Quiero matar a mi jefe

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

Mandar hasta morir

Uno de los inconvenientes de la mentalidad norteamericana para enfocar la crisis económica actual es que suele reducir todas las acciones humanas a términos psicológicos. Son tan individualistas que no entienden que los problemas a veces no son provocados por las personas sino por las condiciones materiales en las que viven. Vuelven una y otra vez a su
relato básico: la superación personal. Les cuesta horrores salirse de ese registro incluso en las películas más optimistas como Larry Crowne o pesimistas como Wall Street 2.

Lo que sí permanece invariable es la capacidad de contar historias y encajarlas en un molde definido. Quiero matar a mi jefe es una aventura de amigos en problemas. Un tópico en la comedia norteamericana. Nick, Kurt y Dale tienen jefes insoportables. A Nick un gerente perverso le impide ascender en la empresa. Kurt se lleva mal con el hijo del dueño de la química donde trabaja. Y Dale es acosado sexualmente por la odontóloga que lo ha empleado como mecánico dental.

La crisis se filtra en la historia como una especie de destino manifiesto. En otro momento de los Estados Unidos los tres personajes hubieran podido abandonar a sus tiranos y conseguir mejores empleos en otras empresas. Hoy es imposible. Eso los obliga a tomar medidas extremas. Vale decir: matar a sus jefes para vivir sin presiones. Claro que es evidente que nunca mataron a una mosca y la única cultura criminal que poseen proviene de la serie televisiva La ley y el orden.

De modo que entre la idea y la acción hay un trecho. Así una buena parte de la película se dilata en la confusa planificación de los asesinatos. Como los tres personajes son bastante similares entre sí (e incluso dos de los actores se parecen físicamente, Bateman y Sudeikis), la pesadilla de su torpeza se vuelve un tanto reiterativa, como si los tres chiflados se redujeran a un triple Moe. Lo que mantiene la sonrisa en los labios son los jefes, no tanto por los personajes mismos, absolutamente planos, sino porque siempre hay algo morboso en ver a grandes actores como Kevin Spacey?, Jennifer Aniston y Colin Farrell ridiculizarse a sí mismos.

Ellos son los únicos que se faltan el respeto en una película que respeta demasiado los órdenes establecidos y no se atreve a lo que en otras décadas se atrevieron las comedias sociales italianas, inglesas o españolas: reírse con desesperación de las injusticias del mundo.