Post Tenebras Lux

Crítica de Ezequiel Obregon - EscribiendoCine

Ese mal cotidiano

Carlos Reygadas es un director consagrado a la polémica. Tal como ocurrió con Batalla en el Cielo (2005) y –en menor medida- con Luz silenciosa (2007), Post Tenebras Lux (2012) invita a ser amada o defenestrada. Nuevamente, el clima ominoso que tan bien construye le sirve para poner su mirada sobre una familia de clase-media acomodada.

Genial, abyecto, ambicioso, ridículo, sutil, pretencioso. Las voces se superponen, a favor y en contra, pero tal como ocurre con otros de sus contemporáneos (Lars von Trier, por citar un caso, otro “mimado” de Cannes), Carlos Reygadas nunca pasa desapercibido. A veces apela a esos golpes de efecto un tanto caprichosos (recuérdese el sexo oral en primer plano, en Batalla en el Cielo), pero no por eso su cine deja de ser meticuloso, programático, “ambicioso”.

La película comienza con una niña de unos ojos cautivantes, en medio de la nada. Poco a poco; los truenos, la lluvia, el viento. Aquello que comienza como un signo sin respuesta (¿qué hace allí?, ¿por qué está sola?) se transforma en tensión pura. No habrá una continuidad explícita entre esa secuencia inicial y el resto del relato, pero atención: Post Tenebras Lux hace de la elipsis y el tono disruptivo su razón de ser. Al igual que en Japón (2002), en donde ignorábamos qué motivaba el acto sexual entre el forastero y la anciana, aquí las marcas sociales más claras (relato del inconformismo de clase, la fe católica como “opio del pueblo”, etc.) no se enmarcan dentro de una tesis.

El enigma sobrevuela a la familia de Juan, que no termina de “encajar” en el campo. Su esposa es –tal vez, sin reconocerlo- una servidora que oscila entre la tarea de acompañarlo y cuidar a los hijos. Hacia el cuarto del matrimonio llega en una noche el diablo (sí, ¡Satanás!), de cuerpo delicado y fosforescente… Dato curioso: porta una caja de herramientas y camina despacio, para no alterar a los niños y poder hacer su trabajo. El diablo “trabaja”: tiene una tarea, cumple. Uno de los pequeños lo descubre, pero no dirá nada.

Tal vez, esa secuencia grafique aquello que el director hace una y otra vez, por momentos con una morosidad difícil de justificar; demostrar que sobre lo explícito hay alguien que calla, algo que el relato ni siquiera sugiere. Ya no se trata de señalar mediante indicios aquella parte del iceberg que no vemos, sino de marcar que hay miradas que se pierden, que nos abandonan. Y nos conducen a un vacío que, en definitiva, nos iguala. El relato “posa” su mirada, más allá de construirla. Poco a poco, la película ingresa a un mundo sexual perturbador, a una vida cotidiana plomiza, y a la delincuencia que precipita un final trágico y también alegórico. El mal, parece sugerir Carlos Reygadas, puede ser imperceptible pero está ahí, a la vuelta de la esquina.