Proyecto 55

Crítica de Horacio Bernades - Página 12

El milagroso hallazgo de tres latas de celuloide en perfecto estado con imágenes del bombardeo del '55 a Plaza de Mayo son el punto de partida para una película apasionante.

“Durante meses tuve la misma pesadilla”, dice la voz en off, sobre imágenes desenfocadas. “Soñaba cuerpos desnudos y rotos. Sangre, escombros y fuego”. El realizador Miguel Colombo ya se había hundido en la memoria familiar en Huellas (2012), descarnado viaje a aquello que Freud definió como lo siniestro, y que es el horror al que dan lugar los lazos de sangre. Ahora Colombo atraviesa la historia del país desde la llegada de los abuelos inmigrantes, para encontrar ecos entre una pesadilla personal, una de sus mayores y una nacional, en un juego de espirales cíclicos que produce asco, vértigo y horror. En esa(s) pesadilla(s), hombres de uniforme bombardean civiles o los arrojan al río, cumpliendo con lo que los cascos de los soldados estadounidenses prometían en Vietnam: “Muerte desde el aire”.

Como en Huellas, los hechos se encadenan hasta alcanzar el corazón del horror. Ambos abuelos del realizador vienen al país tras haber participado de la Primera Guerra, donde aprendieron la repulsión por los campos de batalla, la metralla y la muerte ajena. Años más tarde, el 16 de junio de 1955 uno de ellos está aquí, el otro partió de viaje el día anterior. El realizador comienza a investigar los hechos del bombardeo a Plaza de Mayo, que ese día terminó con la vida de trescientos ocho civiles. Da de modo casi milagroso con tres latas de celuloide que muestran mucho más de lo que hasta ahora se había mostrado. Las ambulancias que rescataron heridos. Autos quemados. Columnas de humo. Corridas de los presentes. Uno que lleva una bandera. Algunos que gritan algo a cámara (las imágenes son mudas). Fotógrafos guarecidos con sus cámaras. Hasta aquí, estas visiones en blanco y negro y 16 mm (porque son eso, visiones fantasmales, como mensajes en una botella) parecen la puesta en movimiento de la extraordinaria serie que el artista plástico Daniel Santoro dedicó al episodio. Pero hay más.

Están los interiores, de un edificio público o varios. El Ministerio de Guerra, tal vez, donde Perón se refugió por unas horas. Como las de los exteriores, son imágenes en asombroso estado de conservación. Como si alguien las hubiera registrado hoy o ayer. Como tal vez nunca se hayan proyectado antes, están flamantes. Pero además, la mano o manos que las sacaron se revelan expertas, eligiendo los mejores ángulos, los exquisitos matices de gris, los planos más elocuentes. Muestran muebles en desorden, pisos llenos de papeles, paredes descascaradas, pilas de biblioratos. Son los restos de los tres bombardeos desatados ese día por la Armada, que contaron más tarde con el refuerzo de un sector alzado de la Fuerza Aérea, y que arrojaron catorce toneladas de bombas sobre quienes atravesaban la plaza y sus inmediaciones.

Hay quien pone esas imágenes mudas en palabras. Ese día Héctor Raggio defendía, como conscripto, el Ministerio de Guerra. Raggio recuerda todo, y sabe cómo expresarlo. Se acuerda del día lluvioso y nublado, de la mesa sobre la cual apostó su ametralladora con trípode, del sonido de las balas propias y las bombas ajenas. Más tarde, una cena sorprendente: la de Héctor con sus ex compañeros. Son casi veinte y desparraman jovialidad. En paralelo con este bloque de relato circula uno en el que un grupo de artistas no identificados crea un artilugio que permitirá revivir sonoramente ese día. Pero Colombo ya partió del 55 y de la Plaza de Mayo, en busca de otros horrores. Horrores desde el aire, como la increíble filmación en la cabina de un aviador de guerra en Vietnam, que dice, antes de un bombardeo con Napalm, que eso es “absolutamente excitante”, “fantástico” y “great fun”. De vuelta en casa, el Monumento por la Memoria y la estatua del desaparecido Pablo Míguez, un chico de 14 años que se adentra en el río. El mismo río sobre el que la misma Armada arrojaba, en lugar de bombas, gente.

Pero hay una saga que no cierra en el dolor y la muerte. La saga de los Colombo, que tiene en tiempo presente a su representante más nuevo, jugando sin ser consciente, todavía, de ese horror del siglo XX del que sus mayores fueron testigos. El de él es el siglo XXI, y su historia está aún por escribirse.