Rompecorazones

Crítica de Julián Tonelli - Cinemarama

Problemas en el paraíso.

Capra, Lubitsch, Cukor, Hawks, McCarey, Sturges, Wilder… la screwball comedy es un invento bien hollywoodense, claro está. Un espléndido legado del que se sirvieron numerosas cinematografías extranjeras, y probablemente hayan sido los franceses quienes mejor supieron hacerlo. Rompecorazones es, sin duda, un buen ejemplo de ello. Nada extraño hay aquí respecto del género. Alex Lippi (Roman Duris) es un seductor empedernido que descubrió en tales aptitudes para la conquista su profesión. Según él hay tres clases de mujeres: las que son felices, las que son infelices y las que son infelices pero no lo saben. Este último grupo es la fuente de su trabajo, que consiste en destruir relaciones amorosas, en hacer que los novios de las damas a las que seduce pasen a ser los “ex”. Una vez que la misión está cumplida, se despide con el latiguillo de siempre y desaparece. Sus flamantes enamoradas no lo tendrán a él, pero ahora saben que lo que tienen no es lo que necesitan. Junto con nuestro hombre actúan su hermana (Julie Ferrier) y su cuñado (Francois Damiens), socios en el engaño. Como si se tratara de un capítulo de Los simuladores, Alex puede adquirir cualquier disfraz con tal de atraer a su presa de ocasión, cuyos gustos y costumbres son previamente estudiados. Cuando un magnate lo llama para impedir la boda de su hija, el asunto se complica, puesto que a la bella Juliette (Vanessa Paradis) se la ve bastante feliz con su prometido, un inglés apuesto, amable y también millonario. Agobiado por la deuda con un matón que lo persigue, el protagonista debe aceptar y hacerse pasar por el nuevo guardaespaldas de la futura novia. No le queda otra. Lo que no sabe es que en poco tiempo él mismo padecerá ese tropiezo llamado amor.

La ópera prima de Pascal Chaumeil tiene todo lo que hay que tener. La Costa Azul francesa, con sus hoteles lujosos, sus Ferraris descapotables y sus playas de ensueño, es el escenario perfecto para la interacción de la pareja protagónica. Y si bien nada supera el encanto de Vanessa Paradis y su sonrisa de paletas separadas, quien se lleva lo mejor de la película es Romain Duris, el excelente actor de El latido de mi corazón, Piso compartido y Las muñecas rusas. Duris camina como Tony Manero, corre como James Bond y baila como Patrick Swayze. No para nunca. Hay algo en su carisma innato y en su porte tan elástico, tan sofisticado, tan francés, que lo hace ver engreído, insolente y frágil al mismo tiempo, en contraste con la glacial e imperturbable delicadeza de Paradis. Ambos, por cierto, saben muy bien lo que hacen. El manual de gags previsibles y final feliz obligado que deben seguir les exige bastante de sí para mantener el interés, y sin dudas lo logran con creces.

El resultado es otra simple historia de conquistador conquistado, ni más ni menos, pero bien contada y bien actuada. Acaso teniendo en cuenta los bodrios actuales de un Hollywood que parece haber olvidado el buen gusto y el glamour a la hora de incursionar en un género clásico de su propia factoría podamos apreciar Rompecorazones como se merece.