Rojo

Crítica de Diego Brodersen - Página 12

El silencio como estilo de vida

Un pueblo innombrado del interior ve alterada su tranquilidad por un altercado en un restaurante. A partir de allí deriva una escalada de violencia que se inscribe en la Argentina de los meses previos al golpe del 76.

Rojo puede ser vista como pareja artística de Historia del miedo (2014), la ópera prima de Benjamín Naishtat que recorría las arboladas y aparentemente mansas calles de un barrio cerrado del Gran Buenos Aires, mostrando a su vez el otro (y muy oscuro) lado del espejo. Pero ahora lo ominoso no es tanto la antesala de violencias posibles como su compañera inseparable, signo de los tiempos durante los cuales transcurre la historia: la Argentina de los meses previos al golpe del 76, años de sacudones intensos en la sociedad y en el estado, de grupos enfrentados, desapariciones y muertes de las cuales parecía ser mejor no hablar. Luego de un extenso plano-secuencia que describe el pacífico saqueo de una casa de barrio –sus pertenencias expurgadas una a una por los vecinos de manera metódica, casi organizada–, Naishtat pone en pantalla una gran escena de suspenso, que comienza a organizarse lentamente, con elementos absolutamente cotidianos, hasta llegar a un paroxismo de violencia absurda.

Una sola mesa libre en un restaurante atestado es el origen de esa escalada que, a pesar de los tonos y cortes de los trajes y vestidos, podría perfectamente tener lugar en el presente. Al fin y al cabo, el desprecio y la crispación no se inventaron de un día para el otro. Primer anuncio de un concepto que el realizador desea evidenciar a lo largo de los 110 minutos de metraje: así éramos, así seguimos siendo, tal vez así seremos, más allá de las coyunturas. Luego del blanco y negro de alto contraste de El movimiento, los colores apastelados de Rojo –cortesía del experimentado director de fotografía Pedro Sotero–, los zooms y ralentís, los veloces fundidos encadenados, la profundidad de campo llevada al extremo marcan una elección estética cuyas referencias son múltiples, desde el apogeo del Brian de Palma de los 70 y 80 a cierto cine del período durante el cual tiene lugar el relato, tipografía y ubicación de los títulos de apertura y cierre incluidos. Indicios de que la alegoría que late en el interior del film también tiene un costado juguetón, una ironía formal que puede ser interpretada de diversas maneras, incluso contradictorias.

Así también parece estar construido el Claudio Morán de Darío Grandinetti (uno de sus trabajos más precisos en los últimos tiempos), abogado gris de un innombrado pueblo del interior cuya vida ordenada se ve alterada por completo luego del altercado en el restaurante y su inesperada coda, que terminará eventualmente con la presencia en el lugar de un detective chileno, quien supo ser una fugaz estrella televisiva del otro lado de la Cordillera (Alfredo Castro en un rol creado a su usual imagen y semejanza). Ironías, referencias a tópicos de ciertos géneros, humor esquivo. ¿De qué forma debería apreciarse el ingreso en pantalla de la esposa del protagonista (Andrea Frigerio), envuelta en las melosas melodías de Vincent van Warmerdam, a puro saxo sexy? Lo que sigue es una descripción, por momentos descarnada y sarcástica –aunque sin llegar al cinismo, difícil equilibrio–, de una burguesía pequeñísima, pero también de un grupo de habitantes de diversas extracciones que ha comenzado a hacer del silencio y el aprovechamiento no tanto formas de supervivencia como un estilo de vida.

“Estaba metida todo el día en el sindicato”, dirá una vecina en voz baja, explicando el súbito exilio de otro abogado y de su esposa, normalizando aquello que debería ser excepcional. Antes, unas manchas de manos ensangrentadas en la pared (rojas, como las letras de ese libro apenas visible en un anaquel, “USSR”) y una anciana sentada en el patio de la casa abandonada, testeando la posibilidad de hacer propio aquello que ha quedado vacante contra la voluntad de su dueño. Una vieja publicidad de caramelos y la aparición del nuevo interventor de la provincia y de un grupo de cowboys de pura cepa acercan el relato al grotesco, que el realizador abraza antes de cargar las tintas sobre algunas de las ideas centrales de la película (la violencia como norma, el silencio pusilánime, la conveniencia) con un par de subtramas algo subrayadas. A pesar de su temática y del dramatismo general de las acciones y reacciones de los personajes, es posible que con Rojo Naishtat haya hecho, de manera consciente –aunque no lo parezca en una primera impresión–, su primera comedia. Dura, agresiva, extraña, deforme. Y definitivamente negra, a pesar de su título.