Que todo se detenga

Crítica de Ezequiel Boetti - Página 12

"Que todo se detenga": una película sobre la locura a la que le falta locura.

En la primera escena de Que todo se detenga se ve a Germán en el living revuelto de su departamento aspirando una línea de cocaína, sustancia que alguna vez, en otra vida, se prometió no volver a consumir. Luego de uno de los tantos flashbacks que retrotraen la acción hacia distintas circunstancias que lo llevaron a la decadencia espiritual actual, el muchacho aparece sentado en el inodoro con la puerta del baño abierta… y sin papel higiénico para limpiarse. El director y guionista Juan Baldana necesita apenas dos escenas para ilustrar el estado de caos que impera la rutina de su desnorteado protagonista, un escritor que supo embocarla con un libro y ahora, a sus cuarenta años, se gana el mango haciendo notas para una revista de la embajada francesa mientras espera algo que ni él parece saber muy bien qué es. Más allá de la quietud física y el estatismo inherente a su trabajo, su cabeza no para, como si allí habitará un sinfín de pensamientos embrionarios que difícilmente adquieran el carácter de idea.

Igual de astillada y fragmentada que el mundo interior de Germán es la adaptación cinematográfica de la novela homónima de Gonzalo Unamuno a cargo del responsable de Arrieros (2011), Los del suelo (2015), Sintientes (2020) y Desequilibrados (2021). Una adaptación que nunca logra despojarse de ese origen literario, como demuestra una voz en off omnipresente que permite enunciar en voz alta aquellos pensamientos sin rumbo a la vez que contextualizar las situaciones que se ven en pantalla y los personajes con los que se cruza durante su derrotero físico y emocional. Uno de ellos es el vecino (Luis Ziembrowski, notablemente desagradable y revulsivo) al que va a pedirle papel higiénico y termina instalado en el living de Germán (Gerardo Otero) con un whisky y pidiéndole, casi al borde la súplica, que por favor le deje practicarle sexo oral. Por ahí anda también su hermana (María Canale), con quien debe resolver cuestiones vinculadas con su madre internada al borde de la muerte, y un ex vecino (Alan Sabbagh) dedicado a la política, con el que cena menos por interés en su interlocutor que por no comer solo.

Otro es un viejo conocido (Claudio Tocalchir) al que Germán, como a casi todos, detesta, quien le deja a cargo su celular para que le saque alguna foto a Charly García cuando visite el boliche en el que se encuentran. Germán nunca supo si el músico fue por la sencilla razón de que se esfumó para una noche de sexo casual con la hija de un acaudalado empresario hotelero. Que la escena de sexo esté filmada como en los ’80 (cámara lenta, estilización visual, actores con cara de goce supremo) ilustra el choque entre las presiones generadas por los mandatos del mundo moderno (la problematización de la idea de paternidad, motivo de separación de su novia; la sobre exigencia y precarización laboral, la soledad urbana) y su traspaso al lenguaje audiovisual deudor mayormente de formas extemporáneas, tensionando así una película sobre la locura a la que, paradójicamente, le falta locura.