Revolución. El cruce de Los Andes

Crítica de Javier Luzi - CineramaPlus+

De Patrias y Paternidades

Un guión deshilachado que recrea situaciones en forma de viñetas para ejemplificar momentos que hoy se leen cruciales desaprovecha cualquier intento de construir una narración más sustanciosa.

Nuestros próceres siempre fueron de bronce o de mármol. Estatuas que de ese material se forjaban y así lucían en su traslado a la pantalla grande. Hieráticos, solemnes, inalcanzables, impolutos, infalibles y aburridos. Poco de humanos y mucho de superhéroes. Pero la Historia bascula. Se balancea de un extremo al otro del arco y de un tiempo a esta parte, ya más académicamente (la historiografía francesa y su orientación por la historia de la vida privada que fue pregnando a las demás academias) o ya más popularmente (Pigna desde sus libros o su asesoramiento en programas televisivos como Algo habrán hecho), el acercamiento a los hechos y las figuras se alivianó y se los presenta más humanos, más falibles, más cercanos. Estas nuevas formas y estilos se acompañan con miradas sobre los contenidos que revisitan la Historia y rastrean otros costados, aristas no tenidas en cuenta, nuevos modos de análisis.

Con motivo del Bicentenario de los movimientos independentistas americanos se pensó en realizar películas sobre nuestros patriotas que inevitablemente iban a responder a estas maneras. Así le tocó el turno a San Martín. Leandro Ipiña inicia su carrera cinematográfica con Revolución, el cruce de los Andes donde procura dar cuenta de la epopeya sanmartiniana entre los meses que llevaron a la formación del Ejército de los Andes y la batalla de Chacabuco en territorio chileno, durante 1817.

Un guión deshilachado que recrea situaciones en forma de viñetas para ejemplificar momentos que hoy se leen cruciales desaprovecha cualquier intento de construir una narración más sustanciosa. Está el San Martín con su esposa y su hija, uno que enseña a su amanuense, uno que sufre dolores físicos, el que dispone de tiempo para acercarse a la tropa, el que juega ajedrez con el líder de la división de los negros. Un San Martín para armar que nunca termina de armarse. O se arma en función de la coyuntura sociopolítica que hoy en día está en auge, por ende hay secuencias más vívidas, otras más funcionales y otras para la fácil traslación epocal.

Hay una notoria falta de tensión y de energía en la dirección que a pesar de los esfuerzos técnicos entrega un producto que no supera la medianía salvo en tramos determinados (ciertos pasajes de San Martín que también responden a la actuación de De la Serna; la batalla final) o desperdicia momentos clave (el cruce es uno de ellos, donde además la producción no consigue demostrar su presencia).

Algo que uno percibe con solo volar en avión, la inmensidad majestuosa y sobrehumana de la cordillera, sus peligros y su fortaleza, su poderío en pugna con la pequeñez del hombre, algo que siempre llamó la atención en la gesta sanmartiniana y la hizo más admirable, aquí pasa como una secuencia más, lo que sumado entonces a ciertos parlamentos oxidados, algunas puestas envaradas y un pedagogismo didáctico que se muestra en el tono y el relato de la voz inicial en off y el marco elegido para contar la historia (Corvalán, el amanuense, pobre y olvidado, impone desde la humildad su visión patriótica y el valor de la dignidad y el coraje humanos ante un periodista que porta todas las características de la Generación del ’80 que será la forjadora del mito de San Martín), no ayudan demasiado sino todo lo contrario.

Los carteles anunciando las fechas y los lugares donde transcurre la acción se diseñaron con tipos de letras y adornos en los que predominan los firuletes. Esos ornamentos, sin querer, dan cuenta de cierta manera de ver ese mundo representado que bien puede leerse como sinécdoque de la totalidad de la película.