Rosita

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

"Rosita": ¿qué es ser una buena madre?

La apuesta de la realización es a todo o nada: a un realismo urbano de ciudades y suburbios, pero también de ámbitos íntimos.

En su cuarto largometraje, Verónica Chen amaga con hacer una película que, finalmente, no será. En el camino, logra desmontar más de un prejuicio del espectador. Si en su esfuerzo anterior, Mujer conejo, la directora jugaba con diversos tonos, géneros y mecanismos narrativos,en Rosita la apuesta es –a todo o nada– a un realismo urbano de espacios abiertos y cerrados, de ciudades y suburbios, pero también de ámbitos íntimos, de dormitorios, livings y, sobre todo, cocinas donde se juegan algunas verdades del presente, el pasado y el futuro. Para construir a su protagonista, Lola, una joven de unos treinta años con tres hijos de diversas edades, Chen confió en el talento de la actriz Sofía Brito, responsable de cargar sobre los hombros el punto de vista casi total de la historia. Primer prejuicio, de orden social, que Rosita pone en tensión: Lola es rubia, de ojos claros y vive en la localidad norteña de Florida, pero está bien lejos de tener un buen pasar. Su trabajo como masajista en un salón de belleza es estable, pero apenas alcanza para subsistir; la posibilidad de salir de la casa del abuelo de los chicos, donde vive “de prestado”, y mudarse con sus hijos parece estar lejos en el horizonte.

La primera escena (un plano-secuencia extenso, calculado al milímetro) encuentra a Lola en pleno “mañanero” con su novio (Javier Drolas), y la confesión tardía de que sus tres hijos son de padres distintos pone en primer plano otro clásico menoscabo de orden machista. “¿Qué es ser una buena madre?”, se pregunta la directora, sin una pizca de ingenuidad, en la carta de intenciones compartida con la prensa. Esa tarde termina con una noticia preocupante: el abuelo Omar (intenso Marcos Montes), sereno nocturno en el Puerto de Olivos y un hombre con algunos problemas emocionales, salió a la tarde con su pequeña nieta Rosita y todavía no volvió. Sólo al día siguiente, luego de una noche de pesadillas y malos augurios, ambos regresan a casa sanos y salvos; los pensamientos de Lola comienzan a girar en un torbellino de emociones oscuras, rencores del pasado y elucubraciones del orden de lo criminal. ¿Qué ocurrió esa noche? ¿Dónde estuvieron Omar y Rosita? ¿Acaso el padre de Lola, alguien que supo abandonar a su familia tiempo atrás, es capaz de lastimar a su propia nieta, de escapar a otro país y venderla?

No es casual que la trama incorpore referencias diegéticas al asesinato de Ángeles Rawson, aunque en última instancia ese elemento se sienta como algo excesivo, innecesario incluso. Los descuidos y olvidos de Lola –quizás producto de su situación actual, algunos de ellos peligrosos – y la revelación de que Omar tiene problemas para comprender los signos que tiene por delante incorporan una nueva capa al drama, ya de por sí complejo. Allí es cuando aparecen otros prejuicios, centrales al relato: los de la propia protagonista, quien sólo es capaz de atar cabos a partir de un esquema deductivo marcado a fuego por la intensidad de sus emociones. En última instancia, Rosita es la historia de una difícil pero posible reconciliación: la ciudad podrá ser una jungla hostil, pero no todos sus habitantes son monstruos, parece decir Chen, quien finalmente entrega una película en contra de la crudeza y la crueldad de tanto cine social contemporáneo.