Realidad virtual

Crítica de Marcos Ojea - Funcinema

UN COVER SIN ALMA

Las intenciones de Realidad virtual son evidentes, y el mismo director, Hernán Findling, se encargó de aclararlo en distintas entrevistas: evocar y homenajear al cine de terror de los 80 y 90, ese que en Argentina se consumió principalmente a través del videoclub y la televisión, y que ahora goza de cierta reivindicación, con directores y críticos que se formaron rebobinando VHS. Es cierto que muchos crecieron manteniendo las obsesiones, pero se olvidaron de jugar, y buscando prestigio se volvieron serios, solemnes y literales, y filmaron IT Parte 2. Pero otros se mantuvieron apegados a un espíritu clase B, al componente lúdico que caracterizó al terror de aquellos años, y con esa libertad para lo bizarro siguen filmando películas que todavía no encuentran su lugar, más allá de algún festival especializado y de los fans de toda la vida.

No sé si Findling pertenece a este grupo, porque de su obra previa solo vi (y aguanté) unos minutos de Crímenes imposibles, pero lo cierto es que Realidad virtual mantiene un tono general que la acerca, a pesar de su pretendido marco de referencias, a ese slasher autoparódico y crepuscular de fines de los 80, un momento en el que valía todo y no importaba nada. Lo que no quiere decir que su película sea buena, porque está lejos de serlo, pero lo que llama la atención es que cumple su cometido. Es falopa, se asume como tal, y para los tiempos que corren, hay algo de mérito en ese proceso.

La historia es la del rodaje de una película de terror sobre un asesino enmascarado, en plan Jason medieval, conocido como El Celta. Hay un actor pésimo (interpretado por el también pésimo Christian Sancho), un montajista gordito nerd (Fede Bal, saludablemente desmarcado de sí mismo y convencido de que puede ser un actor de cine), una protagonista con un trasfondo trágico que hace las veces de final girl (Vanesa González, que no parece muy convencida), y un director megalómano y sin talento (Guillermo Berthold, qué decir). También hay otros personajes, como el hermano menor de la protagonista, otra actriz, el productor o el asistente de dirección, pero son principalmente los cuatro que nombramos los que llevan adelante todo. Y ese todo es una premisa absurda, digna de la época que imita: ante la falta de éxito, el director consigue un pendrive con una inteligencia artificial, que le permite cambiar la realidad a partir de la ficción, y así conseguir un hit que lo glorifique. Para eso, claro, necesita matar a todos los involucrados.

Lo que sucede con Realidad virtual no deja de ser curioso: un poco funciona como el homenaje pretendido, y a la vez nunca logra constituirse como una película en sus propios términos. Hay algo del cine de terror norteamericano (y más aún, ochentoso) que resulta inexportable, que tiene sentido únicamente en el contexto en el cual es producido (salvo en algunas excepciones honrosas, como la reciente Al morir la matinée). Porque mientras se apilan los cadáveres, slasher tras slasher (y es cierto que la película no quiere ser estrictamente un slasher, si no que busca ampliar el espectro de fuentes de las que bebe, aunque en definitiva responde a las reglas del subgénero), a nadie le molestan las malas actuaciones, los guiones calcados, los personajes descartables. Pero en el traslado de estos componentes al habla rioplatense hay algo que falla. Sí, las actuaciones también son malas, y quizás haya un trabajo para buscar un tono, pero lo cierto es que ese tono nunca es uniforme, y el elenco fluctúa entre la canchereada y escuela de Cris Morena.

Lo más decepcionante, igual, viene por el lado de las muertes, porque aunque Findling tiene cierta vocación por el gore, e incluso imaginación para poner en escena la relación entre la pantalla asesina y sus víctimas, todo termina resultando bastante flojo. A pesar de algunos momentos cercanos a la diversión, lo de Realidad virtual es un terror descafeinado, que mira al horizonte de referencias con demasiado respeto como para ser libre. Una película que nunca llega a comprometerse, que lo intenta y que tiene materiales para hacerlo, pero que lamentablemente no apuesta por diferenciarse y ser un tributo digno de atención.