Ricordi?

Crítica de Brenda Caletti - CineramaPlus+

CONTINUUM HIPNOTIZADOR

Se conocieron en una fiesta llena de gente, flores, comida y montones de luces brillantes de todos los tamaños. Él tenía puesta una camisa blanca, pantalón y una camperita negra, mientras ella estaba sentada en una silla huevo mecedora con barras finas que le daban la apariencia de jaula. Llevaba un vestido blanco con tiras muy finas cruzadas en la espalda y el pelo recogido en una trenza de lado. Hablaron de la infancia, de algún recuerdo triste, se sonrieron cómplices y enseguida se enamoraron. Pero, tal vez, el festejo en la isla no presentaba un aspecto tan alegre y vivo con numerosos invitados envueltos en charlas, canapés y alcohol, sino personas aisladas en una atmósfera tenue con pocas lámparas y la luz de la luna. Él lucía una remera verde esmeralda oscuro que destacaba el color de sus ojos y ella un vestido rojo apagado con media colita y el flequillo rebajado hacia la derecha. Conversaron con un dejo de melancolía pero algo los había conectado de inmediato, incluso, en medio de la soledad. Dos miradas radicalmente opuestas y, sin embargo, posibles de ese primer encuentro. Las evocaciones de ambos atravesadas por el paso del tiempo, la manipulación personal, los estados de ánimo y las formas de concebir al mundo. Un entretejido poético fundado en lo etéreo, el contraste de colores y sentimientos, los cambios producidos por el lazo mutuo, la fugacidad del presente y un pasado que se cuela sin aviso en los espacios, la música, los objetos – la boina tejida es el ejemplo por excelencia– y hasta los aromas que generan pérdidas de estabilidad emocional.

La segunda película de Valerio Mieli coquetea con el mundo onírico y con el delgado límite entre lugares reconocibles –cada rincón de la casa de él abordada en tres instancias temporales bien diferenciadas, el campamento o el taller de esculturas– y los no lugares ligados puramente con la naturaleza como el bosque, la playa o la isla. El pasaje de un recuerdo a otro genera un estado de hipnosis del deleite, incluso, en aquellos que devienen traumas o dolores profundos que circulan en un ritmo casi mágico entre la belleza, las contradicciones y los titubeos. De igual modo, esa fluidez vaporosa contribuye a la idea de un modelo viable sobre las múltiples etapas en la historia de amor de una pareja. El director no les da un nombre, edad o familias con particularidades determinadas, los sitios tampoco definen un país específico y si bien sucede en una época actual contiene elementos tan sutiles que le imprimen cierta libertad. Todo se construye mediante recortes modificados de lo que se cree que ocurrió y en momentos emocionales diversos en pos de evidenciar cómo cada revisión singular –y en conjunto– altera, intercambia, adorna, selecciona o deforma la memoria. Un viaje permanente para entender el ahora, la personalidad, las acciones pero también como refugio de los tesoros más sagrados, más allá, de las variaciones.

El montaje, entonces, actúa como el nivel superador que revela dichos mecanismos. Desideria Rayner se apoya en la oscilación continua, en la plasticidad de las imágenes, en cierto estado incorpóreo y en la ilusión para producir una cadencia armoniosa con los destellos característicos de los protagonistas y sus asociaciones favoreciendo al diálogo sensorial en lugar de voces en off, textos o explicaciones. Las escenas de la joven se impregnan de colores vibrantes como amarillos, naranjas, verdes o estampados de flores, con gestos dulces que buscan el deleite en las pequeñas cosas. Una piel libre y en sintonía con la naturaleza como pies descalzos, rastros de hojas en el cabello, la desnudez, los rayos de sol o la arena que se cuela en cada parte del cuerpo. El placer del instante, de ese momento irrepetible del hoy. Él, por el contrario, necesita revolver con frecuencia el pasado perturbador y doloroso, como si representara un romántico de siglos anteriores. Por eso, se reflejan tonos oscuros o apagados como negros, azules o marrones y escenarios cargados de niebla, hielo o humo. Incluso, los paisajes al aire libre se envuelven en un clima de melancolía y soledad como ese baño termal o los juegos en la colonia. La única excepción parece ser la chica pelirroja que surge como un espejismo del primer amor; una sensación palpitante que hasta aparenta fantasía infantil. Pero, a medida que avanza Ricordi?, la pasión por la vida se tiñe de nostalgia y desánimo contagiando los fragmentos de ambos. El agobio y la bruma se intercalan en las remembranzas de ella, mientras que destellos de luz y cierta perspectiva de felicidad brotan en las invocaciones de él, sobre todo aquellas vinculadas con la familia. Las facciones cambian como los peinados y los cuerpos ya no se reconocen en el goce, sino como repeticiones gastadas de un círculo monótono e infinito.

“El recuerdo miente, hace bonitas las cosas que no lo eran porque si no la vida sería imposible”, sentencia desolado. Mieli y Rayner se apropian de esa clave de lectura para combinar escenarios, gestos, reconstrucciones y emociones virtuales en cada recuerdo hasta llevarlas a otro nivel, a uno asociado con la poética de la imagen y el placer multisensorial tanto de los protagonistas como de los espectadores. Un juego que revela fragmentos del funcionamiento de la mente mientras invita a un estadio de ensueño actualizado mediante la belleza, el desgarro, la incertidumbre, la discordancia y la posibilidad como pilares contenedores de los relatos atesorados.

Por Brenda Caletti
@117Brenn