Rojo

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

El comienzo de Rojo es excelente. Bueno, tal vez no sea para tanto, pero uno igual se entusiasma: dos escenas, bien filmadas, que abandonan el retrato de época rutinario para construir situaciones misteriosas, cruzadas por una intriga subterránea, que inquietan y fascinan al mismo tiempo por su falta de legibilidad. Naishtat pareciera estar haciendo lo impensado: ubica su película en los 70, pero para contar algo distinto a casi todo el cine argentino: una historia transversal a la violencia política, la dictadura, la represión ilegal, los desaparecidos y, como para desfigurar todavía más el conjunto, hacerlo desde una mezcla de géneros y de registros. El director incluso se permite un raro lujo: la segunda escena da paso a los créditos mientras se ve caminar a la pareja protagonista hasta el auto, y el momento imita esforzadamente la estética del cine argentino de los 70, tanto musical como visualmente. Más entusiasmo, entonces: ¿se atreverá la película, entonces, ya no a contar una historia que transcurre en los setenta, sino también a replicar sus formas cinematográficas, derribando décadas de naturalismo y de denuncia mal filmados?

Después del incidente del comienzo, la película logra una buena cantidad de momentos que deslumbran por el cuidado visual y por el enrarecimiento que parece colmarlos, y el entusiasmo, en consecuencia, crece: parece seguro que Naishtat rechaza los lugares comunes del cine argentino sobre los 70, que lo hace por la vía del extrañamiento y que opta por narrar la vida de un pueblito de provincia y de una familia típica desde unas coordenadas cinematográficas singularísimas. La perspectiva es tan extraordinaria que uno puede llegar hasta a barajar hipótesis biográficas: el prodigio seguramente se explique (pensamos) si se toma en cuenta la edad de Naishtat, y no resulta imposible imaginar películas que le sigan a Rojo, todas hechas por directores jóvenes que no hayan vivido ni se hayan visto afectados directamente por la dictadura; películas que, como Rojo, tomen la década y sus lugares comunes para contar historias nuevas, para probar cosas, para hacer cine, en suma.

Hasta que, de a poco, surgen los signos de la violencia y del golpe de Estado inminente, y la película, olvidada ya del tono inicial, se vuelve un compendio improbable de los peores vicios del cine sobre la dictadura. La decepción es doble: Rojo pasa a engordar el catálogo sobredimensionado de películas sobre la dictadura, pero lo hace después después de haber prometido otra cosa mucho mejor.

La incertidumbre del comienzo, fuente de una inquietud difícil de explicar, la misma que volvía a Historia del miedo una película inmediatamente distinguible, deviene una sátira ramplona: ya no hay misterio, solo lectura gruesa (otra más) de la época. El interventor de la provincia (que nunca se nombra) recibe a unos vaqueros norteamericanos que vienen a dar un espectáculo: todo en el encuentro es grosero y sobreactuado, al punto que la escena hasta tiene un buen timing para la comedia (gracias sobre todo a Alberto Suárez). Ahí uno duda, piensa que tal vez Rojo no haya abandonado de todo el tono un poco deforme del comienzo, que quizás, a fin de cuentas, se atreva a desmontar por la vía del grotesco el típico retrato del funcionario autoritario. Pero no, de nuevo, somos dejados con nuestros falsos pronósticos: ese grotesco no supone un enrarecimiento, sino que es el clima que de allí en más adoptará el relato. El misterio en torno del comienzo, que funcionaba como combustible de una propuesta experimental sin precedentes, por otra parte, es agotado y explicado: el altercado entre Claudio y un hombre enloquecido tiene ahora un marco narrativo que le da sentido y liquida cualquier incertidumbre; lo mismo vale para el plano inicial, donde se veía a un montón de personas vaciando parsimoniosamente una casa; la fuerza de ese plano es demolida por la explicación que le sigue después.

Cerca del final, la película se degrada a una velocidad increíble: no solo no queda nada del tratamiento del principio, sino que el director pareciera esforzarse por transformar Rojo en otro retrato penoso, subrayado, de los 70, de esos que supieron poblar la cartelera local (en especial del Gaumont) la última década. La hija de Claudio resiste los avances de Santiago, su novio, y este la ve en los ensayos de teatro de la escuela muy cariñosa con un compañero. Como efecto de los celos, Santiago se vuelve un personaje oscuro que sale en auto con sus amigos y, al encontrarse a un chico de la escuela, lo interroga y amenaza. El reparto de rasgos resulta irrisorio: los del auto, pulcros, con pulóveres y engominados, autoritarios, soberbios, maltratan al chico de la calle, de rulos, con campera y jean, que lleva una guitarra. Santiago y sus amigos lo dejan y se van, pero el que maneja sugiere volver a buscarlo: vuelven, lo hacen subir con la falsa promesa de llevarlo a su casa; en la escena siguiente, una madre aparece desesperada en la iglesia porque su hijo no vuelve a la casa desde hace días. En pocas palabras: los celos y la alienación de Santiago y de sus compañeros, todos adolescentes, los transforma automáticamente en un grupo de tareas amateur que sale de noche a secuestrar y desaparecer hippies de pelo largo.

Esas groserías se multiplican y resultan imposibles de enumerar. Otra escena difícil de soportar es la del show de Rudy Chernicoff, que invita a una espectadora a participar de un número de magia diciéndole “no me haga llamar al comando, señorita”. La chica sube, desaparece tras una puerta y el chiste del número reside en que los poderes del mago no alcanzan para traerla de vuelta. La película utiliza ese dispositivo para subrayar una vez más el sentido del relato, y tiene su momento más vergonzante cuando Chernicoff empieza a decir que la chica “no está más, despareció” varias veces. En ninguna de estas escenas hay algún resto de juego, de autoconsciencia que permitiera suponer que Naishtat, en vez de emplear seriamente esos recursos, se ríe de ellos, se los toma en solfa.

Incluso el personaje de Alfredo Castro, un detective de gestos amanerados que promete recuperar algo del misterio del comienzo, se vuelve un insumo de la tosca maquinaria de sentido de la película. Por si quedaran dudas, el final llega con el acto escolar donde una maestra lee un texto sobre la importancia de los valores nacionales y donde se ve a los chicos representar La cautiva (recurso potente que, como el resto de los elementos, se transforma para peor: del movimiento hipnótico de los ensayos, el montaje pone el acento cada vez más en el rapto, gesto que se vuelve recurrente y que refuerza hasta el cansancio el tema del secuestro y la desaparición) El director hace varios primeros planos acusatorios de los asistentes, pueblerinos de clase media que convalidan de una u otra forma la violencia estatal (“che, parece que se viene el golpe”, le dice a Claudio su amigo justo antes de que comience la obra). La complicidad civil filmada con la misma factura imposible de las películas de denuncia de los 80, pero ya sin la conciencia respecto de los materiales propios que se evidenciaba al principio.

Es poco común la carrera como director de Naishtat: de una película prometedora como Historia del miedo, que buscaba y encontraba (y sostenía, con éxito desigual) un tono singular, distintivo, pasa a otra como El movimiento, donde una voluntad de experimentar con las formas del cine se transforma enseguida en un ejercicio de estilo hueco, lleno de tics. Rojo podía ser la película que condujera al director nuevamente a las búsquedas de Historia del miedo, a la elaboración de una intriga puramente cinematográfica, al despliegue de una inquietud innombrable, al desarreglo lúdico de los géneros, pero resulta ser algo bastante peor: otra lectura complaciente de los 70 cuya rusticidad final no va en desmedro de sus ínfulas de sofisticación.