Rancho

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

Pedro Speroni jamás imaginó que iba a entrar a una cárcel hasta el día en que, casi por azar, detuvo su mirada frente a una fila de 300 mujeres que aguardaban con paciencia pese a la lluvia el momento de ingresar en el penal de Villa Devoto a la hora fijada para las visitas. Tenía 26 años y no había visto ni en fotos a ese “monstruo”, como luego denominaría al edificio de esa prisión. Andaba por la zona con la idea de alquilar algunos equipos para los trabajos que debía cumplir como estudiante de la carrera de Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires.

Desde ese momento, llevado por un impulso que nunca pudo explicar del todo (y tampoco frenar), decidió volver una y otra vez a ese lugar. Durante tres meses se dedicó a acercarse al grupo sin saber muy bien qué hacer y, de a poco, empezó a ganarse la confianza de una de esas mujeres, cuyos maridos están detenidos por diversas causas y en muchos casos se convierten en referentes de los pabellones en los que cumplen sus condenas.

El resultado de esa paciente búsqueda se llamó Peregrinación, un corto de 12 minutos disponible en la plataforma gratuita Cine.Ar que sigue el derrotero de María (junto a sus dos pequeños hijos) desde su casa hasta Devoto. La breve historia se cierra con la imagen del momento en que María ingresa en el penal. Speroni pudo registrar un plano desde afuera de la cárcel, subido a una camioneta. Después de tanta insistencia se quedó con las ganas de entrar a la cárcel y seguir contando lo que pasa, pero desde adentro.

Allí terminó una etapa y empezó otra, mucho más ambiciosa cuyo resultado final es Rancho, el primer largometraje documental firmado por Speroni. Ganó el premio a la ópera prima en el Bafici 2021 (donde formó parte de la competencia oficial argentina) y a partir de hoy podrá verse durante toda una semana en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín (de jueves a domingo, a las 21, y del martes 7 al miércoles 9, a las 18). También estará en el auditorio del Malba, todos los domingos de junio a las 20, y en el Gaumont en una única función, el jueves 9, a las 18.30.

Rancho es un retrato fascinante, descarnado, contundente y atípico sobre la vida cotidiana de un grupo de convictos en una cárcel de máxima seguridad. Detrás de una cámara que registra y atrapa bien de cerca y con una extraordinaria franqueza distintos momentos, algunos llenos de tensión o con los nervios a flor de piel, hay una escenografía que en algún punto se parece a algunas de las historias de ficción sobre esa realidad que encontraron gran difusión en los últimos años a través del cine, la TV y las plataformas de streaming.

Pero la experiencia personal que vivió Speroni en ese contacto directo, tan próximo y sin intermediarios es completamente distinto, tanto para el realizador como para quien la observa desde la pantalla. “Las ficciones me llevan a ver siempre algo que no reconoce las ansiedades, las preocupaciones, los pensamientos y la humanidad de los presos. Pude ver algunas peleas, pero también un montón de cosas que aparecen detrás de ellas”, confiesa el director.

Con una notable capacidad de observación que prescinde del juicio de valor o de los calificativos, porque prefiere concentrarse de la manera más honesta y descarnada posible en lo que les pasa a los presos, Speroni elabora sobre la marcha, junto al objeto de su estudio, lo que para él significa hacer un documental: un estado de curiosidad permanente, atento al detalle y al momento clave que tarde o temprano aparecerá en una conversación circunstancial para definir una conducta o justificar una decisión.

De paso, para que este trabajo funcione dentro de un marco más o menos preciso y no se quede solamente en la mera acumulación de testimonios, el punto de apoyo en el que se sostiene Speroni es la palabra que le da título al documental y que tiene varios significados, como indica la leyenda que aparece en la pantalla apenas iniciada la película. Rancho puede aludir tanto a la comida que se sirve en el penal como al compañero de pieza o pabellón que le toca en suerte a un preso.

Esta multiplicidad de sentidos le permite a Speroni ir y venir por distintas historias de vida y detenerse en algunas de ellas: el convicto con alma de boxeador que descarga su adrenalina mientras se entrena en el gimnasio del penal y recuerda todo lo que lo llevó a la cárcel cuando está muy cerca de salir en libertad; el hombre que cuenta cómo mató al hombre que convivía con su madre y la golpeaba todo el tiempo; el que empieza con pequeños robos y sueña con hacer lo mismo “con una fábrica” porque de esa manera cumple un sueño y adquiere un “sentido de pertenencia”; el veterano que cuenta todas sus condenas y su paso por varias cárceles mientras asume la realidad de que seguirá allí quizás para siempre. Todos admiten sus culpas y cuentan cómo llegaron a cometer los delitos que purgan en esa prisión de máxima seguridad.

Todo eso pasó por la mirada (y la cámara) de Speroni durante casi un año. Para hacer el documental decidió irse a vivir a Dolores, muy cerca del penal en el que registró todas las imágenes. Tardó todo ese tiempo en ganarse la confianza de los presos (también del director del penal) y conseguir en un momento que aceptaran contar sus historias, conversar entre ellos o mostrar momentos de su vida frente a una cámara que jamás se convertiría en intrusa.

“Lo único que quería al final de cada día era que amaneciera para volver a estar en la cárcel”, cuenta Speroni, que reconoce como gran influencia el trabajo del maestro francés del documental Raymond Depardon. “Su obra tiene eso de ir a un lugar, quedarse allí y escuchar. Estar con la cámara muy cerca de lo que uno quiere ver y escuchar. Y yo quería escuchar a los presos, entrar en un mundo que desconocía por completo. Sabía que no iba a ser mi película, sino la de ellos”, confiesa Speroni.

En un momento logró romper el último límite que le faltaba y durante un mes y medio registró las imágenes que se pueden ver en Rancho. Hasta ese momento, Speroni nunca había operado una cámara. Tuvo que hacerlo cuando se dio cuenta de que la intimidad que buscaba no se lograba alcanzar del todo porque los primeros días había un equipo de seis personas filmando.

Al final decidió hacerse cargo de la cámara y con un solo ayudante hizo el trabajo más consciente y prolongado. Podía entrar en cualquier celda sin necesidad de golpear la puerta o llamar la atención. Pero la confianza tenía sus límites. Un día hubo en el pabellón una pelea muy grande entre los presos y, para evitar problemas, el convicto con alma de boxeador (llamado Iván) lo sacó del lugar y lo dejó aparte para protegerlo de cualquier consecuencia.

Speroni dice que empezó a reconocerse como director de cine a partir de esta experiencia que puede resultar extrema, pero ahora empieza a hacerse casi cotidiana, convertida para el director en una suerte de saludable obsesión. Espera estrenar para fin de año una especie de secuela de Rancho, concentrada en la vida en libertad de Iván, el preso boxeador que ahora vive en Chascomús. También lleva casi diez meses en una cárcel de mujeres, con la idea de replicar en un nuevo documental la experiencia de Rancho desde otro lugar, parecido y diferente al mismo tiempo, y ya tiene escrito el guion de su primer largometraje de ficción.

“Con cierto pudor sentí que podía ver mi propia realidad de otra manera, que es posible relacionarse con personas que forman parte de mundos ajenos al mío y establecer con ellas el vínculo más honesto”, dice el director, que después del premio en el Bafici pudo recorrer con la película algunos lugares destacados del circuito internacional de festivales consagrados al documental: Sheffield (Inglaterra), Los Angeles, Guadalajara, Valladolid, Montevideo y Belfort (Francia), donde Rancho obtuvo el premio del público.