Retrato de una mujer en llamas

Crítica de Miguel Angel Silva - Leedor.com

Retrato de una mujer en llamas (2019), es uno de los tantos filmes que quedaron postergados por la pandemia. Su estreno, anunciado para Marzo del 2020, finalmente se hizo posible para las pantallas de cine hace solo un par de días. Y bienvenida la espera porque la cuarta película de la directora francesa Céline Sciamma es para disfrutarla, con toda su belleza pictórica a cuestas, en una sala cinematográfica, a oscuras y en silencio.
Y ya que hablamos de belleza pictórica, Retrato de una mujer en llamas es el fiel reflejo de un detrás de la escena; el de una obra de arte — el retrato en sí mismo— y el de una pasión irrefrenable — el de la pintora y su modelo — . Ambos detrás de la escena transcurren en la intimidad de un caserón ubicado a orillas de los acantilados de Francia en el siglo XIX. Un escenario en donde la majestuosidad de las olas rompiendo sobre las piedras es tan violento como el deseo de ir a su encuentro; a su encuentro fatal. De hecho, la hermana de Heloise — la mujer en llamas del título — , se suicidó tirándose al vacío. Es por eso que ella tiene que dejar el convento en donde se había refugiado — para tener acceso a los libros y a la música, según le cuenta a Marianne — y tomar el lugar de su hermana para casarse con un duque milanés. Algo que la aterra y a la que se niega enfrentándose en silencio al mandato de su madre. Su única arma de disuasión es no dejarse retratar — el único requisito que solicita el duque para conocer a su nueva esposa — y es por eso que, luego del fracaso del anterior pintor, se contrata a Marianne como una supuesta “dama de compañía”. Su misión es hacer un retrato sin que ella se dé cuenta. Observarla de día, pintarla de noche. Claro que este ardid pronto es descubierto pero no por Heloise sino por la misma Marianne que le confiesa el motivo de su visita. A partir de entonces, la relación entre ambas, lejos de distanciarse, se vuelve más íntima e intensa.
Las miradas dejan paso a las caricias, las caricias a los besos, los besos al enamoramiento total y a la terrible presunción de que están vivenciando algo prohibitivo para las convenciones de la época, tan fugaz en los hechos pero tan indeleble en la memoria. El triángulo de personajes se completa con Sophie, la encargada de atender a Marianne, a la que vemos, en una secuencia no exenta de cierto dramatismo, someterse a un aborto por parte de la curandera del pueblo. La presencia de Marianne y Heloise como testigos mudos de una escena cargada de simbolismos, es sencillamente admirable.
A través del discurrir de la historia no solo nos dejamos extasiar con los lienzos y los bocetos, que tienen por detrás sus consabidas reglas y teorías que Marianne enumera como un mantra, sino también por la música — el Concierto para Violín Nro. 2 de Vivaldi, más conocido como Verano — , y la literatura a través de la lectura del Mito de Orfeo y Eurídice. En ambas disciplinas artísticas hay una resignificación que pone en evidencia la subjetividad del arte ante una mirada teñida de emociones.
“¿Por qué Orfeo se da vuelta si tenía prohibido hacerlo?”, pregunta la joven Sophie ensimismada en la lectura. “Para observar a Eurídice por última vez y llevarla por siempre en el recuerdo”, dice una Marianne independiente y liberal a una Sophie más conservadora y sujeta a convenciones y preceptos. “Orfeo prefiere la mirada del poeta a la del amante”, cierra su alocución la pintora ante la mirada inquisitiva de Heloise. Y es en esa resignificación en donde se encuentra el nudo de toda la trama. De hecho, Marianne, cuando termina su trabajo de artista, se da vuelta, antes de abandonar la casa que la cobijó por espacio de unas semanas, para ver a su amor imposible: Heloise, ataviada de blanco, como un fantasma que pervivirá en su memoria por siempre.
Por otro lado, la música de Vivaldi aparece por segunda vez al final de la película. Una música tan alegre y efusiva que arranca lágrimas de tristeza, también de añoranza, a una Heloise solitaria que la escucha desde el palco de un teatro de Milán en un final desgarrador.
Con interpretaciones medidas pero cautivantes de Adele Haenel (Heloise), Noémie Merlant (Marianne) y Luana Bajrami (Sophie), con la música incidental tan minimalista que deja paso al sonido de la naturaleza, con una fotografía que ensalza tanto la belleza de los paisajes como la de los rostros de dos enamoradas, con un libro absolutamente original de Sciamma que ganó el Premio a Mejor Guión en el Festival de Cannes por esta película y una estética acorde a la época referenciada, la directora logró en su cuarto filme despegarse de su Trilogía de la Infancia y Adolescencia — Water Lilies (2007), Tomboy (2011), Girlhood (2014) — y encarar nuevos proyectos más ambiciosos como el aún no estrenado Petite Maman del 2021.
Retrato de una mujer en llamas es un seductor entramado de gestos, de miradas, de mohines y del sutil encanto de los movimientos de las manos, de los pinceles en la tela, de las llamas en la hoguera o de las olas en la playa. Es el vivo retrato de las sensaciones que no necesitan de diálogos sino de la contemplación lisa y llana. Cada fotograma parece salido de una galería de arte, un compendio al que tanto Sciamma como la directora de fotografía Claire Mathon, parecen haber puesto toda la fuerza estética que hizo falta para elevar esta película a niveles excelsos y convertirla en una verdadera joya cinematográfica.