Rams: la historia de dos hermanos y ocho ovejas

Crítica de Beatriz Iacoviello - El rincón del cinéfilo

En “Rams”, los ganaderos de un aislado pueblo de Islandia deben hacer frente a una devastadora peste que asola a sus carneros, la scrapie o tembladera, enfermedad degenerativa estrechamente relacionada en su estructura con el llamado Mal de las Vacas Locas, que azotó Europa hace unas décadas. El avance de la plaga no sólo amenaza el sustento de los habitantes de ese remoto lugar, sino que para ese pueblo es algo parecido al advenimiento del fin del mundo, en forma de un mal foráneo que amenaza la esencia y la identidad del lugar.
Cuando se atraviesa Islandia, como pasajero en un avión que hará escala en Reykjavik, su aeropuerto, es posible vislumbrar la soledad y la inmensidad de esas tierras, en donde después de cientos de kilómetros es permitido ver una casa y a leguas más allá un pueblo. La nieve que lo cubre todo, otorga a ese paisaje una espacialidad poética que va de la intimidad profunda a la extensión indefinida, reunidas en una misma expansión en la que se siente bullir cierta magnificencia.
En un paraje semejante viven Kiddi (Theodór Júlíusson) y Gummi (Sigurður Sigurjónsson), dos hieráticos y taciturnos hermanos que parecen recrear la tradición bíblica de Jacob y Esaú o la de Caín y Abel, llevan años que no se dirigen la palabra a pesar que viven a corta distancia uno del otro. En ambos el desaliño es constante, pero sus carneros si están bien cuidados. En realidad ellos son como sus hijos, y a los hijos hay que darles lo mejor.
Kiddi es el mayor, el más rubicundo, el más borracho y con mayor suerte que Gummi, hasta que ésta se vuelca a favor del menor y éste le gana a su hermano el segundo lugar en un concurso anual para criadores de ovejas. Kiddi siente un fuerte deseo de venganza y ésta se ve satisfecha por la divina providencia que envía la plaga de la tembladera. Frente a esa realidad los dos solitarios hermanos deben olvidar rencores y unir sus fuerzas para salvar el legado de sus antepasados, un rebaño de carneros de una raza casi en extinción, que los políticos, como siempre, apegados a su conveniencia, quieren sacrificar sin importar el valor afectivo, o económico, que éstas tienen para esos personajes.
Las dirección de Grímur Hakonarson (“Sumarlandið”, 2010, “Varði Goes Europe”, (documental, 2002), “Hreinthjarta”, documental, 2012), presta especial atención a las rutinas diarias de los personajes comprometidos con la pureza del paisaje y su identidad territorial. Grímur Hákonarson puede escapar a su raíz de documentalista y por momentos es posible para el espectador seguir la línea de un documental casi antropológico, basado en la dialéctica de contenido y continente, capturados por esa inmensidad intima en que los espacios del hombre y el espacio del mundo se hacen consonantes.
El filme casi como una tragedia shakespeariana, pesimista, pero con notas de ese humor nórdico inexpresivo y melancólico, en su conjunto es un formidable ejercicio de minimalismo extremo, casi no hay movimiento de cámara, los diálogos son escasos, los personajes son los necesarios, la acción se repliega al momento en que la tensión se evidencia, cuando deben subir esa montaña en medio de la tormenta. Lo que prevalece con una fuerza arrolladora es la intensidad de las imágenes valoradas por una fotografía maravillosa.
“Rams: La historia de dos hermanos y ocho ovejas”” es una metáfora del mundo actual en donde la realidad de un pueblo, una ciudad, un país, se ve trastocada por enfermedades que políticos transmiten por su corrupción, su falta de sensibilidad. Islandia no escapó a la devastadora voracidad de los banqueros, ni al sometimiento que estableció la Unión Europea a sus comunitarios. Los carneros son ese pueblo perdido en la inmensidad de la llanura islandesa, que como esos dos viejos gruñones quieren mantener sus tradiciones.
Es una realización de las que se llaman pequeñas, proveniente de una cultura lejana y extraña, de otra parte del mundo, pero logró con su sencillez y poesía conquistar al espectador y, comunicarse con sus sentimientos en una simple operación del espíritu, que conjuga realidades fuertes y estables con imágenes de inconmensurable belleza.