Rifkin's Festival

Crítica de Pablo O. Scholz - Clarín

Ya hemos dicho que hay muchos grandes cineastas que pasaron los 70 años -o más- y siguen en actividad, y cómo algunos de ellos siguen tan pujantes como en sus comienzos. Ejemplos hay, de Martin Scorsese a Steven Spielberg. Y ya en breve ahondaremos en otros pasos en falsos que han dado figurones como Ridley Scott o Clint Eastwood, el año pasado, o Francis Ford Coppola hace ya un tiempo.

Pero si hay alguien desparejo en sus últimas obras, ése es Woody Allen. Cuando rodó Rifkin’s Festival, que llega con cierto atraso a las pantallas argentinas, ya tenía al movimiento #MeToo encima, y a muchas estrellas que trabajaron con él -Kate Winslet, Timothée Chalamet, Rebecca Hall- jurando que nunca volverían a trabajar con él, tras ser acusado de haber abusado de su hija Dylan cuando tenía 7 años.

Hasta ahora, el director de Manhattan fue absuelto de toda culpa. Y al escribir el guion de Rifkin’s Festival, el neoyorquino que hoy tiene 86 años parece que no escuchó ni le importa lo que digan. Como hace Quentin Tarantino, que no fue acusado de nada, pero si uno de sus personajes tiene que masacrar a una mujer, como hacía hace unos años, lo hace.

Como sea, de nuevo Woody Allen vuelve sobre temas recurrentes en su filmografía, de la que Rifkin’s Festival está, claramente, entre lo más flojo. No, no solamente la neurosis, sino una relación de pareja que se resquebraja.

No tanta risa
Pero no es en tono dramático, porque Rifkin’s Festival pretende que nos riamos, seguramente no a carcajadas. El asunto es que sólo nos brotan sonrisas, la mejor de las veces, y un gesto de, no preocupación, pero sí de pesadumbre. O descontento Algo impensado hasta hace unos años.

El Rifkin del título es un personaje que bien pudo haber interpretado -como casi siempre en sus películas- el propio Woody. Mort (Wallace Shawn) es un académico del cine y un novelista frustrado, que acompaña a su esposa al Festival de San Sebastián. La ciudad, como en su momento Barcelona, o Roma o Venecia, pagó buena parte de la producción, dándole libertad absoluta a Woody para crear lo que quisiera, y mostrar turísticamente los encantos de la ciudad vasca.

Su mujer (Gina Gershon, de la lejana Showgirls) es publicista, y viaja para apoyar la presentación de la nueva película de un cineasta, joven, pretencioso y francés (Louis Garrel). De nuevo, el protagonista masculino le lleva casi 20 años a su esposa, quien también es mucho mayor que su amante.

Ella lo coquetea efusivamente y disimula poco. Por supuesto que la desconfianza de Mort tiene en qué basarse, pero él, hipocondríaco como cualquier personaje de Allen, cree que debe buscar ayuda médica, y se enamora de una cardióloga (Elena Anaya, de La piel que habito, de Almodóvar).

El principal problema, si es que hay uno, es que Rifkin’s Festival se desarrolla, sí, pero no arranca nunca. Los gags, para quienes somos seguidores del director de Dos extraños amantes, se adivinan antes de que algún personaje mueva los labios. Tampoco en la edición Woody se ha esforzado por agilizar el asunto, hay escenas rodadas con un solo plano, a la película le falta ritmo, humor, no ya digamos sustancia.

El gran Vittorio Storaro rodó en blanco y negro las secuencias de sueños que imitan momentos icónicos de grandes cineastas, y que van de Fellini a Truffaut y a, por supuesto, Bergman. Pero eso, que podría ser una ventaja, queda como un recurso suelto, inconexo.

La falta de inspiración, esta vez, le ha jugado en contra.

Ah. Por si ven otra cara conocida en la pantalla, es Luz Cipriota, como la periodista que le hace una pregunta al cineasta francés en el hotel.