Punto muerto

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Detrás del crimen perfecto

Con premios en el Buenos Aires Rojo Sangre, la película celebra el policial clásico y reflexiona sobre sus mecanismos.

Con la atención puesta ahora en el policial, el realizador Daniel de la Vega logra un peldaño más en una filmografía que ha privilegiado al terror (La sombra de Jennifer, Hermanos de Sangre, Necrofobia, Ataúd Blanco). En todo caso, habrá que señalar que entre uno y otro género las puntas se tocan y muchas veces confunden. Allí, por eso, la figura señera de Edgar Allan Poe, a quien Punto Muerto rescata como efigie. Lo hace desde la recreación consciente de algunos de los elementos más clásicos de la narrativa detectivesca; el resultado es puro disfrute, y aquí lo mejor: logra un equilibrio entre las referencias que evoca y la historia que construye. De tal modo, Punto Muerto es propuesta detectivesca dual y orgánica; en otras palabras, y como desafío al espectador: adivine cuáles son los guiños que guardan los nombres y situaciones que el film esgrime (aquí se van a deschabar algunos), y a la vez, dilucide el misterio que ronda entre las paredes y los crímenes de un hotel.

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Punto Muerto podría suceder en una especie de limbo situado entre los años '40 y '50, en una reformulación que tiene al mismo cine como lugar de referencia. Allí, en ese hotel de cine, es donde convive la literatura y en todo caso desde donde ésta deba ser pensada. De esta manera, es sintomático que el ámbito en cuestión sean unas jornadas de literatura policial, cuyos atildados asistentes sean convocados por una suerte de Victoria Ocampo, anfitriona que interpreta Natalia Lobo. Pero para llegar allí, a ese hotel, primero hay que tomar un tren.

Vale recordar que es en tren cómo llegó el cine a la gran pantalla, cortesía de los hermanos Lumière. Y, se sabe, es en los trenes donde las damas desaparecen y los pactos siniestros suceden. En tren, también, se encontraba aquella pareja en luna de miel, con Bela Lugosi y su sombra de angustia como compañía imprevista. Para arribar a un castillo modernista y usheriano, presidido por Boris Karloff. La película es El gato negro (1934), de Edgar Ulmer. De las mejores que hayan tenido a Poe como fuente de inspiración. Es ese hálito de cordura descompuesta el que ronda durante la travesía que el realizador Daniel de la Vega propone en Punto Muerto.

El protagonista es el escritor Luis Peñafiel (Osmar Núñez), cuyas andanzas del detective ciego Boris Domenech en la colección El Séptimo Círculo le han labrado la simpatía de los lectores. Peñafiel (entre tanta referencia cruzada, vale recordar que es el seudónimo que utilizara el ilustre Chicho Ibáñez Serrador) es, por qué no, el "escritor de los pobres", el cultor empecinado en el policial perfecto, aquel que es tan leído y seguido así como cuestionado por una "prosa vacía". Su condición proletaria la delata el contraste que provocan su vestuario y comportamientos. Sobre todo con quien se revela como contrapunto, el ladino Edgar Dupuis (Luciano Cáceres), crítico literario a quien no le tiembla el pulso al momento de escribir para lacerar: la "prosa vacía" es una de sus sentencias. Entre ellos, destaca también el joven escritor Lupus (Rodrigo Guirao Díaz), cuyas pesquisas literarias tiene a Peñafiel como una de sus plumas admiradas.

¿El crimen perfecto? Ése es el que tempranamente señalara Poe, en un cuarto cerrado. Tal vez con un orangután por protagonista. O en manos de un fantasma de guantes asesinos como seña. De la Vega se divierte en grande al escenificar las variantes, tanto desde la fantasía a la que aluden los relatos que el film mismo promueve, así como desde los que contiene la investigación que procura dar con el verdadero asesino. Porque la sangre comienza a correr, y nadie sabe por dónde entró ni salió el asesino en cuestión. El hotel se transforma en guarida criminal, y los sospechosos principales tal vez sean quienes tantas ficciones similares supieron promover. En otras palabras: de creadores y escritores, a personajes de sí mismos, atrapados en una telaraña que amenaza con volverles víctimas de sus propias fechorías imaginarias.

Eso sí, Peñafiel y Lupus indagan fascinados, porque lo que está de por medio es la quimera, el sueño mayor, la posibilidad de finalmente dar con el desenlace perfecto. En este sentido, el manuscrito que Peñafiel guarda bajo el título "Punto Muerto" podría ser la consecución final de todo ello, el libro mejor escrito nunca, la llave secreta que salde la discusión de una buena vez y para siempre. Pero lo que sucede alrededor amenaza con ser todavía mejor, más perfecto. ¿Dónde mirar, en quiénes confiar? ¿Será "Punto Muerto" la novela tal vez mejor escrita sobre el dilema? (Digresión inevitable: existe en el cine argentino una muy atendible versión de El misterio del cuarto amarillo, dirigida por Julio Saraceni en 1947, con Rouletabille reconvertido en periodista e interpretado por Santiago Gómez Cou).

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De algún modo, vale señalar, Punto Muerto es a su vez un film que rememora la tradición en la que se inscribe mientras señala un fulgor pretérito. Es decir, su puesta en escena recupera referencias estéticas idas, como pretexto fascinado. A la manera de una estrella fugaz. Es un recurso válido, que sabe que se consume a sí mismo, que no puede durar demasiado. Algo parecido sucede con el giallo (Sonno Profondo, Francesca) que cultivan Luciano y Nicolás Onetti (nada casualmente, Nicolás Onetti es productor asociado de Punto Muerto), pero en Punto Muerto la situación se percibe distinta: el giallo es italiano, mientras que el cine policial argentino posee (o tuvo) un repertorio de formas distinguibles, reminiscentes de un período que coincide con la época que se recrea. Vale decir, Punto Muerto guarda consigo un ápice melancólico, que surge del cariño puesto en la mímesis que evoca.

Ahora bien, la mímesis dada en los clichés descubre una autonomía que hace del film un artefacto válido por sí mismo. Si hay una añoranza, ésta es involuntaria y apuesta por el desenfado, porque apunta a jugar con ella desde las posibilidades que abren los nuevos tiempos tecnológicos, capaces de despertar a aquel gigante que el cine argentino alguna vez fue. Por otra parte, y de manera fundamental, Punto Muerto se preocupa en indagar al género policial, lo hace cinéfilamente y dialécticamente: arribado el desenlace, la trampa estuvo siempre a la vista. No hubo engaño, sino cine.