Rompecabezas

Crítica de Gastón Molayoli - Metrópolis

En el día de su cumpleaños, María (Onetto) del Carmen trabaja más de la cuenta. Va de un lado para el otro, llevando y trayendo platos con comida. La cámara se mantiene pegada a su rostro y revela una cierta incomodidad cuando pasa del silencio de la cocina al quilombo del comedor, donde un gran número de personas come y conversa. Uno de esos viajes tiene un desenlace imprevisto: Carmen se tropieza y el plato con salamines que traía se estampa contra la pared, a un costado de Juan (Gabriel Goity), su marido. Luego del incidente, ella levanta los pedazos desparramados en el suelo, los lleva hasta la cocina, los apoya en una silla y se dispone a unirlos. Un rato después, cuando todos se fueron, revisa los regalos y se encuentra con un rompecabezas. Lo despliega y se sorprende del placer que le genera el proceso de unir cada una de las piezas. Allí comenzará para Carmen el descubrimiento de una nueva afición, distanciada de los quehaceres cotidianos.

Rompecabezas, la opera prima de Natalia Smirnoff, cuenta la historia de esta mujer de clase media, casada y con dos hijos, que disfruta de una práctica inútil. En la vida de Carmen los pedazos que se juntan pertenecen en general a cosas que se pueden arreglar, a cosas que sirven para algo. A la gente pragmática no se le ocurriría comprar un rompecabezas para armar la figura de una princesa (primera imagen, lejana y exótica, con la que Carmen se encuentra); eso sería una perdida de tiempo.

Con timidez y en silencio Carmen se abrirá paso hacia un lugar propio. En ese trayecto conocerá a Roberto (Arturo Goetz), un galán solitario y excéntrico que busca pareja para un campeonato de armado de rompecabezas. La relación entre ambos será tensa al principio, pero poco a poco la serenidad de Roberto marcará el ritmo de los encuentros y despertará en Carmen una curiosidad que va más allá de las piezas.

Su familia observará, con desconcierto primero pero comprensión después, la lenta transformación de la imprescindible madre de la casa, que descuida cada tanto sus ocupaciones para escaparse a otro mundo, de piezas sueltas y desordenadas. Es que en algún punto cada uno de los miembros de la familia posee una afición, un espacio inútil, lejos de la practicidad que se le demanda a Carmen: en un momento descubriremos que Juan practica Tai Chi Chuan en una de las escenas más relajadas y festivas de la película. El grado de comprensión que demuestra Carmen y el entusiasmo de Juan cuando le explica que para conectarse con la naturaleza es bueno abrazar un árbol cada tanto, son una muestra de la manera en que Smirnoff concibe a sus personajes. En su opera prima, la directora no se propone enaltecer a una heroína feminista; la intención de Carmen no es patear el tablero, sino lograr un espacio donde apoyarlo y detenerse unos instantes para armarlo y desarmarlo.

El trío protagónico mantiene un registro sólido y alejado de la obviedad costumbrista al que la película podría haber tendido, y resuelve con madurez, de la mano de Smirnoff, líneas de diálogos simples y filosas.

Pero en Rompecabezas todas las piezas de la puesta en escena se arman y se desarman en torno a María Onetto. Para la búsqueda que la película propone es muy difícil imaginar a otra actriz que ella, una mujer que parece estar todo el tiempo a punto de explotar. Onetto se adueña, con gracia y un sugerente erotismo de entre casa, de la piel de María del Carmen, una mujer tímida pero estoica que construye, a base de paciencia y decisión, pieza tras pieza, su propio espacio de resistencia.