Ralph: el demoledor

Crítica de Diego Faraone - Denme celuloide

Disney en ascenso

Hacer un reporte de las últimas novedades en cuanto a los gigantes de la animación se está pareciendo cada vez más a redactar una crónica deportiva. Que Pixar anotó con Valiente, que Dreamworks hace un buen rato que no juega un buen partido, que a veces surgen empresas de animación de las que apenas sabíamos algo y que relucen con jugadas espectaculares -Laika con Paranorman, Industrial Light & Magic con Rango-. En este tren de crónica informativa, conviene llamar la atención sobre la constancia y la altura con la que Disney viene jugando últimamente. Si La princesa y el sapo ya superaba la media de la animación infantil, Enredados lo hacía por varias cabezas, y esta Ralph el demoledor probablemente sea la mejor película que Disney (sin Pixar) haya logrado en décadas. Si hoy conviene encumbrar a dos empresas de animación estadounidenses, éstas serían Pixar y Disney en ese orden, quedando relegada Dreamworks a un -inestable- tercer lugar.
El gran John Lasseter -director de la trilogía Toy Story- apadrina aquí desde la producción, y su influencia es notoria. Como en la mayoría de las películas de Pixar, nos encontramos con un universo fantástico paralelo y, en cierto modo, subordinado al nuestro. Ralph es el villano de un videojuego de antaño a quien desde hace décadas le fue adjudicada la misma rutina: esperar la llegada de un jugador y su moneda -en Uruguay jugábamos con fichas-, demoler un edificio y hostigar al héroe Félix el reparador. Pero está harto de que este último se lleve todo el reconocimiento, de ser excluido y discriminado por sus colegas de videojuego. Por las noches, la casa de juegos electrónicos cierra, los personajes descansan y, a través de los cables de la electricidad confluyen en una central en la que interactúan, conversan, se desahogan. El problema surge cuando, colmada su paciencia, Ralph decide irse temporalmente a otro videojuego para obtener una medalla y demostrarle a sus pares que él es capaz de grandes cosas. Con esta acción rebelde, casi infantil, Ralph amenaza el orden establecido, poniendo en riesgo a los suyos y a personajes de videojuegos aledaños.
La construcción de la anécdota es notable; al mismo tiempo que termina de presentarse un micromundo comienza a introducirse uno nuevo; el personaje cambia varias veces de juego, a cada cual más llamativo. Una instancia viril, de robots armados destruyendo millares de insectos gigantes se alterna con uno de carreras en un universo chillón, de golosinas multicoloridas. Los personajes son sumamente entrañables -especialmente el mismo Ralph, así como Vanellope, otra marginada que encuentra por su camino y con la que conforma una pareja dispareja bellísima- y el villano es brillante, de gran parecido con Lotso, el oso resentido de Toy Story 3, uno de esos tipos aparentemente amables y conciliadores que esconden dimensiones terribles.
A nivel alegórico, hay mucho en lo que pensar a partir de este universo de reglas aparentemente rígidas e inviolables, y de amenazas de colapso universal para el que se atreva a romperlas. Por fortuna la película nos enseña que estas normas no son tan inviolables, que no hay tanto drama en atravesarlas, y que a veces hacerlo se vuelve estrictamente necesario.