Recuérdame

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

La tristeza de los chicos ricos

Hace un tiempo, una publicidad de la gaseosa que se jacta de ser la que refresca mejor mostraba a una joven en el cine viendo una película romántica que representaba la suma de todos los lugares comunes del género, mientras el relato en off de un crítico de cine los enumeraba usando todas las convenciones del argot que la crítica utiliza cuando no quiere ir demasiado profundo. Contrariando esos juicios negativos, la joven se veía invariablemente afectada por todo cuanto ocurría en la pantalla: reía, lloraba, se emocionaba cada vez que la película le daba la orden. El spot cerraba con una diatriba que sostenía que “se necesitan menos críticos y más gente sensible”. Aquel film bien podría haber sido Recuérdame, y más que nunca se necesitan críticos. Porque no está mal conmoverse y reaccionar, como un cobayo de laboratorio al recibir la descarga del electrodo, ante los estímulos que de manera calculada van minando esta película; el problema es hacerlo sin detectar los desgraciados símbolos que algunos de esos estímulos representan. Recuérdame es una declaración política y social xenófoba y racista, envasada en una mediocre comedia romántica para nenas de 16 para abajo, que además tiene la prepotencia de creerse un homenaje.

Ya de entrada la cosa está mal. Estamos en 1991: una niña y su madre esperan felices en una estación de subte de Nueva York. Altas, rubias, casi brillan como dos torres de vidrio en la oscuridad subterránea. A pocos metros, dos chicos apenas mayores que la niña se confunden con el gris del cemento, y aunque al principio parecen mirar a la chica con inocente calentura, pronto queda claro que son delincuentes. Tan claro como oscura es la piel de esos chicos que al fin roban a la mujer. Ella entrega la cartera y protege a su hija, pero de todas formas uno de ellos la mata de un tiro en el pecho, porque sí, antes de huir en el tren. Las torres se desmoronan. Una conveniente elipsis se salta diez años para acompañar a Tyler al cementerio, donde junto a su familia visitan la tumba de un hermano suicida. Las cosas no están bien en esa familia: padres separados; madre vuelta a casar; padre millonario, duro y ausente; hermanita genio, blanco de burlas escolares, y Tyler, depresivo y rebelde, tan romántico como Byron, tan seductor como James Dean. O eso intenta Robert Pattinson, que olvidó dejar en casa las poses de su personaje de Crepúsculo y además ensaya toscamente gestos y perfiles de rebelde sin causa. El asunto tiene sus vericuetos, pero el caso es que Tyler termina enamorado de Patsy, que es nada menos que aquella niña ya crecida que vio morir a su madre sobre el andén. Que se aman, que se pelean; una sucesión de problemas que ninguna familia que se jacte de normal debería desconocer. Reconciliación final y todos felices. Es el año 2001.

Como al principio, la muerte entra a escena, esta vez por vía aérea. Y aunque el recurso es efectista en sí mismo, no es eso lo peor, porque la sucesión de la primera escena y este cierre convierte al relato central, una hora y media de película, en el prescindible nexo entre ellas. Lo más terrible es entonces la imagen de aquellas dos mujeres como torres inmaculadas durante la escena inicial, que regresan ahora en la caída fuera de campo de estas otras dos. Lo más infame son los dos chicos de esa primera escena, los únicos dos negros en toda la película, que también vuelven fuera de campo, montados de prepo en aviones ajenos. Lo más burdo es pretender que ambas agresiones están viciadas de gratuidad. Es 2001, el año en que los norteamericanos lloraron el sueño roto, aquel sueño blanco de un mundo mejor (para los blancos) que los otros –porque siempre son los otros– destrozaron sin piedad. Y ahora los chicos ricos tienen tristeza. Pero acá falta la voz en off del crítico subrayando lo obvio y sucio del truco.