Por tu culpa

Crítica de Marina Yuszczuk - ¡Esto es un bingo!

Apasionadas

Por tu culpa: esta vez sí, pasión real. Pasión de tener hijos (pasión, que es padecer, ser objeto de un pathos, de ahí patología) producida en toda la primer secuencia de la película por la cercanía con que la cámara –poco más en la frente de Erica Rivas- sigue a la madre que trata de estudiar y escuchar una cosa con auriculares mientras los chicos descontrolan la casa, recorren las habitaciones, tiran cosas, gritan, y ella se multiplica para abarcar todo y atajarlo todo al mismo tiempo –ni loco tengo hijos, me dijo el que estaba sentado al lado. Pero tampoco es eso, porque después hay besos y abrazos y hay amor bajo la forma de los besos y bajo la forma del cuidado. La noche empieza con un accidente: Julieta (Erica Rivas) y sus dos hijos están en casa mientras el padre vuelve de algún lugar en un avión, todos en pantuflas y en piyama. En el medio de un juego el más chiquito, Teo, se lastima, y todos deben partir hacia una clínica, así vestidos de entrecasa, los chicos en piyama y zapatillas, la madre con el pelo recogido en una pinza de plástico (el tamaño del cuerpo de ella en relación al tamaño del armatoste-carrito de Teo, la camioneta donde van a la clínica y los pasillos vacíos de esa misma clínica dan la medida del esfuerzo que todo esto supone para la protagonista, y también, pero en segundo plano, del desamparo).

Entre el pelo atado de Julieta al principio y el pelo semisuelto de Julieta sobre el final se nos cuenta una historia. Porque el médico que revisa a Teo empieza a sospechar que los golpes tal vez hayan sido infligidos por la madre, y el hijo mayor, por resentimiento, capricho o porque sí, dice “Fue ella” cuando Julieta trata de explicarle al doctor cómo se lastimó Teo. Entonces viene la denuncia. Después aparecerá el marido, una especie de fantasma que no pierde su condición fantasmagórica –pero ahora en el sentido de lejano y también de amenazante- cuando llega, gigante como es, y le dice “pendeja”, y la mamá de Julieta, una figura que apenas atina a ponerle su propio tapado sobre los hombros a la hija cuando debe salir para la comisaría –¿pero no se trata justamente de eso? La película, inteligente, no tiene un discurso sobre todo esto.

Tal vez, un experimento sobre las relaciones siempre extrañas entre la familia y la sociedad, lo privado y lo público, la necesidad de salir (la familia) de la casa para buscar asistencia y la violencia de meterse en la familia (el Estado) para investigar y ejercer sus funciones. Pero también, sin duda, una película de suspenso llena de preguntas en la que incluso después del final seguimos sin saber si Julieta les pegaba poco o les pegaba mucho, si era una “buena madre” (le haría mejor al mundo que esa frase no exista), si estaba separada o se llevaba mal con el marido, si alguien era bueno o era malo (para decirlo de la forma más tonta posible). Pero también, porque la vemos con el pelo recogido, práctica, al principio, y la vemos ponerse una hebilla después para sostener el flequillo en un pasillo del hospital y estar más presentable públicamente cuando la situación se pone tensa, y la vemos también soltarse el pelo cuando por fin ella, el marido y los chicos suben a la camioneta para volver a casa (una coquetería mínima, un momento de distensión), la historia de una mujer pequeña, joven, inmersa en esa cadena de amor y de maltrato indiscernible que puede ser una familia, que termina acostándose sola aunque el marido esté, y que articula, entre estas tres (al menos) lecturas posibles, los múltiples sentidos de la palabra “culpa”.