Renoir

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Paisajes bucólicos y pieles lechosas

Provence, 1915. Jean Renoir llega convaleciente al dominio mediterráneo donde su padre continúa pintando obstinadamente a pesar de su avanzada edad y de sus enfermedades. Auguste Renoir vive sus últimos días, el hijo vuelve de la guerra. Entre los dos, Andrée Heuschling: última modelo del pintor y futura compañera del cineasta. Gilles Bourdos filma esta relación triangular de un modo superficial, sin emoción ni relieve, privilegiando el tratamiento visual. Las tonalidades y texturas, la iluminación de los exteriores idílicos y la paleta de colores fuertes y brillantes remiten a la pintura impresionista. Las bellas imágenes son una suerte de imitación exterior de las características formales de Renoir padre.

Renoir pinta en el medio del campo, al borde de un rio, a plena luz: flores, frutas y rostros femeninos sonrientes que parecen ignorar todo de la guerra. El viejo está rodeado de mujeres sin un papel definido: modelos, mucamas, nuevas y viejas amantes. El más bello de estos rostros es el de la pelirroja Andrée, un remolino de vivacidad salvaje que por momentos se apacigua y posa desnuda recostada sobre un sofá cubierto de telas. Allí la descubre Jean, el soldado herido. El director pretende combinar la vejez sin decadencia del pintor con el nacimiento indeciso del cineasta en torno a una musa en común, pero la película no logra llevar nunca las dos historias de manera coherente y la tensión se desdibuja. La potencia de Christa Theret en la piel de Andrée se agota en un texto menos brillante que las imágenes a las cuales se superpone. Renoir es una película amable, nostálgica y finalmente vana que se sostiene sólo por su deslumbrante fotografía.