Relatos salvajes

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

En los dominios de la narración clásica

La película con la que el realizador de Tiempo de valientes vuelve recargado al cine es un film en episodios. Y todos tienen un urticante tema en común: la violencia social.

Por una enorme variedad de razones, Relatos salvajes es una de esas raras películas argentinas que llegan al estreno convertidas en acontecimientos. Esas razones residen en su ambición, sus altos valores de producción, sus tocantes apelaciones a lo real, su impresionante elenco, su alto presupuesto, el hecho de representar el regreso al cine de un creador tan popular y masivamente valorado como es el director de Los simuladores. Así como su participación en la competencia oficial de Cannes, cuyo director artístico, Thierry Frémaux, la ensalzó antes incluso del comienzo del festival. A todo ello hay que sumarle la alta apuesta de su distribuidora, la major estadounidense Warner Bros., reflejada no sólo en una campaña publicitaria nunca vista, sino también en una lluvia de copias, record para una película argentina. El opus 3 de Damián Szifron se estrena nada menos que en 228 salas: más que Metegol y El secreto de sus ojos, que hasta ahora tenían el podio.

Toda esta carga previa produjo un fenómeno sin precedentes: el retiro de todos los estrenos restantes previstos para esta semana, dejando a Relatos salvajes como único estreno en todas las salas comerciales. Algo que no sucede ni con los más grandes tanques hollywoodenses. ¿Está la película a la altura de semejante aparato de lanzamiento? Sí, lo está. Relatos salvajes no es indiscutible. Su discutibilidad contribuyó, de hecho, gracias a un fallido intento de censura legislativa, a su aplastante desembarco en salas. No es perfecta. No es del todo pareja, aunque sí más que nueve de cada diez films en episodios. No es la mejor película argentina en mucho tiempo e incluso está abierto a polémica que sea la mejor del año. Pero sí es una película en serio, hecha por un cineasta en serio, que puso toda la carne al asador y tuvo (con una única excepción mayor y un par algo menores) el suficiente talento, cintura y muñeca para sacarla bien a punto.

Ya se sabe que la película con la que el realizador de El fondo del mar (2003) y Tiempo de valientes (2005) vuelve recargado al cine –después de una suerte de “retiro espiritual” de nueve años– es un film en episodios. Se sabe también que todos ellos tienen un tema en común: la violencia. No cualquier violencia, sino la social. O distintas formas de violencia social, para ser más justo. También se sabe que alguna relación con el presente argentino tiene la película, y los más desaforados pueden llegar a acusar lisamente al gobierno actual de tener “la culpa” por “el estado de cosas” que el film presuntamente “denunciaría”. Al borde mismo del estado de recalentamiento que el propio film toma como tema, conviene hacer la gran Mascherano: cabeza fría, retención segura y distribución al pie de temas, motivos y tratamiento que Szifron, en su doble carácter de director y guionista, imprime al film.

Lo primero es lo primero: se impone contar brevemente cuáles son los seis relatos que dan título a la película. Hay un episodio de apertura, breve y previo a los créditos, que es casi un chiste largo y eficaz, protagonizado por María Marull y Darío Grandinetti, a bordo de un avión que resulta no estar en manos amigas. El segundo, algo más extenso, presenta a Julieta Zylberberg como camarera y la siempre imponente Rita Cortese como cocinera de un bar rutero, atendiendo a un cliente indeseado (notable casting de César Bordón, en un personaje repulsivo). De allí en más, lo que puede considerarse el “núcleo duro” del largo film (para el canon argentino, dos horas lo son), integrado por los tres “cuentos” (eso es lo que son) protagonizados por las cabezas del elenco: Leonardo Sbaraglia, Ricardo Darín y Oscar Martínez.

Suerte del Coyote y el Correcaminos en versión gore, el de Sbaraglia y el notable “Oso” (Oscar Bertea) de Bolivia, de Adrián Caetano (2001), narra un proceso de aniquilación mutua a cargo de dos choferes, en medio de una desolada (y soleada) ruta secundaria salteña. El episodio Darín –en el que éste, “ciudadano común” sometido al entre kafkiano y dictatorial régimen público, termina haciendo justicia por mano propia– es sin duda el más abierto a la polémica, del que más se va a hablar y al que más leche van a querer extraerle los tamberos mediáticos al acecho. Si Szifron no lo hubiera pensado antes, podría tomarse el de Oscar Martínez como reescritura del reciente film rumano La mirada del hijo: el hijo de un poderoso atropella por descuido a una mujer embarazada, y su familia recurrirá a lo que más domina (el dinero) para salvarlo de prisión. Finalmente, el de Erica Rivas, novia rica, que, al enterarse de lo que no debería en plena boda, patea el tablero y convierte en grotesco infierno ese paraíso burgués.

Como sucedía más en sus series de televisión (incluyendo la magnífica Hermanos y detectives, 2007) que en sus películas, Szifron da la sensación de saber exactamente qué quiere y cómo lo quiere. Con la única excepción del último episodio (en el que el tono y registro de farsa sangrienta patinan tanto como los protagonistas bailando tijeras), Szifron domina todos los resortes de la narración clásica. La sorpresa (ver el primer episodio), el humor (el primero y, en un plan más negro, el de Sbaraglia), la identificación (en el segundo y cuarto todo el malestar moral que se transmite al espectador está sostenido, como en Hitchcock, en la empatía con los protagonistas), la progresión (una vez que se desata, la guerra entre Sbaraglia y su némesis rutero no para hasta la calcinación), el manejo del punto de vista (el personaje de Oscar Martínez pasa de victimario a víctima, y de patrón considerado a manipulador despiadado), la economía (a la película entera no le sobra ni le falta un plano), la dosificación, la consistencia, la ajustadísima dirección de actores (salvo, otra vez, el último episodio, donde todo el mundo parecería perder el control, tanto como los personajes).

A todas esas virtudes clásicas, Szifron suma algunas bien modernas: el humor negro, el exceso (ambos expresados sobre todo en el “cuento” de Sbaraglia), la escatología (en el mismo episodio), el nihilismo (ver los finales del tercero y quinto episodio), la propia cinefilia. Hay fuertes ecos de Hitchcock (el episodio del bar parece salido de la serie Alfred Hitchcock presenta), Spielberg (la primera parte del de Sbaraglia es Reto a muerte; la segunda, Tom y Jerry), Scorsese (el de Darín se desarrolla como Después de hora y se cierra como Taxi Driver) y, por el lado gore, una posible tríada Tarantino-Robert Rodríguez-Alex de la Iglesia, circunscripta en exclusividad a la sangrienta guerra de la ruta.

En términos políticos y sociales, Relatos salvajes parece narrada justo en el lugar o tiempo en que la grieta de clase se ensancha y ahonda. El ciudadano tipo se vuelve loco. El parroquiano del bar es una rata mafiosita de provincia (candidato a intendente, para más datos). El nuevo rico de Sbaraglia entra al infierno en Audi, en el momento mismo en que le grita “negro de mierda” al chatarrero al que pasa en la ruta. La gente de plata compra y vende crímenes y pecados. Hablando de estos últimos, no puede dejar de señalarse, en el haber de Relatos salvajes, un pecadillo que los clásicos jamás cometerían: la explicitación verbal del tema que se aspira a tratar. Lo cual, por suerte, sucede en apenas un par de ocasiones. Pero no por ello deja de provocar un ruido molesto, en medio de tan alta condensación narrativa.