Relatos salvajes

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Relatos salvajes es una película hecha a destajo, un objeto construido calibradamente a través del más esforzado de los trabajos. Y el trabajo no es algo que todas las películas revelen por igual: en el cine de Matías Piñeiro, por ejemplo, la elegancia y frescura con la que aparecen confeccionados los planos y las actuaciones logran hacernos creer que en la imagen hay algo orgánico, algo natural cuya vida no requiere de grandes labores de realización (aunque después, quizás leyendo una entrevista, nos enteremos de que en el cine de Piñeiro se ensaya y mucho). Las películas de Damián Szifrón hacen justo lo contrario, se ofrecen como maquinarias complejísimas que en ningún momento ocultan el carácter artificial, mecánico del conjunto. La última película del director de El fondo del mar produce una ingeniería de guión que destina una enorme cantidad de recursos para capturarnos y sumergirnos en sus universos: llega un momento en que uno deja de ver planos y es tironeado de un lado hacia el otro por las innumerables poleas de la narración. La labor más evidente tiene que ver con las distintas posiciones morales a las que nos acerca (o aleja), cómo se les presenta a los personajes (y a nosotros) una serie de dilemas éticos que proceden siempre de la misma forma, como problemas prácticamente resueltos para los que no hay muchas alternativas, pero que rápidamente crecen en espesor y se vuelven complejos; ahí es cuando la película nos deja solos con los personajes y sus elecciones, en calidad de cómplices.

Relatos salvajes es despareja, y el éxito o el fracaso de las distintas historias que la componen se debe fundamentalmente a la capacidad del mecanismo de Szifrón de operar haciendo invisible su propio funcionamiento. Así ocurre en el primer y segundo relato, y también en buena parte del tercero. La trama de muerte que se teje silenciosamente en el primero, y la tensión que se eleva hasta picos inconcebibles en el segundo, logran sumergirnos en la espiral de locura que golpea a los protagonistas y nos hace sentir el peso de todo el aparato narrativo y visual sin revelar nunca los engranajes del sistema. Un cricket que queda mal colocado, un cinturón de seguridad que cumple otros propósito o una porción de papas fritas son los mecanismos que vehiculizan el conflicto y la tensión sin dejar de pertenecer al mundo del relato. Pero en algún momento, los objetos y las decisiones de los personajes comienzan a percibirse como obra un guión y no como partes integrantes del entorno de los personajes. Ocurre en el relato del ingeniero que compone Darín, en el que los golpes de efecto y los contratiempos que padece el protagonista se subrayan hasta llegar al punto de develar el funcionamiento de la maquinaria narrtiva y, como consecuencia, nos expulsa de la historia.

No es que hasta ese momento Relatos salvajes careciera de subrayados, sino que la película apelaba al trazo grueso en forma consciente como una manera de pensar y construir su propio mundo. El guión plantea cuál será el tono interpretativo en el prólogo, cuando el crítico de música se revela como un personaje fuertemente estereotipado. Así serán, también, el conductor que insulta a otro en la ruta, la mujer un poco bestia que trabaja en la cocina del restaurant, el ingeniero devenido justiciero o el abogado calculador y despiadado. El hecho de que los protagonistas sean tan gruesos se debe, seguramente, a dos motivos: primero, a la vocación popular de los guiones de Szifrón, que trabajan siempre, ya sea en cine o en televisión, con estereotipos reconocibles provenientes de distintos géneros y de la historia del cine en su conjunto. El segundo motivo se desprende de lo dicho recién: lo estereotipado de los personajes y de lo que les sucede cancela velozmente cualquier lectura en clave política o social. Debe haber pocas cosas más convencionales que el tema del ciudadano solitario enfrentado a la burocracia, y eso, sumado a la estereotipación evidente, arroja como resultado ya no un comentario sobre el estado del mundo sino un relato que se sirve de un tema compartido para contar una historia. Todo se resuelve a través de los códigos del cine, por eso es que no puede pensarse que la película interpele de manera cómplice a un supuesto espectador medio con deseos de poner bombas en dependencias estatales o de asesinar salvajemente a políticos arribistas; esa lectura supone no haber entendido la propuesta básica de la película. Por lo mismo es que la crueldad denunciada por los detractores de Relatos salvajes es inofensiva e infinitamente menos enfática que, por ejemplo, la que ensaya sistemáticamente el cine de Michael Haneke, donde al no haber un anclaje en las convenciones y los códigos cinematográficos cada situación y personaje se presentan como referencias directas al mundo: el burgués con culpa y asustado de Caché pretender ser un reflejo fiel de sujetos de carne y hueso de iguales características. La sociología clasista y binaria de Haneke no tiene espacio en una película como Relatos salvajes, donde cada elemento de los distintos relatos funciona siempre de manera centrífuga, encauzando hacia su interior las tensiones y la violencia que circulan por los planos y los diálogos.

Lo que en la segunda y tercera historia era obligarnos a tomar partido por uno u otro personaje, a acompañar o condenar una decisión, a avalar una acción a pesar de que todo señalaba su carácter inmoral, de la última parte de la tercera en adelante se convierte solo en un espectáculo al que asistimos en calidad de observadores, podemos ver los hilos que mueven a los personajes, los deseos y la ética (o la falta de una) que los empuja, cómo toman y abandonan posiciones estratégicamente en busca de un beneficio personal, pero ya nada nos importa de su destino. El trabajo incansable del guión queda expuesto, se trasluce una elaborada maquinaria narrativa y visual que se autoabastece y que ya no nos interpela. Por eso es que el último episodio resulta tan irritante: la molestia que produce no proviene únicamente de la forma en que los novios, en su fiesta de casamiento, inician un frenesí destructivo en el que lo único que cuenta es aplastar al otro; la molestia surge (además de las actuaciones exageradísimas) del aire privado de todo el asunto, de cómo se genera una locura en ascenso que la película no se toma el trabajo de explicar ni de acercar. Así, los novios terminan siendo solo dos criaturas distantes y desencajadas cuya ridiculez nos resulta irremediablemente extranjera; no inspiran complicidad, simpatía, ni siquiera rechazo, solo aburrimiento.