Río Turbio

Crítica de Felix De Cunto - CineramaPlus+

Río Turbio parte de una prohibición. Según el mito de los pueblos carboneros, el ingreso de una mujer a la mina hace que la tierra se ponga celosa. Las consecuencias son fatales y terminan siempre con la muerte. Río Turbio parte de la astucia. Al no poder filmar adentro, la realizadora Tatiana Mazú elige otra estrategia: toma distancia y como una bandida de una película western, vigila la zona desde lo alto de una meseta. Mientras tanto, hundido entre nieve y niebla, las entrañas del pueblo continúan protegiendo sus misterios. Río Turbio parte del silencio. Silencios masculinos que la comunidad se ve obligada a respetar: “pasan cosas ahí abajo”, “no cuentan”, “es que son muy para adentro”. Y frente a esos silencios, alguien tiene que alzar la voz. Ese rol le pertenece a las esposas, a las viudas y a las hermanas de los mineros. Ellas son el sostén indiscutible del desarrollo de la actividad minera y de la búsqueda de mejores condiciones laborales. “A aquellos que dicen que los mineros no deberían ganar lo que ganan, los invito a una semana a mina” dispara desafiante una de ellas. Es que Río Turbio parte también (y sobre todo) de las luchas sindicales impulsadas por las Mujeres del Carbón, quienes buscaron -y aún lo siguen haciendo-, contrarrestar el clima trágico y opresivo bajo el cual está sumergida la localidad. Los testimonios circulan mediante mensajes de Whatsapp que la realizadora tiene con su tía o a través de comentarios siempre a punto de ser sepultados por interferencias y ruidos inalámbricos. Un combate subrepticio, clandestino, de mujeres sobre tierra de hombres.

El largometraje se puede pensar como una excavación ardua, creativa y lúdica. Un continuum siempre listo para reelaborarse. Un work in progress compuesto por imágenes de archivo, fotografías, mapas y planos de la mina que dan cuenta de un “estar en pugna” ante un posible ataque de una fuerza tan concreta como omnipresente. El patriarcado o la explotación laboral. La blancura de la nieve o la negrura del hollín. No se nombra al enemigo pero se lo tiene bajo la mira. Se rastrean sus pasos, se los escucha. En este sentido, el diseño sonoro es perfecto, inobjetable. La textura rugosa y esa imposibilidad, la de nunca poder ubicar la fuente de donde provienen los ruidos, incrementan la desesperación. La turbiedad perceptual que se vive adentro a la mina es trasladada a este lado de la pantalla. Mazú asume la densidad de los elementos trabajados, no para comprenderlos o alcanzar por fin el sustrato último. Más bien su labor es la de perforar donde sea y como pueda, y en esa búsqueda ir develando nuevas capas de sentido. Su historia personal como mujer puede incluso sumarse a la mesada de los objetos de estudio. Río Turbio parte entonces de lo individual, de lo pequeño, y con eso, proyecta una reflexión universal. Enlaza las luchas del pasado con las del presente y ya que está, se lanza a elucubrar un panorama de ciencia ficción donde las máquinas logran volverse armas de construcción masiva puestas al servicio de ese golpe definitivo y ansiadamente liberador. Ese golpe listo para disipar, de una vez y para siempre, la niebla que impide ver.