Renfield: asistente de vampiro

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

Renfield es al cine de terror todo lo que Deadpool representa para los universos creados alrededor de los superhéroes. Antes de contar la historia del asistente del conde Drácula, Chris McKay dirigió Lego Batman: la película, brillante parodia animada que toma como referencia esencial al gran personaje de Ryan Reynolds. Todo ese aire de familia fortalece y le da sentido a esta aventura ultraviolenta, llena de ironía y a la vez muy divertida. Los tres elementos se retroalimentan todo el tiempo y de esa fusión surgen algunos grandes momentos.

Esto no es todo, porque Renfield forma parte en el fondo de un verdadero multiverso que adquiere cuando se pone en funcionamiento mucho más sentido del que presumen sin mayor sustento Marvel y DC. Es un personaje que tranquilamente podría sumarse a alguno de los cuentos más desatados surgidos de la mente de James Gunn en este mismo ambiente. Tiene más de un punto clave de coincidencia con quienes forman parte del Escuadrón Suicida de Gunn. Sobre todo porque Renfield llega a nosotros como antihéroe y se propone hacer el camino inverso.

Para convertirse en héroe lo primero que hay que hacer es recuperar la autoestima y creer en uno mismo. McKay convierte esa búsqueda en una película llena de confianza en todo lo que tiene para ofrecer, que es mucho y se ofrece en dosis generosas e inteligentes. Hace tiempo que no vemos en una producción de alto perfil un aprovechamiento tan integral del tiempo. Aquí pasa de todo en concisos, impecables y muy bien aprovechados 93 minutos. Toda una lección para el Hollywood que prefiere siempre dar unas cuantas vueltas de más.

Esa hora y media empieza de la mejor manera, con una secuencia que instala a Renfield en el lugar que le corresponde dentro de la historia de Drácula, sobre todo la cinematográfica. McKay consigue la proeza visual de instalar al Renfield de 2023, personificado con elegancia y decisión por Nicholas Hoult, en uno de los cuadros de la canónica Drácula de 1931, el clásico de Tod Browning.

La inmejorable ayuda de la referencia original nos permite entender dos cosas fundamentales. Qué hizo Renfield para convertirse en lacayo, asistente y hasta enfermero de Drácula. Y sobre todo cómo pasó de planear con el temible conde de Transilvania una sencilla operación de bienes raíces a depender por completo de él.

En el mismo momento en que Renfield descubre las características abusivas de esa relación después de acudir a un grupo de autoayuda se activa en esta clásica historia de terror el dispositivo de la comedia. Y todo empieza a fluir cuando la búsqueda de redención del melindroso asistente se conecta con la tarea de una joven e incorruptible mujer policía (Awkwafina, excelente) y el combate que ambos libran contra un clan criminal liderada por un involuntario admirador del Conde (el comediante Ben Schwartz, otro puntal del elenco) y su madre (Shohreh Agdashloo).

La película juega todo el tiempo de manera literal y simbólica con los múltiples significados que tienen los lazos de sangre. El más festivo de todos es el que se impone en las colosales escenas de acción, llenas de ingeniosos guiños a la mejor cultura pop visual de los últimos tiempos, hábilmente coreografiadas y llenas de cuerpos que danzan con gracia y se sostienen en el aire hasta desmembrarse o explotar por completo en medio de explosiones rojizas.

No es fácil de lograr esta mezcla virtuosa entre la comedia y el más puro gore que le da sentido a todo el relato. Quien lo entiende mejor que nadie es Nicolas Cage, artífice de un Drácula inolvidable, capaz de aterrar y divertir al mismo tiempo. Con la boca llena de dientes limados como filosos colmillos, el gesto desdeñoso y una pose entre aristocrática y decadente, el actor construye una de las mejores caracterizaciones de su carrera gracias a un papel que parecía estar esperándolo toda la vida.

Cage ya se había aproximado en el cine a los rasgos de Drácula en El beso del vampiro (Vampire’s Kiss, 1998), que también tenía características de comedia policial y curiosamente nunca se estrenó en los cines argentinos. Pero allí encarnaba a un agente literario que se creía Drácula. Ahora le toca ser Drácula con todas las letras: megalómano, tóxico, seductor, espeluznante, irresistible.

En este divertimento que honra toda una gran tradición y se disfruta hasta más allá del cierre gracias a una imperdible secuencia de títulos finales, Cage nos muestra una vez más que entiende a la perfección lo que significa el carisma en el cine.