Rojo

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Un mundo sin ley y sin dios

Premiada en el Festival de San Sebastián –Mejor Director, Actor y Fotografía-, la película de Naishtat se sumerge en un pozo hediondo de silencios cómplices, con la inminencia de una dictadura brutal. Una película urgente, de su tiempo.

Tiempo de maleficios, de pactos siniestros. El eclipse de sol vuelve rojo al mundo, los ánimos se enrarecen. El año es 1975, Argentina. Se sabe, aun cuando el film no lo señale, que hay un “brujo” que sobrelleva alguna misión profunda, de esas para las que se necesitan iluminados o similares, capaces de decisiones finales. Como escena fulminante, es sobre la tierra yerma y desierta que el (ex)policía chileno –ahora detective- dialoga con el abogado (Alfredo Castro y Darío Grandinetti), confrontados, a la manera de un western. El pleito sabrá resolverse de modo atendible, equilibrado, porque el enemigo es otro y más vale que haya acuerdo. La solidaridad es compartida. ¿No se da cuenta?, increpa el detective, mientras llora desesperado la amenaza de un mundo sin ley, sin dios.

El rojo contiene aromas variados, de sangre y revuelta. La maldición que irradia el color acobarda a algunos, fascina a otros. Lo que está en juego es el tablero, esa extensión sin horizonte que las piezas habitan de manera calculada. Otras, más díscolas, lo han puesto en jaque. Territorio de cruces y revueltas, de conquistas y sangre derramada. Una muestra plástica –entre otras escenas memorables- representa a esos personajes, gauchos vueltos dibujos, estampados para el vernissage de los gestos de clase, atildados.

El film de Benjamin Naishtat (Historia del miedo, El movimiento) presenta muchas situaciones similares, y las hilvana como si se tratara de la más natural recreación: son los detalles los que contienen el drama más profundo, terrible. El huevo de la serpiente, Bergman mediante, se ha incubado. El accionar sutil y malévolo está en los pequeños gestos que cifra la amistad pueblerina, de talante señorial impostado. Nada mejor que el inicio que el film elige, con la cámara situada en la fachada de una vivienda de barrio. De su puerta salen y entran personas que prolijamente algo se llevan. Es un día como cualquiera. ¿Cuál es la historia de esa casa, sumida ahora en un abandono que a nadie sorprende?

El ritmo cotidiano, de sofocación lenta, tiene correlato con el clima sórdido que Michael Haneke supiera plasmar en La cinta blanca. El comportamiento barrial no se altera, sino que continúa en su tesón de conformismo y silencio cómplice. Acá no pasó nada. Así que más vale sacar provecho de lo que ha quedado sin uso. Como eco distorsivo de lo que sucedía en la película El Majestic, en donde el protagonista (Jim Carrey) era adoptado en lugar de quien había “desaparecido”, en Rojo a las ausencias se las disimula, no se las nombra y ladinamente se las consensúa. También un poco a la manera de esas miradas cínicas con las que Clint Eastwood coronaba el desenlace de Río místico, junto a la asfixia de las formas cotidianas y siniestras que Diego Lerman retratara en La mirada invisible.

A pesar de su color, Rojo es negra y hedionda, como el mejor cine negro.
Alguien no está, así como esos objetos que son prolijamente arrebatados de la casa y nadie echa en falta. Hasta que la investigación aparece, bajo la rúbrica del cine policial, antes bien: noir. A pesar de su color, Rojo es negra y hedionda, como el mejor cine negro. Hunde su mundo de cine lúcido en la espesura de una nebulosa moral, que alude a los dobles sentidos, a la ironía, a lo no dicho, a lo alusivo. En este caso, como ejemplo, es la obra teatral que la hija del abogado ensaya la que también guarda su adoctrinamiento, así como la función mágica con su acto de desapariciones (Rudy Chernicoff). O la relación sexual fallida que el novio no tolera, mientras ella apela a su período y tiñe de rojo las palabras. Machismo tempranamente incubado que reventará en la consumación de un silencio con continuidad en el porvenir.

Al respecto, uno de los momentos mejores lo supone el diálogo en la iglesia, entre el detective chileno y la madre desesperada (Claudia Cantero) por la desaparición de su hijo. Allí se prefigura todo. La madre que increpa, y al hacerlo entiende que no tendrá de su lado más que a ella misma. El que está arrodillado y reza es él, cristiano y pinochetista. El ámbito donde todo sucede es un corolario edilicio, santificación mediante, de todo lo que ya sucede, de todo lo que habrá de ocurrir.

El film de Benjamín Naishtat es notable, y sabe cómo organizar una puesta en escena de naturalidad sutil y torcida, a la que todos sus personajes ayudan gentilmente. Desde el rubro actoral, en donde Grandinetti ofrece un rostro inescrutable, preñado de lentes y bigote oscuros, quien también sobresale es Andrea Frigerio: los dos, siempre solícitos con los ademanes de la situación social, que gozan, así como indiferentes con el dolor que ha sido (el de la historia y sus ecos, sangrientos y de conquista, que repercuten a lo largo de todo el film) y cínicamente partícipes de un dolor todavía peor: el que sobrevendrá.

El gran momento lo significa el acto de fin de curso, con el discurso de la profesora (Susana Pampin). Es la ceremonia de pacto demoníaco, el que tiene toda película de terror que se precie: allí cuando los acólitos del diablo se reúnen y celebran el éxito de la invocación malvada. Es admirable, porque evidencia la astucia estética, y señala a Rojo como una película urgente, de su tiempo: una época que no es otra más que ésta. El año 1975, la indefinición del lugar geográfico, toca a todos por igual. En este sentido, las palabras leídas por la docente teatral, con el asentimiento de quienes escuchan, prefiguran el terror organizado. Basta de política, se dice. Una bandera argentina, algo quebrada, acompaña el decorado del escenario.