Retrato de una mujer en llamas

Crítica de Victoria Leven - CineramaPlus+

Este relato no es un coming of age de jóvenes que van convirtiéndose en mujeres y encontrando la identidad de su líbido. En este filme ya son mujeres que se van adueñando de su propio deseo, que pujan y se abruman en su vertiginosa fuerza sensual, aunque al final el objeto del deseo se convierta en un fantasma, pues al alcanzarlo se diluye y solo persiste del deseo la mirada sobre ese fantasma.

El relato nos presenta un filme de época, discurre este mismo en el siglo XVIII, donde una joven Heloise deberá ser retratada para enviarle a su prometido su retrato al óleo, en una suerte de confirmación de pacto matrimonial, que confirme dicho evento a producirse a la brevedad. Varios artistas parecen haber intentado lograr plasmar la imagen de la bella joven infructuosamente. Hasta que en el universo de Heloise aparece Marianne, una joven retratista de gran talento dispuesta a lograr el cometido.

Pero el ejercicio de la creación pictórica es en parte una gran excusa para narrar esta historia de amor que germina entre Marianne y Heloise, esta fuerza del deseo que construye a partir de las miradas.

Mirar y ser mirado. Ser sujeto y ser objeto, aunque no deba ser ninguna de ellas solamente objeto nunca, porque como diría Lacan el objeto del deseo no existe. Pero el sujeto del deseo si, y es quien pone en acción el acto de ver, de mirar, de contemplar, a la vez que de ser visto, mirado y observado. La infinita doble mirada. Como un circuito continuo de ojos que crean un lazo entre ambas mujeres hasta colapsar en el estallido del deseo puesto en los cuerpos.

No hay musa pasiva aquí, las mujeres representan el deseo como acción y quien inspira a quien es un camino de ida y vuelta constante.

Mirar y ser mirado. El deseo y su objeto, su doble circulación. Todos nos queremos narrar a nosotros pero siempre somos a la vez narrados por otros, en este caso a través de la mirada, justamente clave del lenguaje pictórico y cinematográfico.

Los planos muestran en forma progresiva y lento in crescendo, lo latente de ese fervor del deseo que está en estado de evolutiva ebullición como la tormenta de verano –pieza musical– que estallará de un momento a otro, aun cuando el agua no cambie el curso de los acontecimientos predestinados para ambas, aun así la tormenta vendrá.

El amor romántico siempre ha sido en la narrativa un amor sin esperanzas, un amor cercenado, castrado por la moral o las reglas de la sociedad que lo enmarca. No es menor, el plano en el que vemos a una de estas mujeres mirando desde las rocas que dan a la orilla del mar cual un cuadro de Friedrich, el romántico alemán, pintor que ha unido tres conceptos en uno amor – naturaleza y tragedia.

La vivencia cronológica del amor, el paso a paso camina por las dos voces, las dos miradas de forma permanente creando complicidad, intimidad, tal vez eso que en un filme masculino llamaríamos fraternidad. No quiero utilizar sororidad, que evoca otras significaciones, sino que prefiero hablar de un filme que propone al amor como acto de auto definición de identidad.

Las actuaciones evaden los clichés de la interpretación de época y sus amaneramientos, aunque el filme se pelee con la incesante necesidad de reafirmar valores acerca de y sobre el feminismo en la actualidad de forma sobre marcada e innecesaria rozando lo obvio y lo subrayado, cuando esencialmente estamos en las manos de un filme que es pura exquisitez y no necesita trazos gruesos ni exposiciones explícitas.

The storm, el tercer movimiento del Concierto de verano, de las Cuatro estaciones en violín de Antonio Vivaldi, el movimiento rápido –presto– es el leit motiv de varios momentos de este relato, y en especial de dos escenas claves. Una en la que Marianne lo toca en el piano para Heloise, y otra al final en la escena monumental del teatro que cierra esta obra fílmica.

No es azaroso que también se cite al Mito de Orfeo semi dios de la música, quien rompiendo la regla de los dioses se da vuelta a mirar a su esposa que regresa del mundo subterráneo y la pierde en los brazos de Hades, el dios de los submundos.

Al final la música y antes la pintura. Llegamos en un lento paso a paso al plano final. Un lento travelling in y la cámara decide quedarse allí detenida en Heloise, observándola de perfil mirar fuera de cuadro, mirar el pasado, mientras las notas vuelan vertiginosas, como el pincel que la ha retratado, los sonidos dibujan un rostro que evoca. Todo lo que allí no se ve está sucediendo: el deseo, la pasión, el amor y la pérdida. En unos instantes un plano fijo vive sostenido por Vivaldi y lo emocionante es todo lo que excede a ese plano. Eso no es pronunciable, no debería haber una palabra que defina ese fuera de campo que es todo lo que hay y todo lo que ya no.