Puente de espías

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

Steven Spielberg vuelve a unirse con Tom Hanks para Puente de espías. Y el resultado es otra vez positivo.

Un episodio de la Guerra Fría idealizado es lo que ofrece Steven Spielberg en Puente de espías. Reconstruye, por no decir mitologiza, dos momentos históricos vinculados por un mismo protagonista: el abogado mediador James Donovan, interpretado por Tom Hanks, siempre en ese estado de gracia que tanto le ha servido para representar al norteamericano bueno.

Donovan fue el hombre que defendió ante los tribunales de los Estados Unidos al espía soviético Rudolf Abel (un inolvidable Mark Rylance), a fines de la década de 1950, y llevó el caso hasta la Corte Suprema. Si bien perdió por cinco votos a cuatro, evitó que el espía fuera ejecutado.

Unos años después, en 1962, Donovan fue el negociador principal en un intercambio de prisioneros que involucró a Estados Unidos, la Unión Soviética y la República Democrática Alemana y en el cual los norteamericanos entregaron precisamente a Rudolfo Abel a cambio del aviador Francis Powers y del estudiante de Economía Frederic Pryor.

En términos cinematográficos, Spielberg conecta una película de tribunales con una película de espías, y lo hace con el virtuosismo que lo caracteriza para contar historias, sean puramente ficcionales o basadas en hechos reales. Con un relato clásico, que tal vez respeta más la sensibilidad que la inteligencia del espectador, vuelve a un momento crucial de la historia del siglo 20, la época en que el mundo estaba dividido en dos frentes y la peor fantasía de la humanidad era desaparecer de la faz de la tierra por una conflagración atómica.

Pero el espíritu de ese retorno no es revisionista sino moralista, con la moral un tanto voluntarista pero a la vez necesaria de los derechos del hombre. Si en Bastardos sin gloria y Django desencadenado Quentin Tarantino vuelve atrás las páginas del tiempo para que las víctimas del nazismo y del racismo sean redimidas en una historia paralela, Spielberg lo hace para empapar esas páginas de su propio humanismo.

En Puente de espías, ese humanismo se impone a las razones de Estado como una razón más profunda, pero como Spielberg no es un filósofo -y tampoco intenta serlo- sólo puede exponer sus ideas en la forma más básica del relato norteamericano: el individualismo. Donovan sostiene su concepto de justicia y de humanidad contra la presión familiar, social y política y el único que parece entenderlo en el fondo es el espía soviético, quien de hecho provee la metáfora central de la película: la del hombre que se vuelve a parar una y otra vez sin importar cuántos golpes recibe.

En ese sentido, tanto la elección de Hanks (inadecuada desde el punto de vista de la edad pues Donovan tenía poco más de 40 años en esa época y el actor ya cumplió 59) como la de Rylance resultan perfectas para evitar la sobrecarga de solemnidad patriótica y de tensión dramática. Lo mejor de la película son los sutiles virajes hacia la comedia que en la segunda parte, cuando Donovan ya está en Berlín, tienen algo de humor kafkiano apto para todo público.

Por suerte, la necesidad de dejar un mensaje humanista nunca le ha impedido a Spielberg contar bien una historia, y en este caso está tan bien contada que uno deja pasar las obvias manipulaciones ideológicas e históricas y hasta le perdona su inconmovible fe en el norteamericano bueno.