Sofía Brito) está histérica. La explicación no la convence. ¿Qué hicieron su padre y Rosita en el día de su ausencia? En el viaje de tren al spa donde trabaja, en ese día crucial, Lola pasa por la seccional de policía para reportar la ausencia de su hija, cuando se entera de que Omar (Marcos Montes) es sospechoso de un crimen en los docks de zona norte. En este segundo día, en el que transcurrirá toda la trama, Lola deberá decidir qué hace con Omar y qué hacer con su vida, atada a sus tres hijos, un nuevo novio, y un padre que le debe cuentas pendientes.

Pero también hay otro modo de contar Rosita, y es el modo en que se desenvuelve el film cronológicamente, desde su inicio. Al atardecer, frente a unos veleros que flotan amarrados, una persona camina hacia el río, de espalda a la cámara. Se escuchan unos ladridos y la persona ejecuta un disparo, al que siguen gemidos de un perro agonizante. Luego de un corte, ladra un American bully enjaulado. Hay más perros enjaulados, en un criadero, y los gemidos de una pareja llevan la cámara adentro de una habitación en penumbras. Allí está Lola. Está encima de Vic, su novio, el criador. Pero Lola está en otra. Su sexto sentido le dice que las cosas en casa no están bien. Post coito, le pide a Víctor que la lleve de vuelta a casa en su camioneta. El muchacho, para contrariar aún más a Lola, aprovecha a llevar uno de sus perros y lo sienta de acompañante. Finalmente, al llegar a su casa, la chica encuentra a dos de sus hijos completamente abstraídos en un videojuego y sin la menor intención de atender a su madre. Recién cuando Lola desconecta el juego, los chicos, como zombis, responden al interrogante de dónde está Rosita. Se fue con Omar, le dicen, a comprar zapatillas nuevas a Beccar. Y eso detona a Lola. Va a su trabajo, se detiene en la comisaría, y descubre que la policía busca a su padre. Entonces todo se oscurece más.

El cuarto largometraje de Verónica Chen, autora de films personalísimos como Agua y Vagón fumador, remite un poco a la problemática de mujeres solas contra el mundo que en más de una oportunidad delinearon los hermanos Dardenne. Pero al mismo tiempo, Rosita es como un poliedro, un trabajo hecho para verse desde distintas ópticas que remiten a un solo suceso. Lo subyacente es el permanente estado de tensión de Lola, algo que Brito representa de manera notable. Porque Lola tiene razones para estar fastidiosa. Hay cosas que se dicen y otras que no. Le reprocha a Omar haber abandonado a su madre, y parte de lo que se supone, implica que a su regreso, cargando culpas, el padre haya tenido que albergar en su casa a la nueva familia. En cambio, Lola es más explícita al referirse a sus hijos. Cuando una vecina (Noemí Frenkel) le pregunta por qué el padre nunca está presente, Lola responde que son todos hijos de distinto padre.

Dentro de cierta austeridad –no hay banda sonora, no hay gestos expansivos (ni risas ni estallidos)–, Chen sostiene un formalismo lacrado en travellings mientas Lola corre (y sí, hay un paralelismo con el film de Tom Tykwer) y en las escenas bucólicas frente al río, las que abren y cierran el film, y dan a Rosita esa sensación de objeto inacabado, de algún modo laberíntico, que replica las rumiaciones de la protagonista. Ese mismo sentido de pequeño universo sin fin lo refuerzan las actuaciones. Los actores de más renombre, Noemí Frenkel y Luciano Cáceres –como el extravagante amigo de Omar– entran y salen esporádicamente del film, como invitados estelares de una anónima tragedia cotidiana.

Finalmente, es sugerente que Chen haya elegido el nombre de la hija menor de Lola para titular su película, y esa movida abre algunos interrogantes. ¿Será que, en la elección, el film se despega de la protagonista principal para extender la temática al drama de cientos de mujeres en su misma situación? ¿Será que los pesos que carga Lola se trasladarán indefectiblemente a Rosita, también con un padre ausente? A diferencia de los films de los Dardenne, que cargan demasiado las tintas en el drama personal, la realizadora diluye el potencial de víctima al mostrar a todos los personajes como víctimas de su propio entorno, y cómo los vínculos dificultan la mutua comprensión. La miniaturización del drama, reducido al incidente que involucra a Rosita, es la excusa para su universalización, realizada de un modo inteligente tanto en lo narrativo como en lo estético.