Rocketman

Crítica de Diego Lerer - La Agenda

Rapsodia excesiva

En Rocketman, la vida de Elton John no se estructura como un biopic sino como un musical que usa de manera lúdica su agitada historia personal.

Una personalidad como la de Elton John se presta claramente para una película musical como Rocketman. No necesariamente por su vida, que se ubica dentro de los parámetros bastante habituales de las de muchas estrellas de rock –familia complicada, adolescencia problemática, incomodidad social, talento musical, etc.– sino por su específica propuesta artística: tanto las melodías que compone como su presencia escénica tienen algo intrínsecamente teatral, excesivo, alejado de la realidad. Y el musical, como género, conecta muy bien con esa exageración, ese desapego de cualquier realismo, de cualquier contacto evidente con el mundo tal cual es. La música y los vestuarios de Elton se alinean con las formas más ampulosas, dramáticas y ficcionales del rock. Y una película que jugara con esas canciones no podía apostar jamás por existir en el mundo real. Vamos, que por algo se hace llamar Elton Hercules John y no usa su Reginald Dwight de nacimiento.

Rocketman, a diferencia de Bohemian Rhapsody –por citar un ejemplo tan discutido como exitoso reciente– no es la biografía de un músico de rock sino un musical hecho y derecho estructurado a partir de sus canciones y que usa de manera lúdica su historia personal. Por momentos muy inspirado y en otros algo banal, el film de Dexter Fletcher recorre la vida y obra de Elton más como lo haría un musical de Broadway que un relato clásico de ascenso y caída de una estrella de rock. Digamos: es más Velvet Goldmine o Moulin Rouge que Ray, The Doors o Sid & Nancy. Y el estilo bigger than life de su personaje cuaja a la perfección con ese tratamiento.

Las canciones –interpretadas aquí por los actores en versiones que muchas veces tienen poco y nada que ver con las originales– van armando el hilo de una historia que, de otro modo, casi no escaparía al de “otra película más sobre los sufrimientos de una millonaria estrella de rock”. De hecho, cada vez que pasa a ser eso empiezan los problemas, ya que el material dramático es tan convencional y simplista que solo el abrumador ritmo del film, las emociones exageradas de sus canciones y la propia hiperactividad del personaje logran que la película no se caiga. El musical permite eso: el truco es que uno disfrute de esa efervescencia lo suficiente como para distraer la mirada del vacío que muchas veces está en su centro. Es el espectáculo el que triunfa.

Siendo biografía oficial uno no puede esperar grandes revelaciones en Rocketman, sino una celebración del artista hecha y derecha. Los conflictos personales que lo atravesaron a lo largo de su vida fueron muchos (las adicciones a casi todo, fundamentalmente), pero el guion se lo atribuye siempre a alguien más: al padre que no lo abrazaba, a la madre que no le prestaba suficiente atención, a su sexualidad, a las parejas que lo usaban y lo dejaban, y así. La película se estructura en torno a un relato de Elton en una reunión de Alcohólicos Anónimos alrededor de 1990 y es a partir de eso que su vida se cuenta, entre canciones, drogas, alcohol y algo de sexo. Típico chico inglés solitario de posguerra, con un talento enorme y mucha curiosidad para la música, irá sobreponiéndose al maltrato y a la frialdad familiar a partir de tocar el piano, empezar a componer con su letrista de casi siempre (Bernie Taupin) y luego saltar a la fama descomunal –y a sus excesos– a principios de los ‘70. La fama, pese a sus idas y venidas, continúa intacta hasta hoy. Los excesos, aparentemente, ya no.

Pero lo mejor de Rocketman está en lo formal. Fletcher, a diferencia del trabajo más rutinario, de empleado bajo contrato, que hizo en la película sobre Freddie Mercury –a la que entró a reemplazar al despedido Bryan Singer–, monta las escenas inspirándose en musicales clásicos, en el teatro de Broadway y en que sean ellas las que vayan haciendo avanzar la historia. Manda al diablo la cronología (“I Want Love”, un éxito de 2001, se usa al principio de la película porque funciona a la hora de hablar de su infancia familiar) y hace de la música y de las letras su mapa dramático. Es curioso que las letras no sean del propio artista, pero es tal la simbiosis que siempre tuvo con Taupin (Jamie Bell) que uno podría considerarlas como suyas. El resto del disfrute que produce Rocketman tiene que ver con una inspirada actuación de Taron Egerton que funciona en todos los niveles (canta bien, se parece a Elton y tiene una energía vital que desborda la pantalla) y un montaje feroz que tiene muy en claro el juego que la película juega.

Y por otro lado están las canciones. Pero no me refiero a los temas en sí (para eso están los discos, no hace falta filmar nada) sino, por un lado, a las versiones realizadas específicamente para la película que le permiten evitar ser un sobreproducido video de karaoke y, por otro, a la manera en la que están puestas en la pantalla, en escenas que casi parecen desafiar la gravedad. Algunos hitos de la vida de Elton –su debut en el Troubadour californiano, los excesos de su vida fiestera, sus amores y desamores– cuadran muy bien con clásicos suyos como “Crocodile Rock”, “Tiny Dancer” o el propio tema que da título a la película, entre otros. El director Fletcher (Volando alto) y el guionista y autor teatral Lee Hall (Biily Elliot, Orgullo y prejuicio y la inminente adaptación al cine de Cats) no se atrevieron a hacer mash-ups musicales, pero distribuyen muy bien las canciones para que funcionen como guías, por lo que vendría bien que estén subtituladas.

Rocketman es un poco como la música y las canciones de su homenajeado, ya que respeta y honra de manera muy efectiva el arte que convirtió a Elton John en una estrella. Es una celebración del gesto y de la gracia interpretativa de sus actuaciones (y vestuarios) y del desgarrado melodrama que se desprende de las letras y las melodías de sus mejores canciones. Siempre grandilocuente y desgarrada, Rocketman es, a su modo, una ópera rock en formato corporativo. Y con el presidente de la empresa firmando los cheques y quedándose con las ganancias. “La gente no paga para ver a Reginald Dwight –dice en un momento–. La gente paga para ver a Elton John”. Y eso es lo que pagarán por ver acá.